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La historia de los pueblos es la historia de sus relaciones internacionales. Qué es sino la historia de los Estados Unidos de América: la puesta en práctica de su “Destino Manifiesto”, a costa de la arbitraria relación con los países puestos a tiro de sus cañoneras y fusiles o de su diplomacia, unas veces jesuítica y otras de chocante e insólita franqueza —o rudeza, para ser más francos—. La escalada expansionista fue iniciada hacia 1781 por los presidentes Washington, Jefferson, Adams, Madison y Monroe, aprovechando las disensiones de los países europeos y los conflictos de estos con sus colonias de ultramar.

Las trece colonias de 1800, que se formaron desalojando a las naciones indias de sus territorios, en 1803 se agrandaron con Nueva Orleans y Luisiana compradas a Napoleón en guerra con Inglaterra y víctima de su poderío naval. 

 En 1795, por el temor de los españoles de que coaligados ingleses y norteamericanos se apoderaran de Louisiana, consiguieron el deseado derecho a la navegación por el río Mississippi. Desde entonces, “la premisa para las relaciones comerciales universales fue la neutralidad. En caso de necesidad, declaraba Washington, estarían justificadas las temporary alliances. Las permanent alliances, por el contrario, sólo podrán redundar en perjuicio de América, pues los europeos tenían algunos “intereses primarios” que no eran compartidos por los americanos”(1).

Ahora ¡Canadá! ¡Canadá! ¡Canadá!, y Florida, gritaban en 1810 los productores de tabaco, trigo y algodón, y para complacerlos, en 1812, Jefferson declaró la guerra a Inglaterra dueña del Canadá; los ingleses se tomaron Washington y los norteamericanos dejaron de desear al Canadá de la poderosa Inglaterra para concretarse en la anexión de la Florida en poder de la apurada, decadente y lejana España; sin dejar, desde luego, de soñar con la anexión de México y Cuba. “México centellea ante nuestros ojos. Lo único que esperamos es ser dueños del mundo”, había dicho John Adams en 1804.

Los proyectos expansionistas de los Estados Unidos a costa de las posesiones españolas, las entrevió muy bien don Luis de Onis, ministro de España en Washington, cuando en 1° de abril de 1812, en nota reservada al virrey de Nueva España, Francisco Javier de Venegas, le decía: “Cada día se van desarrollando más y más las ideas ambiciosas de esta República (…) este gobierno no se ha propuesto nada menos que el de fijar sus límites en la embocadura del río Norte o Bravo, siguiendo su curso hasta el grado 31 y desde allí tirando una línea recta hasta el mar Pacífico, tomándose por consiguiente las provincias de Tejas, Nuevo Santander, Coahuila, Nuevo México y parte de la provincia de Nueva Viscaya y la Sonora. Parecería un delirio este proyecto, pero no es menos seguro que el proyecto existe, y que se ha levantado un plan de estas provincias por orden del gobierno, incluyendo la isla de Cuba, como una pertenencia natural de la República. 

Los medios que se adoptan para preparar la ejecución de este plan son (…) la seducción, la intriga, los emisarios, sembrar y alimentar las disensiones en nuestras provincias de este continente, favorecer la guerra civil, y dar auxilios en armas y municiones a los insurgentes…” (2).

El 25 de julio de 1817, 150 patriotas venezolanos ocuparon la isla Amelia, en la Costa Atlántica de los Estados Unidos, en poder de España, proclamaron la República de Florida y designaron a Fernandina, su puerto principal, como capital de la República; ante este feliz acontecimiento, Simón Bolívar le remitió a Lino de Clemente, enviado especial del Libertador ante el gobierno de los Estados Unidos, instrucciones para gestionar todos los asuntos “políticos y comerciales” referidos a la nueva República. El 30 de marzo, Mac Gregor, el libertador de Amelia, recibió instrucciones de Lino de Clemente para ocupar un puerto en la Costa Oriental de Florida; con esa acción se pretendía amenazar la ocupación de Cuba por España, auxiliar a los patriotas de México y propiciar el desguarnecimiento militar de esa colonia en caso del envío de tropas a Cuba amenazada por los republicanos, y se controlaba el paso de embarcaciones con destino a las tropas realistas de Venezuela, a más de las ventajas de tener un punto de acopio para los víveres y las armas que podrían adquirirse en los Estados Unidos.

Y la reacción de los Estados Unidos no se hizo esperar; el presidente Monroe empezó por descalificar ante el Congreso de su país a los libertadores de Florida; los llamó aventureros, fugitivos internacionales, piratas, esclavos que se ocultaban; se aventuró a afirmar que no se había establecido en Amelia un gobierno, sino un sistema de piratería que propiciaba el contrabando y la rebelión de los seminolas contra los Estados Unidos. Al general Mac Gregor que ocupó Amelia le libraron orden de captura y, en seguida, empezaron los consabidos pretextos de los incidentes; por uno de ellos se acusó al buque venezolano Tentativa de haber violado aguas territoriales estadounidenses, y el comandante John Elton lo incendió. El comodoro J. D. Henley y el mayor J. Bankhead, el 22 de diciembre le comunicaron al comandante Luis Aury, que había sucedido a Mac Gregor en la misión de libertar a la Florida, la orden que tenían de tomar la isla Amelia. Aury les contestó preguntándoles que sí procedían en nombre del rey de España o de sus aliados. Al día siguiente las fuerzas estadounidenses ocuparon la isla Amelia y el puerto de Galveston (Tejas) que había tomado Aury. Así los Estados Unidos se anexaron la isla Amelia. 

Después, tras someter a los seminolas, se apoderarán también de la Florida que, prácticamente, ya en poder de los norteamericanos, la cedió España. Se cumplirá también la previsión de Bolívar, cuando desde San Cristóbal le escribió a Guillermo White en mayo de 1820: “La América del Norte, siguiendo su conducta aritmética de negocios, aprovechará la ocasión (la Revolución de España) para hacerse a las Floridas…” (3). Por eso, mientras duraron las negociaciones, Estados Unidos se declaró “neutral” en el conflicto emancipador hispano-americano, y no quiso reconocer la independencia de las ex colonias españolas, sino cuando el tratado sobre el asunto de Florida quedó finiquitado con España; y cuando en 1922 reconoció la independencia de estos países, ante la protesta del gobierno español, el de los Estados Unidos, por intermedio de John Quincy Adams, contestó en nota diplomática: “Este reconocimiento no se hace para invalidar los derechos de España, ni de impedir el uso de los medios que aún esté dispuesta a emplear para reunir aquellas provincias al resto de sus dominios” (4).

Pocos días después de la proclamación de la República de Florida, una flotilla venezolana capturó en el Orinoco las goletas norteamericanas Tigre y Libertad, cuando llevaban armas y municiones de boca para el ejército español, burlando así el bloqueo de la Guayana y Angostura que había decretado Simón Bolívar y cuya disposición hizo conocer ampliamente en los países hispanoamericanos y en los Estados Unidos. Las embarcaciones fueron confiscadas, y ante el Libertador fueron infructuosas las gestiones del gobierno de los Estados Unidos para que las naves fuesen devueltas.

En junio de 1818 llegó a Venezuela Juan Bautista Irvine a tratar el asunto de la devolución de las goletas; pero el Libertador se negó a recibirlo, de la misma manera como el gobierno de Washington se negó a recibir a su enviado plenipotenciario Lino de Clemente, por el asunto de la República de Florida. Simón Bolívar obligó al agente norteamericano a un duelo epistolar (10 cartas), entre el 29 de junio y el 12 de octubre, cuando con desdén le escribe que él (el Libertador) “tiene derecho a esperar que cese la correspondencia” (5).

En la primera carta se refiere a la opinión que el Libertador tenía de esos ciudadanos norteamericanos “que olvidando lo que se debe a la fraternidad, a la amistad y a los principios liberales que seguimos, han intentado y ejecutado burlar el bloqueo y el sitio de las plazas de Guayana y Angostura, para dar armas a unos verdugos y para alimentar a unos tigres, que por tres siglos han derramado la mayor parte de la sangre americana (…). No son neutrales los que prestan armas y municiones de boca y guerra a unas plazas sitiadas y legalmente bloqueadas” (6). En la carta del 20 de agosto, después de hacer ver que no puede haber neutralidad cuando se ayuda a una de las partes contra la otra, decía que hablaba de la “conducta de los Estados Unidos del Norte con respecto a los independientes del Sur, y de las rigurosas leyes promulgadas con el objeto de impedir toda especie de auxilios que pudiéramos procurarnos allí. Contra la lenidad de las leyes americanas se ha visto imponer una pena de diez años de prisión y diez mil pesos de multa, que equivale a la de muerte, contra los virtuosos ciudadanos que quisieron proteger nuestra causa, la causa de la justicia, y de la libertad, la causa de América (…) Mr. Corbett ha demostrado plenamente en su semanario la parcialidad de los Estados Unidos a favor de la España en la contienda” (7).

Nutrida es la correspondencia del Libertador en la cual deja en claro la perversa e interesada conducta de los “albinos”, como llamaba a los norteamericanos; a José Rafael Revenga: “Jamás conducta ha sido más infame que la de los norteamericanos con nosotros” (San Cristóbal, 25-V-1820); a Rafael Urdaneta: “Wilson me escribe que en los Estados Unidos no ha encontrado a nadie que hablara en mi favor” (Guayaquil, 30-VII-1829); a Patrick Campbell: los Estados Unidos “parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad” (Guayaquil, 5-VIII- 1829); a Santander: “Aborrezco a esa canalla de tal modo, que no quisiera que se dijera que un colombiano hacía nada como ellos” (Potosí, 21-X-1825); al mismo vicepresidente: “Y así, yo recomiendo a usted que haga tener la mayor vigilancia sobre estos americanos que frecuentan las costas: son capaces de vender a Colombia por un real si la tuvieran” (Magdalena, 13-VI- 1826); en fin, que los términos con los cuales los califica no bajan de “canalla”, “belicosos”, “regatones”, “capaces de todo”, “egoístas”, “humillantes” y “fratricidas”: “Ya que por su anti-neutralidad, la América nos ha vejado tanto, exijámosle servicios que nos compensen sus humillaciones y fratricidios. Pidamos mucho y mostrémonos circunspectos para valer más o hacernos valer” (en la misma carta a Revenga).

Con razón el Libertador no los invitó al Congreso Anfictiónico de Panamá; aunque, como le decía a Santander, “este paso nos costará pesadumbres con los albinos” (Ibarra, 23-XII- 1822); pero el vicepresidente Santander —que en carta enviada a Bolívar (La Laguna, 25-III-1819) se había dolido del “ceño amenazador de Europa y de la indiferencia de los Estados Unidos” ante nuestra independencia—, siguiendo su propio criterio, y en vista de que los norteamericanos ya habían reconocido nuestro gobierno, los invitó a ese Congreso que los mismos norteamericanos descalificaron, sabotearon, y se dolieron de que no fueran ellos quienes lo presidiesen para oponerse a la influencia del “dictador”, como llamaba William Tudor, cónsul de Estados Unidos ante el gobierno del Perú, a Simón Bolívar, y también “usurpador”, el “loco de Colombia” en quien no lograba entrever otra cosa que “su profunda hipocresía”, “sus intereses particulares” y su destino ineludible de ser recordado “como uno de los más rastreros usurpadores militares”.

Pero “afortunadamente” para los Estados Unidos el Congreso de Panamá fracasó, y fracasó Bolívar, así, decía Tudor: “los Estados Unidos se ven aliviados de un enemigo peligroso en el futuro… si hubiera triunfado estoy persuadido de que habríamos sufrido su animosidad”. Tomás S. Willimont, pre cónsul inglés en el Perú, escribía al Conde de Dudley, secretario del Estado Británico, en noviembre de 1826: “La maligna hostilidad de los yanquis hacia el Libertador es tal, que algunos de ellos llevan la animosidad hasta el extremo de lamentar abiertamente que allí donde ha surgido un segundo César no hubiera surgido un segundo Bruto”.

Capítulo aparte merece el estudio de la conspiración y el espionaje contra Bolívar que, después de la “noche septembrina”, inició el ministro de los Estados Unidos ante la República de Colombia, Mr. Harrison, con los enemigos del Libertador; y fue tan “franca” y agresiva su conducta, y tan descarada su intromisión en los asuntos internos del país, que desde Popayán (22-XI-1829) el Libertador le escribía a su ministro de Relaciones Exteriores, Estanislao Vergara: “Dirijo a usted original de una carta que he recibido del señor Harrison con el objeto de que usted se sirva presentarla a Consejo para que delibere sobre ella, si lo estima conveniente. Este señor, siendo un ministro extranjero, pretende mezclarse de un modo muy directo y por una nota semioficial en nuestros negocios” (8). Los Estados Unidos fueron desde un principio enemigos de la independencia de los países al sur del río Bravo, porque la emancipación de estas colonias favorecía los intereses económicos de Inglaterra; ya en 1781 Jefferson había dicho que la independencia de los países hispanoamericanos “era necesario posponerla hasta que los Estados Unidos puedan beneficiarse de ella y no Inglaterra”.

En fin, en la mutua animosidad del Libertador y los Estados Unidos se patentiza, por un lado, la tendencia hegemónica y expansionista de los Estados Unidos; por otro, la concepción bolivariana de una Gran Patria Americana conformada por países “antes colonias españolas” y unidas con vínculos de sangre, de religión y de costumbres, y en donde lo que debamos o tengamos que hacer ha de tener el sabor de nuestro propio vino, que no tiene que oler al rancio de los bebedores y glotones de los reinos de la Intromisión, la Anexión, la Grosera Franqueza y la Libertad y Democracia a Nuestro Modo.

Es cierto que lo que Bolívar no alcanzó a hacer, está por hacerse; y lo que está por hacerse, a la par del logro de la libertad que jamás la ha tenido el pueblo, es alcanzar el respeto internacional por nuestros recursos naturales, por nuestras costumbres, por nuestras leyes y por nuestros propios errores que para enmendarlos no precisan de las visas para entrar a ningún reino de la fantasía y la gaseosa. Lo que Bolívar no hizo, está por hacerse, y lo que está por hacerse, es lo que Bolívar hizo… (Magazín Dominical. El Espectador. 1º. / 12/96).

Notas

(1) Los Estados Unidos de América. Historia Universal Siglo XXI, vol. 30. México, 1979; p.55

(2) Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, compilación de José Félix Blanco y Ramón Azpurúa. vol, III. Caracas. Ediciones Presidencia de la República, 1978; p. 608

(3). Bolívar, Simón. Cartas del Libertador, vol. III. Compilación y notas de Vicente Lecuna. Caracas. Tipografía del Comercio, 1930; p. 232

(4) Documentos, vol. VIII. Op. cit. ,p. 232

(5) Bolívar. Op. cit. vol. XI; p. 158

96) Ibid., p.126

(7) Ibid, p. 135,136.

(8) Ibid. vol. III., p.192

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