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Mentiras de la ONU sobre el hambre en el mundo


Según el dogma el “Tercer Mundo” ya no existe.
Por otra parte ya no se habla de “países subdesarrollados”, sino de “países en desarrollo” y el relato moderno nos asegura que esos países se convertirán pronto en “países emergentes”. La ideología poscomunista pronosticaba “el fin de la historia”. 

Prometía un futuro luminoso en el reino del libre comercio. 

Anunciaba los nuevos tiempos de la “globalización feliz”. La apertura y la desregulación de los mercados llevaban la promesa de un porvenir radiante.

Propagada desde hace tres decenios, esta fábula liberal se desmorona frente a la realidad. En su último informe sobre El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, la ONU declara que 815 millones de personas sufrieron malnutrición en 2016, es decir, 82 millones más que en 2015. Hablando claro el 11 % de la población mundial se muere de hambre. No solo hemos llegado a un récord absoluto (la humanidad nunca ha tenido tantos hambrientos), sino que además la situación se sigue deteriorando y para 2017 las asociaciones esperan lo peor.

Las desigualdades llegan a cotas vertiginosas. Traspasado a la Edad Media, el abismo que separa a nuestros superricos de las masas empobrecidas habría horrorizado a los aristócratas más egoístas. Pero para nuestros liberales la acumulación y la concentración de capital a niveles astronómicos son signos positivos. Según OXFAM el 1 % más rico posee el 48 % de la riqueza mundial y el 20 % siguiente en riqueza posee el resto. Al 80 % restante, es decir, la aplastante mayoría, solo le quedan migajas.

Este contraste entre 815 millones de hambrientos y un puñado de multimillonarios debería provocar la indignación general. Pero nos acomodamos en el fatalismo como si se tratase de una catástrofe natural. Al correr un púdico velo sobre las causas de semejante injusticia, el dogma oculta deliberadamente la influencia de las estructuras. Entre discursos apaciguadores y clichés neoliberales, los mecanismos que sustentan el enriquecimiento de unos pocos sobre el empobrecimiento de los demás desaparecen de la vista. Por conformismo ideológico, la burocracia de la ONU retuerce la interpretación de los hechos.

Omite, por ejemplo, que el deterioro de la situación alimentaria se explica ampliamente por el retroceso de la agricultura campesina en favor del agronegocio. Bajo el empuje de las multinacionales de la agroalimentación se transforman millones de hectáreas de agricultura variada y ganadería en zonas francas “desfiscalizadas” donde se implantan monocultivos para la exportación. Esta política deja a los pequeños agricultores a merced de las fluctuaciones de los mercados internacionales. Secuestrada por la globalización, la agricultura local y campesina se hunde.

Para la ONU el cambio climático y las guerras de todo tipo son los principales responsables de la malnutrición. Pero esta imputación de la miseria humana a causas accidentales tiene el efecto de minimizar las causas estructurales, limpia de toda sospecha los mecanismos de la explotación capitalista y la mentira implícita es que las multinacionales no tienen nada que ver. Al contrario, la incriminación del cambio climático extiende la responsabilidad de la miseria al ciudadano de a pie. ¿El trabajador que utiliza su coche para ir al trabajo no es tan culpable como Monsanto?

No es culpa del cambio climático que miles de niños se vean obligados a trabajar en las plantaciones de cacao de Costa de Marfil. El sometimiento de ese pequeño país a las multinacionales del chocolate es directamente responsable. Su especialización en este monocultivo de exportación desde la época colonial le ha convertido en un apéndice precario de las economías desarrolladas. Sometido a las fluctuaciones del mercado y a las operaciones especuladoras, Costa de Marfil se empobrece para enriquecer a los accionistas, sin contar el efecto desastroso de las “curas de austeridad” impuestas por las instituciones internacionales.

País de una pobreza extrema, Malí está presa en la inestabilidad política y se enfrenta a una rebelión sobre la que se injerta el terrorismo. Pero el saqueo de sus riquezas mineras por parte de Francia no es ajeno a ese caos de seguridad. La rebelión tuareg se encendió cuando Areva firmó un acuerdo con Níger para la explotación de los yacimientos de uranio ignorando a las poblaciones nómadas. ¿Simple coincidencia? Los países del Sahel son los más pobres del mundo y las tropas francesas están más presentes que nunca.

Con su hipocresía habitual, la ONU olvida decir que el hambre reina en los países donde Occidente se ha dedicado a sembrar el caos. En Sudán del Sur favoreció una secesión catastrófica. En Somalia desplegó sus tropas y ayudó al estallido del país. En Siria atiza el fuego de una guerra interminable. En Libia destruyó un Estado soberano y entregó el país a las milicias. En Yemen suministra las armas con las que Riad masacra a la población civil. La ONU tiene razón cuando dice que las guerras han deteriorado la situación alimentaria. Ahora solo le falta precisar que esas guerras son las guerras imperialistas.

Bruno Guigue es profesor universitario de Filosofía en la isla de La Reunión, ex-alto funcionario francés, analista politico especializado en Oriente Medio. Es autor de cinco libros, entre ellos Aux origines du conflit israélo-arabe, L’invisible remords de l’Occident, publicados por L’Harmattan, y de numerosos artículos.


https://www.rebelion.org/noticia.php?id=235002

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