Camilo Zapata nació el 27 de septiembre de 1917, de modo que este mes se cumple el centenario de su nacimiento. Este debió haber sido un año dedicado a él.
Una moneda de oro conmemorativa, una efigie suya en un billete de banco, una estampilla de correos, una plaza con su nombre, o alguna calle.
Una estatua.
Celebraciones escolares, conciertos de sus composiciones musicales, programas especiales de radio y televisión, discos, videos.
Todo se lo merece. Pero hasta ahora lo único notable alrededor de este aniversario es el silencio.
Olvidarlo, es olvidar lo que somos.
Él se encuentra entre quienes nos han inventado como nación, hijos de esa identidad común que nace de la poesía, de la música, del habla popular.
Es mucho lo que le debemos los nicaragüenses, porque Camilo es uno de los creadores de nuestra identidad, de esa manera como nosotros mismos nos vemos.
Pertenecer a un lugar no es una abstracción. Esa pertenencia es una red muy sutil tejida de símbolos y sentimientos.
Y no estoy hablando de nacionalismos, cada vez más repulsivos y peligrosos, sino de esa afiliación voluntaria a la que entramos atraídos por la gracia de los sonidos y de las palabras, que traducen dentro de nosotros gentes, paisajes, recuerdos, nostalgias, estemos dentro del país o lejos de él.
La música de Camilo es parte esencial de eso que llamamos Nicaragua.
Es el creador no sólo de un género musical, el son nica, que se convirtió en nuestra marca de fábrica, o en nuestro hashtag, como diríamos hoy, sino que a través de sus composiciones Nicaragua despierta apenas suena un acorde suyo, como si dentro de nosotros Camilo tocara una cuerda maestra que nos hace vibrar.
Tuvo en un tiempo de su vida el oficio de topógrafo, y podemos verlo como un símbolo. Porque midió con su música el territorio nacional pulgada a pulgada, cerros y cañadas, cordilleras y llanos, páramos desolados y costas ardientes, tierras ganaderas y tierras de bruma, y siempre regresó con una canción prendida en las cuerdas de su guitarra.
Nuestra música nacional no existiría sin Camilo, el niño prodigio que a los 14 años compuso Caballito chontaleño, una maravilla de melodía y ritmo que copia un alegre trote a través de los llanos; y ese caballito criollo suyo, o corre sin jinete, libre de rienda, o lo monta en pelo el propio Camilo, agarrado de las crines.
No hay de otra.
Y qué decir de El solar de Monimbó, ese mural de encendidos colores de una fiesta en patio bien regado y apisonado, que incita a todos a lanzarse al ruedo al sonar de la marimba, tanto al que baila como un gallo remojado, como al que es capaz de desplegar su maestría en la punta de un ciprés.
Letras llena de picardía, como la de El nandaimeño, donde Camilo empieza a consumar su arte sutil del doble sentido, muy característico de su obra: quien se duerme en los pechos de Minga Rosa Pineda no puede llamarse sino Juan Beteta.
Son letras que nunca dejan de tener humor sonriente, y que llaman a la complicidad, sonriente también, de quien las escucha.
Pero no se agotó en el son nica. Tocó todos los registros posibles en su inmenso repertorio que supera las trescientas composiciones entre sones, valses, fox-trots, habaneras, tangos, pasillos, bambucos.
Bueno, querido Camilo nuestro, a lo mejor te has librado de la estatua que yo estoy echando en falta.
Una horrible estatua, de seguro. Para qué, en fin, homenajes, elogios, memorias, estatuas, monedas, billetes, discursos, aguantar certámenes, tarjetas, concursos.
La verdad es que vivir en la intimidad de cada quien, en sus nostalgias y sentimientos, es la verdadera inmortalidad.
Un disco tuyo “yo lo pongo cuando quiero oír tu voz, Dios lo quita cuando empieza amanecer…”.
Masatepe, septiembre 2017
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