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Sobre islam, violencia, democracia y laicidad


Muchas son las cosas que se han dicho en los últimos días desde que se produjeron los atentados en Barcelona. La mayor parte de ellas desalentadoras y deprimentes.

Recordar a estas alturas que ni, mucho menos, todos los musulmanes son terroristas o potenciales asesinos o acaso “cómplices” del crimen, parece una obviedad, pero se torna necesario volver a hacerlo una y otra vez, ante la avalancha de comentarios profundamente xenófobos que inundan el espacio de las redes sociales cada vez que sucesos como el de Barcelona tienen lugar. Las fobias sociales suponen juzgar a todas las personas que pertenecen a un determinado colectivo por el simple hecho de compartir un rasgo determinado en común que produce odio o rechazo. Para el caso que nos ocupa, la fobia hacia los musulmanes (islamofobia) implica juzgar a todas las personas que pertenecen al difuso conjunto “seguidores de la religión islámica” por su pertenencia a dicho conjunto, en lugar de juzgarlas por lo que dichas personas son, esto es, exclusivamente por sus actos y por sus méritos o deméritos individuales.

Cualquier fobia social, como se podrá comprender, es una actitud que atenta contra la dignidad de las personas porque no valora a éstas por ser lo que son, sino que las juzga a priori, atribuyéndoles sin más la culpa de una multitud de cosas por poseer cierto rasgo genérico que puede ser del todo irrelevante para la configuración de su carácter.

La islamofobia es el reflejo de la cristianofobia que practican los terroristas islamistas que ven en el “cristiano occidental” la encarnación misma del mal, y por tanto es tan irracional como ella. Cuesta entender por qué, si los occidentales consideramos, con buen criterio, que es injusto generalizar y acusarnos a todos de ser culpables de los males que padecen los musulmanes en otros lugares, algunos no estiman, en cambio, que sea una injusticia generalizar y acusar de la misma manera a todos los musulmanes de ser responsables de la violencia yihadista.

Sin embargo, la xenofobia sigue teniendo fuerte implantación entre la gente porque el “miedo al otro”, al diferente y al desconocido, es algo que está enraizado en la condición humana y que sólo con elevadas dosis de racionalidad y compasión puede ser superado. No es el actual escenario mundial un escenario apropiado para el repliegue de la xenofobia; más bien parece, por desgracia, que ésta crece de forma alarmante. Los medios de comunicación se encargan, además, de avivarla fomentando de la manera más irresponsable posible el discurso del odio.

La afirmación que, con todo, más peligrosa me parece es que “el problema es el islam”. Cuando esto se afirma, sin mayor matización, se hace una afirmación muy confusa que no atiende a la verdadera complejidad del asunto.

Porque, ¿qué se quiere decir cuando se afirma eso? ¿Acaso quiere insinuarse que el islam tiene en sí mismo algunas características propias que lo hacen incompatible con la democracia y la defensa de los derechos humanos?

Bosnia y Albania son países con mayoría de población musulmana, como lo son algunas repúblicas ex soviéticas, como Azerbaiyán, Kirguistán y Tayikistán. Son, sin embargo, países laicos. Turquía también lo ha sido por mucho tiempo aunque ahora mismo se encuentre en un proceso de retroceso preocupante.

La afirmación de que el islam como religión necesariamente lleva implícito el fundamentalismo y que, por tanto, es imposible que un país de religión mayoritaria musulmana se configure como un Estado laico es, por tanto, una afirmación directamente desmentida en los propios hechos. Olivier Carré demostró, además, en su ensayo El islam laico 1 que los grandes textos de la filosofía política islámica, lejos de establecer la confusión de lo religioso y lo político, instituyen su distinción.

Algunos afirman que el Corán es un libro que instiga a la violencia. Pero no es el Corán el causante de la violencia, como tampoco lo es la Biblia, ni ningún texto sagrado en sí mismo, sino quienes lo interpretan y, sobre la base de sus interpretaciones, encuentran una excusa para matar. Los textos no matan: matan las personas que los utilizan como vanos pretextos para sembrar el terror. En el Corán hay fragmentos que parecen justificar el uso de la violencia en nombre de la fe, es cierto, pero también los hay en la Biblia, y no por ello la mayoría de los cristianos en la actualidad encuentran justificada la guerra santa.

El problema de los textos religiosos -de todos ellos- es que recurren profusamente a la alegoría, al mito y al lenguaje metafórico y que fuera del contexto histórico concreto en el que fueron elaborados, pierden todo su sentido si no son explicados y contextualizados a la luz de la razón. Surgen, sin embargo, inevitables dificultades a la hora de establecer qué interpretaciones son las más correctas a propósito de ciertos pasajes, porque hasta cierto punto esas interpretaciones dependen, en muchos casos, de la “subjetividad” del intérprete. Como cualquier texto sagrado, el Corán es suficientemente oscuro y ambiguo como para proveer un campo infinito a la exégesis. Motivo por el cual los fanáticos de toda laya encuentran el camino despejado para hallar en determinados párrafos de los libros sagrados el fundamento indubitable de sus propias majaderías y el salvoconducto perfecto para sus crímenes de odio.

Ahora bien, el Corán es el mismo libro que leen y siguen miles de personas que no matan ni ven con buenos ojos a quienes lo hacen. Los musulmanes y musulmanas actúan respecto a él como consideran conveniente, de la misma forma que los cristianos respecto a la Biblia. El islam, además, es una religión plural y poco jerarquizada en la que coexisten una variedad de escuelas de interpretación que difieren entre sí en muchos asuntos. “El orden de los ulema está en su desorden”, dice un viejo dicho persa. No obstante, no hay en la doctrina islámica fundamental nada que justifique ni promueva la violencia ni la guerra contra los seguidores de otras confesiones religiosas.

Por consiguiente, no tiene sentido que busquemos en ningún papel sagrado ni en ninguna necesidad intrínseca las causas directas de la violencia cruenta que en el nombre de la religión islámica se desata. Eso no es ninguna explicación, sino una pseudo-explicación.

¿Diríamos que el cristianismo es “per se” una religión instigadora del odio porque a lo largo de la historia las muertes a manos de la Iglesia se cuentan por miles? Cristianos eran los nazis que exterminaron a millones de judíos en campos de concentración, también en nombre de la religión, porque su objetivo era hacer desaparecer al pueblo responsable de haber matado a Jesucristo. (“Estoy convencido de que actúo como agente de nuestro Creador. Al combatir a los judíos estoy haciendo la voluntad del Señor”, llegó a afirmar Hitler.) A menudo nos olvidamos de que la Europa cristiana estuvo a punto de perecer por las guerras de religión que asolaron al continente en los siglos XVI y XVII. Las Cruzadas emprendidas para propagar el cristianismo respondían asimismo a una concepción de la religión eminentemente belicista. Actualmente, los episodios violentos entre hindúes y musulmanes son abundantes en la India. El judaísmo en sus versiones más extremas no es menos violento, y sostiene además un Estado (el de Israel) basado en una idea etnocéntrica. Incluso los aparentemente pacíficos budistas marginan y masacran a otros, como prueba la persecución que sufre en Birmania por parte de ellos la minoría rohingya, de religión musulmana.

Todas las religiones tienen y han tenido siempre una tendencia inevitable hacia el fanatismo. Pero lo que marca la diferencia entre unas y otras es el contexto social y cultural en el que se desenvuelven. Las religiones procuran siempre ser funcionales a los sistemas sociales en los cuales se encuentran insertas. Son como sistemas vivos, que nacen, se desarrollan y mueren, y en el transcurso de su desarrollo pueden conocer múltiples variaciones, yendo desde el fundamentalismo hasta la apertura y viceversa.

Cuando a una religión se le quita poder político, no le queda otra alternativa que aminorar su capacidad de violencia para poder adaptarse al nuevo contexto. Esto es justo lo que ocurrió en Europa en el siglo XVIII con la irrupción de la Ilustración y la expansión del ideal democrático universalista basado en la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos. Dicho ideal exigía la separación del poder político y el poder religioso, la generación de una nueva ética cívica y la liberación de la enseñanza del yugo opresor de la doctrina religiosa. Si en el siglo XVI, a la vista del panorama europeo, a alguien le hubieran preguntado si era capaz de concebir la religión cristiana desde parámetros de paz y respeto, le habría parecido del todo inverosímil tal posibilidad. Sin embargo, desde el preciso instante en que a la Iglesia se la apartó del poder político y se la despojó de los privilegios que venía atesorando, ésta se vio obligada a transformarse y plegarse a las nuevas necesidades y demandas de un nuevo concepto de ciudadanía, secularizado, en el que la religión ya no jugaba un papel preponderante. El Concilio Vaticano II fue el epítome de este proceso.

Lo mismo podría ocurrir en los países de religión islámica y en el resto de los lugares del mundo donde hay presencia de otras religiones. Que esto sea o no sea así depende en último término de factores de desarrollo histórico y social.

Las condiciones de vida de la mayoría de los países musulmanes hoy en día se explican, en parte, por el estancamiento social que la propia religión acarrea, pero la expansión y vigor del integrismo religioso en la actualidad se explica, a su vez, por otra serie de consideraciones históricas. Durante el siglo XX hubo un poderoso movimiento dentro del islam que pujó por la laicidad y las ideas ilustradas. Abdel Nasser en Egipto, por ejemplo, persiguió al núcleo duro de Los Hermanos Musulmanes, a quienes calificó de “mentes retrógradas” que anhelaban regresar a los “Tiempos de la Ignorancia”. Defendió, asimismo, la libertad de las mujeres y criticó la obligación de cubrirse con el velo. El panarabismo fue una ideología que supuso un revulsivo para la emancipación de los pueblos del Magreb y Oriente Próximo y se alimentó en buena parte de ideas socialistas que pretendían acometer profundos avances para sus naciones. Este impulso de libertad y de desarrollo se cortocircuitó, en cambio, porque EE.UU y Europa lucharon contra ello, ya que no querían naciones musulmanas ilustradas y soberanas, sino pueblos debilitados y vasallos para poder extender en ellos más fácilmente su hegemonía post-colonial.

Los asesinos que ponen bombas, acuchillan o atropellan a personas lo hacen por voluntad propia y no forzados por nadie que les obligue a ello. Son, por ello, enteramente responsables de los actos que cometen. Pero eso no significa que no podamos analizar las causas políticas, económicas y culturales que concurren en el fenómeno del terrorismo islamista en cuanto tal fenómeno social, que por ser social tiene una naturaleza propia distinguible de la mera suma de acciones individuales. La responsabilidad individual sobre las acciones propias es compatible con la explicación causal de los hechos sociales.

Mario Bunge, filósofo materialista, en su vasta obra A la caza de la realidad, dice:

“ (…) los grupos terroristas habitualmente atraen gente de diferentes orígenes y es un mecanismo de los débiles para satisfacer de una sola vez reclamaciones de varios tipos: económicas (recursos naturales o puestos de trabajo), políticas (orden social) y culturales (especialmente religiosas). Con seguridad, toda campaña antiterrorista que no haga nada por dar respuesta a las quejas genuinas, funcionará, en el mejor de los casos, a corto plazo y a costa de las libertades cívicas.

En general, los problemas sistémicos exigen soluciones sistémicas y de largo plazo, no medidas sectoriales y miopes. En particular, la violencia social surge de barreras nosotros / ellos. Por lo tanto, se aborda mejor ese problema eliminando las barreras en cuestión. ” 2

“ El terrorismo político no solo es multinivel (micro y macrosocial) sino también multifactorial: político, económico y cultural. En consecuencia, el comprenderlo exige un enfoque sistémico. ” 3

Los terroristas islamistas no han salido de la nada. Salen de los barrios suburbiales de las grandes ciudades en los que la miseria y el fracaso escolar estimulan la criminalidad y perpetúan la falta de integración de los jóvenes en la sociedad. O de mezquitas radicalizadas, financiadas por Arabia Saudí o Qatar, que difunden la ideología salafista o la wahabbista, las más extremas de las versiones del islam. O de los centros de reclutamiento que, por ejemplo, mantiene el Estado Islámico, apoyado económica y logísticamente entre otros por Arabia Saudí 4 , esa teocracia atroz que suscita todas las simpatías y los parabienes de EE.UU. y Europa, y a la que España vendió entre 2014 y 2016 cerca de 900 millones en armas, según datos de Amnistía Internacional 5 . ¿Y de dónde viene el Estado Islámico? El propio gobierno de los EE.UU. armó a las milicias integristas que ahora lo componen con el objetivo de desestabilizar la zona 6 . La guerra de Irak en 2003, provocada por la intervención de EE.UU. con el apoyo de los gobiernos de Reino Unido y España, causó la devastación total del país y lo convirtió en un páramo sembrado de odio y rencor, que fue el caldo de cultivo idóneo para el surgimiento de los grupos fanáticos que ahora se vuelven contra los intereses occidentales.

La evolución del islam en el mundo actual depende de la relación de fuerzas que en el momento presente y en el futuro seamos capaces de propiciar. Existe hoy en día una parte de la población musulmana moderada, defensora de los derechos humanos y enemiga de la barbarie. Quienes son partidarios de las ideas más avanzadas en democracia o justicia social, sufren a menudo en sus propias carnes la persecución y las consecuencias del terror y apenas tienen visos de esperanza por lograr un cambio en sus países porque no cuentan ni siquiera con el apoyo de los países occidentales. Ellos, los musulmanes moderados que desean vivir en paz y en libertad, son las primeras víctimas que se cobra el integrismo islámico allá donde éste se propaga. Por eso a menudo huyen del infierno que padecen en sus tierras buscando lugares más seguros para sus vidas, y finalmente se encuentran con la incomprensión y el rechazo también en los países de acogida.

Que la relación de fuerzas sea o no sea favorable a los sectores más moderados, ilustrados y críticos de cada país musulmán dependerá, a su vez, de los movimientos que, también desde los países occidentales, seamos capaces de realizar. Por el momento esa relación de fuerzas es, por lo que sabemos, completamente desfavorable a esos sectores. Y continuará siéndolo mientras la política internacional promovida por EE.UU y sus aliados siga siendo la demencia criminal que actualmente es.

¿Qué puede hacerse para revertir la dinámica actual que alimenta el extremismo religioso y el terrorismo asociado a él? Enumeraré solamente algunas cosas:

Hacer un llamamiento al alto el fuego en todos los frente de la guerra en Siria salvo en los que se lucha contra Estado Islámico.

Cortar las fuentes de financiación y abastecimiento de los grupos terroristas.

Acabar con sus redes de reclutamiento y adoctrinamiento.

Apoyar a los sectores más avanzados, ilustrados y democráticos de los países del mundo musulmán.

Retirar todo tipo de apoyo a aquellos gobiernos que alientan y financian la proliferación del fundamentalismo religioso y el terrorismo yihadista, como es el caso de Arabia Saudí y otras monarquías del Golfo Pérsico.

Proteger a los refugiados.

Acoger solidariamente a los inmigrantes procedentes de los países árabes y promover actividades de encuentro, entendimiento e intercambio entre ellos y nosotros, con objeto de aislar a los terroristas, para que ningún inmigrante pueda, al sentirse excluido e injustamente tratado, tener la tentación de unirse a ellos.

Luchar contra la ignorancia y la desigualdad, tanto en los países musulmanes como en los occidentales.

Proporcionar de una vez por todas una solución dialogada y justa para todos en el conflicto palestino-israelí y forzar a ambas partes para lograrlo.

Buscar formas de energía alternativas al petróleo que permitan reducir, progresivamente, la dependencia de las potencias occidentales respecto a los países del mundo árabe, con el fin de reconfigurar la relación de fuerzas y restar poder a los regímenes fundamentalistas que ahora se enriquecen gracias al negocio del “oro negro”.

Éstas y otras son algunas de las medidas que podríamos empezar a tomar desde ya mismo como parte de una estrategia eficaz de lucha contra el terrorismo yihadista a largo plazo. Pero es evidente que son medidas que afectan de lleno a los intereses mezquinos de grandes grupos de poder que no quieren renunciar a su status quo .

Notas

1 Olivier Carré, El islam laico: ¿Un retorno de la Gran Tradición? , Bellaterra, Barcelona, 1997

2 Mario Bunge, A la caza de la realidad , Gedisa, Barcelona, 2006, pp. 185 - 186

3 Ibid., pp. 255 - 256





http://www.rebelion.org/noticia.php?id=230585

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