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Colombia: 46 líderes asesinados evidencian una política del horror

La política del horror da cuenta de 46 seres humanos, hombres y mujeres, asesinados en los 150 días de 2017, por su probada dedicación a la defensa de derechos humanos y su calidad de líderes sociales de profundas y reconocidas convicciones éticas.
El solo dato impacta y debería provocar el repudio unánime de partidos, academias, medios, iglesias y promover una reflexión por el real sentido del valor de la vida en un país ad portas de cerrar la guerra.

 La paz avanza lenta por entre caminos inhóspitos pero podrá ser estable y duradera si los componentes del estado se vuelcan a impulsar una cultura de derechos que preserve la vida de sus líderes y reafirme la implementación efectiva y material de los acuerdos entre estado e insurgencia, eliminando las barreras que los beneficiarios de la tragedia impulsan tratando de: invalidar el espíritu de paz, presionar a una renegociación jurídica y moral de lo acordado e impedir que los sectores populares tengan existencia política.

Detrás de 46 líderes asesinados hay más que una estrategia de eliminación de líderes sociales y defensores de derechos y no es solo un reto teórico[1][1], si no también practico indicar que hay una política de muerte (aunque no cumpla los requisitos formales) que tiene misión. 

Visión, estructura, metas, responsables, recursos, tiempos, modos de acción, actores y territorios en los que se ejecuta el programa de guerra sucia orientada por los “defensores” de los privilegios que les ofrece el capital y el poder. 

No hay hechos aislados, hay conexión orgánica entre política de horror, capital y poder político y persiste una tendencia de resultados con datos como que “En los últimos 14 meses hubo 120 homicidios de defensores de derechos humanos y líderes sociales, además de 33 atentados y 27 agresiones a este mismo grupo poblacional (defensoría, elheraldo.co/marzo 3, 2017)"; “Entre 2002 y 2016 hubo 558 líderes sociales asesinados (verdadabierta.com)”; en abril de 2017 fueron asesinados más de 10 indígenas awua, woman y kite kiwe (Amnistía) y “Van 2500 sindicalistas asesinados en 20 años (verdadabierta.com)”.

 Queda al descubierto un continuum de barbarie que remite a advertir un genocidio en marcha, un plan de exterminio sistemáticamente ejecutado contra personas protegidas e indefensas que conforman una comunidad política llamada sociedad civil. 

Los 46 líderes y defensores fueron asesinados en lugares precisos de una geopolítica de riqueza estratégica y en el momento político concreto en que se construye paz en los territorios y la verdad contada por otras voces saca a flote las reales intenciones y a los responsables del horror padecido.

La tragedia es más grave que la que nos acostumbraron a mirar en otras latitudes, porque en un contexto de paz el asesinato de un líder es aún más condenable que en época de guerra, es un agravio a la humanidad sobre todo porque ocurre como parte de una política que se creía superada.

 En la guerra las muertes de líderes y defensores inocentes fue negada, los victimarios condecorados y los agraviados humillados, las victimas acusadas de terroristas y guerrilleros para justificar el orden criminal, pero en época de paz la víctima, el victimario, la sistematicidad del horror y el móvil político y social del exterminio son visibles, aunque funcionarios del estado, -que guardan lealtades personales a las elites-, sigan creyendo que perseguir y eliminar líderes y defensores de derechos es normal porque según sus creencias, cuestionan o ponen a debate el orden natural de las cosas y enfrentan a las jerarquías del poder y por ello ese es el precio de sus conductas desobedientes.

 Sin embargo es momento para llamar a las instituciones a abandonar esa mentalidad, a superar el código de guerra amigo-enemigo, y entender que al país entero arrastra la vergüenza de ser el país en el mundo que más asesinatos de líderes sociales ha producido en tiempos de guerra y ahora está produciendo en tiempos de paz. 

Matar a los defensores del bien común, de lo justo y lo correcto, por reclamar del estado respetar, hacer respetar y ofrecer garantías a los derechos es un crimen genocida.

Aunque no haya leyes concretas ni órdenes expresas que promuevan el horror, el estado es el primer responsable estos crímenes sistemáticos que anuncian la existencia de una política criminal de exterminio. 

Los ejecutores del horror son apenas piezas brutas del engranaje del poder.

No se ejecutan homicidios aislados, ni inconexos, hay secuencia, tendencia e intencionalidad y por los rasgos y características del modus operandi descubren que hay una estructura paramilitar encargada de las ejecuciones, que controla una máquina de aniquilamiento, no para combatir enemigos, si no para provocar terror, imponer miedo, seleccionar y organizar la matanza de humanos indefensos como si mataran animales, han asesinado por degüello, picado cuerpos a machete, descuartizado con motosierras, torturado, mutilado y violado, pero nunca enfrentado a un líder social en combate alguno, porque ninguno de los dos va al combate, los asesinan en calles, universidades, campos de cultivo, barrios populares, oficinas y sedes sindicales. Son crímenes de odio, para los que no importa si lo comete un cazador solitario o un grupo de inhumanos, drogados o enardecidos vengadores, lo que cuenta es el plan, la intencionalidad y el móvil político de exterminarlos por ser líderes. 

Y ese plan activa a la máquina de horror sea como banda, grupo o clan en connivencia o aquiescencia del estado.

En la política genocida no hay odio personal, ni cuentas por cobrar, ni desadaptados, ni obsesivos con ganas de matar, debajo o detrás hay un estructurado y consiente programa de odio racial, étnico, político, sexual, social o ideológico, que sale de los centros de mando de la política tradicional cuyos intereses económicos y desprecio por la vida humana coinciden en borrar de la historia a rebeldes y adversarios.

 Ideológicamente han acostumbrado al país a ver morir violentamente a sus líderes, a contar a sus muertos y a olvidarlos, a perder el asombro ante cada masacre superior en crueldad a la anterior y a convivir con resignación sin reparar en la proximidad entre el asesino y la víctima.

Es hora de que el presidente jefe de estado y de gobierno y su bancada temporal en el congreso convoquen a los otros poderes del estado a respetar los acuerdos de paz alcanzados, que son el sustrato político y social del derecho humano a la paz conquistado y desmonten sin dilación la política del horror, reconozcan y detengan el genocidio en marcha contra líderes, defensores de derechos y adversarios políticos. 

El gobierno sabe y bien conoce del libreto criminal del genocidio cuyo relato empieza cuando unos poderosos invitan a sus amigos a un almuerzo, una fiesta o una reunión social y les cuentan historias[2] y entre risas y bromas configuran a enemigos tildados de ateos, comunistas, guerrilleros, homosexuales, negros, indios o campesinos, a los que marcan con la señal de peligrosos para sus intereses.

 Los que oyen se lo cuentan a otros, hasta que alguien actúa, amenaza, persigue y mata, como si lo hiciera por cuenta propia, como si estuviera cumpliendo una misión de su destino personal. Esa es la sistematicidad y a ese responsable no se les puede buscar con las mismas herramientas que ofrecen como criminales. 

Los 46 asesinados en 2017 y los cientos en este siglo, no son homicidios simples producto de odios individuales, ni de desquiciados veteranos de guerra, son una parte estructurada de un genocidio en marcha contra un tipo de seres humanos que responden a una lógica de adversarios políticos y sociales, asesinados por una ideología y prácticas de ultraderechas incrustadas en el poder, cuya mayor victoria ha sido dividir a sus víctimas, ponerlas en contradicción y lucrarse de ellas convertidas en su multitud de fieles electorales.

Multitudes negadas

Los líderes sociales, hombres y mujeres de todas las latitudes están hoy al frente de una diáspora nacional de movilizaciones sociales provocadas por la negación de derechos, el déficit de democracia, la corrupción y el clientelismo. Son multitudes negadas, invisibilizadas. 12 días de paro, miles de vehículos estacionados en la vía al puerto más importante del país (Buenaventura), cientos de indígenas apostados en carreteras, campesinos y afros movilizados, los tres hacen parte de un mismo grupo de olvidados unidos en una insurrección desarmada. 10 días de paro cívico en el Choco. 10 días de paro nacional con miles de maestros en las calles y cese de actividades de 350.000 profesores y 8 millones de estudiantes. 

Bloqueos, plantones, marchas de centrales obreras, reclamantes de salud, educación, guardianes, jubilados y desalojados de sus viviendas, DIAN, Bienestar. Protestas contra la corte constitucional por sus decisiones adversas a la paz. Protestas y mítines universitarios contra la privatización y la pérdida de autonomía...una guerrilla en asamblea permanente y otra en conversaciones de paz. 

Hay también oportunistas políticos, gases lacrimógenos, gases pimienta, tanques de guerra y tanquetas de agresión, aeronaves de guerra, avión fantasma, policía de choque y motorizada, infiltrados, fuerza desbordada, muertos, heridos desaparecidos, detenidos y judicializados reclamantes de derechos... Hay un país en revuelta pero faltan los medios, ¿dónde están los medios? 

¿Dónde sus lentes que no ven a estas multitudes?

 ¿Dónde sus micrófonos que no escuchan los susurros de este pueblo? ¿Por qué de esto no hablan los medios ni se preguntan por los causantes del horror?

[1] Una Fundamentación, puede hallarse en mis libros Teoría de DDHH y políticas públicas (2006); Derechos humanos, capitalismo global y políticas públicas (2006); Lectura crítica de los derechos humanos a 20 años de la constitución colombiana (20011, colectivo)


[2] En el film: Carta a una Sombra (Colombia 2015), homenaje a Héctor Abad, hay expresiones que condensa mejor esta afirmación 

http://www.alainet.org/es/articulo/185633

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