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La Historia pocas veces bautiza: Augusto César Sandino.


Como Rubén, aquel niñito de Niquinohomo se encargó, años después, de escribir su nombre con caracteres de gloria


Augusto César Sandino 
Edwin Sanchez | 20/02/2017

I

Siempre escuchábamos su nombre con respeto. 

Fue prohibido durante 45 años de somocismo, pero a pesar de todo, llegó hasta nosotros completo. 

Y su imagen que trató de ser escarnecida, su gesta deformada y su existencia borrada de la memoria mundial, perduró bien formada, íntegra, heroica, con todas las letras de su sacrificio: Augusto César Sandino.

Por eso, el Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias, clamó: “¡Hablad en las plazas, en las universidades, en todas partes, de ese General de América, que se llamó Augusto César Sandino!” (Prólogo a “El Pequeño Ejército Loco, Sandino y la operación México-Nicaragua”, Gregorio Selser, Buenos Aires, noviembre de 1958).

Se llamó, se llama Augusto César. Poder de la palabra, sabiduría del segundo Nobel de Latinoamérica. Voces magnas que usa la Historia para reconocer a sus mismos hacedores: la primera galardonada en Nuestra América por la Academia Sueca, Gabriela Mistral, ya había condecorado a quien encarnó la digna esencia de Nicaragua.

Son pocos los que se ganan su nombre en el fragor de las batallas, en medio del peligro y la muerte. 

O, para ser más enfáticos, soportar los primeros bombardeos aéreos sobre la humanidad, el 16 y 17 de julio de 1927.

En Ocotal, la aviación norteamericana descargó la orden, no del pueblo ni de honorables senadores de Estados Unidos, sino del presidente Calvin Coolidge: acabar con el General de Hombres y Mujeres Libres.

II

El historiador Aldo Díaz Lacayo sostiene que Sandino “contrajo el apellido materno a la letra inicial para convertirse en Augusto C. Sandino, que la imaginación popular convirtió automáticamente en Augusto César Sandino, para disfrazar su identidad después de herir de bala a un adversario en 1921, y que lo obligó a huir de Niquinohomo (“Gobernantes de Nicaragua”, p. 132).

Disiento de este notable letrado sandinista. No se trata de “imaginación”: es pura certeza. 

Tampoco el hijo de don Gregorio Sandino se vio obligado a alterar su partida de nacimiento por un pleito, en el atrio de la iglesia de Niquinohomo, con Dagoberto Rivas. 

Este lo engañó al venderle frijoles en mal estado (José A. Gallegos Borgen, 2004).

No fue de la anécdota del 20 de junio de 1920, después del rosario del Corazón de Jesús, que brotó el nombre; surgió de la mismísima Historia: expulsó a los USMC de Nicaragua. Antes nadie lo había hecho en el mundo.

Conocido como Augusto César en América, desde personalidades de Europa hasta los destacamentos nacionalistas de China, nunca debió aclarar nada. Hombres de prensa de la calidad de Ramón de Belaustetigoitia así lo testificaron. 

O a la misma poeta Mistral –ella misma nacida Lucila Godoy Alcayaga–, Premio Nobel en 1945, nunca habló de ningún Nicolás.

El General, indistintamente, firmaba AC Sandino, Augusto C. Sandino, César Augusto Sandino y Augusto César Sandino. Su autógrafo, en pleno dominio de su destino, nunca fue Augusto Nicolás…

III

Félix Rubén García Sarmiento llegó a ser Rubén Darío. Y Augusto Nicolás Calderón Sandino, Augusto César Sandino. Nadie discute sus nombres de pila. Es lo que inscribieron sus padres, ante la Iglesia y el Estado, conforme a la costumbre. Mas ellos no nacieron para ser parte de la tradición.

A seres extraordinarios como ambos no se les puede medir con la misma vara del determinismo que tanto ha postrado a nuestras sociedades desde la colonia: así nacieron así se quedaron.

Como Rubén, aquel niñito de Niquinohomo se encargó, años después, de escribir su nombre con caracteres de gloria.

 Por supuesto, no era su razón de ser, sino la consecuencia de su noble Causa.

No es casualidad, sino causalidad, que los dos formadores de la nacionalidad nicaragüense contaron con nombres estrechos que sus biografías siderales, rezumantes de Patria, trascendieron.

Mensaje al alimón de Darío y Sandino a Nicaragua: Transformación. Siempre más allá.

IV

Cuando se inician las pláticas oficiales de paz, los hombres de Estado asumen que las fuerzas antiimperialistas son comandadas y representadas por el General Augusto César Sandino. 

Para todo efecto, en cartas, documentos, diálogo, encuentros en Casa Presidencial, etc., la legitimidad del revolucionario es evidente.

El ministro Sofonías Salvatierra, por ejemplo, en carta del 8 de enero de 1933, dirigida a don Salvador Calderón Ramírez, General Horacio Portocarrero, doctor Escolástico Lara, Pedro J. Zepeda, expone: “El 23 de noviembre próximo pasado me dirigí por carta al General Augusto César Sandino, informándole de una serie de trabajos patrióticos iniciados y llevados a su mayor desarrollo por elementos destacados de todos los colores políticos…” (“Últimos días de Sandino”, Salvador Calderón Ramírez, p. 34).

Sandino fue un visionario. Sabía que sus páginas no se terminarían con él, y que otros las seguirían escribiendo, como bien lo profetizó. 

De no ser por estos componentes de su personalidad que lo distinguían –su inteligencia, su sentido de la realidad y la capacidad de ver más allá– sus fuerzas habrían sido conocidas con un apelativo que no llevaba rumbo ni historia: “Los Calderonistas, liderados por Augusto Nicolás…”.

Anastasio Somoza García fustigó al patriota por identificarse como Augusto César Sandino. A las ignominias vertidas por los presidentes de Estados Unidos, Calvin Coolidge, Herbert Hoover, y el Nueva York Times, de que era un “bandido”, agregó una peor: que el General se avergonzó de su madre, quitándose el apellido. 

Pero si Somoza asesinó al Héroe, cómo va a hablar bien de él. No tiene sentido rebatir tal infamia.

V

Carlos Fonseca no era un equivocado. En sus anotaciones y referencias conservó la gracia del Héroe de Las Segovias. 

Por ejemplo, escribió: “Hermano, llamaba Augusto César Sandino a quienes lo acompañaban empuñando el fusil guerrillero en la resistencia contra los agresores yanquis” (Selección de pensamientos de Carlos Fonseca, del Instituto de Estudio del Sandinismo, 1982).

El fundador del Frente Sandinista consideró valioso el libro “El Calvario de Las Segovias”, atribuido a Somoza García, en el sentido de que el dinasta, pretendiendo ultrajar post mortem a Sandino, proporcionó una cantidad de archivos del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional.

De esa documentación podemos mencionar algunas que dan fe que el General firmó y afirmó el César.

 Una Circular dirigida desde el Cuartel General a los jefes del EDSN el 16 de octubre de 1930, así lo confirma. El 27 de septiembre de 1932, estampa la misma rúbrica.

En 1932, hay otra Circular suscrita de la misma manera.

 En una carta remitida a Señora Doña María de Altamirano Campos, de la Columna de Operaciones del General Altamirano, el 19 de junio de 1932, la firma destaca sobre el nombre mecanografiado, con el sello del EDSN.

Entre otras comunicaciones, vemos la fechada el 3 de junio de 1932, cuyo destinatario es el Señor General Francisco Estrada, de la Columna Expedicionaria número 3.

Sin agotar el amplio legajo postal –Sandino fue un escritor, muy plástico además– anotamos las dirigidas al Señor Gustavo Alemán Bolaños, Guatemala, el 9 de agosto de 1931, con sus inconfundibles trazos. Otra al Señor Coronel Abraham Rivera, Río Coco, febrero 21 de 1932.

Sandino se ganó su nombre. Somoza, lo perdió. 

El presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, hizo un retrato hablado del autor material del magnicidio: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

La Historia también tiene sus voces menores para decir sus cuantas verdades.

Pocas veces la Historia Universal se toma el trabajo de bautizar a los grandes hombres y mujeres, merced a sus méritos. 

La lista de los privilegiados es corta, pero intensas sus vidas.

Augusto César Sandino es uno de ellos.

ale

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