Pablo Gonzalez

Algunos apuntes para una sociología del consumo

El reducto del Homo Economicus: utilitarismo y teorías económicas clásicas. 

El estudio del consumo ha sufrido, desde sus épocas más tempranas, una doble acotación de índole político-económica que, como más adelante veremos, hunde sus raíces ideológicas en un interesado juego de parcial ocultación de la estructura socioeconómica en que se sustenta. 

Comúnmente su estudio ha sido entendido como perteneciente de forma “natural” a la disciplina económica, y sus explicaciones como el resultado de agregados de acciones individuales principalmente orientadas a la demanda.

 Así pues, el consumo sería el resultado de la demanda agregada que, sobre los mercados, realizan los actores racionales en el marco del juego económico regido por las leyes “puras” de la economía capitalista.

Por lo tanto, en la teoría económica clásica encontraríamos una curiosa inversión: el consumidor soberano queda subordinado a los mecanismos del sistema productivo, al cual responde accediendo mediante la renta (su capacidad de compra) con las consabidas lógicas del mercado:

“Para estas teorías, la variable o factor fundamental es la renta, ya que todo lo producido se puede comprar, rigiéndose por unas leyes tan importantes como las leyes naturales, como son la autoregulación del mercado y las leyes de la oferta y la demanda, en un marco de libertad del mercado sin ningún tipo de intervención.”1

Este corpus teórico, sostenido sobre la equivalencia del consumo a un desarrollo mecanicista de las convenciones de la teoría económica clásica, se mantiene incluso en la potente y revolucionaria crítica que Marx realizó sobre los estudios que le precedieron, quedando los valores de uso (satisfacción de la necesidad dada) y de cambio (valor del bien en el mercado) subsumidos en la subrrogación del consumo a la producción, aquella que crea la necesidad:

“Para el economista, el asunto estriba en la utilidad: el deseo de determinado bien específico, con el objeto de consumirlo, es decir destruir su utilidad”2

El utilitarismo clásico se convierte en el núcleo explicativo, fuertemente respaldado por la posición hegemónica que ocupan las teorías de la acción racional dentro de las ciencias económicas desde hace tres cuartos de siglo; y que ha ido impregnando con bastante éxito disciplinas afines, reificada como teoría general del comportamiento humano.

El Ser, el consumidor, movido por el afán de la maximización de beneficios y reducción de costes (deducidos de la primacía de la elección racional) se aproxima al consumo desde dos variables fundamentales: poder adquisitivo y preferencias personales. 

Todo ello orientándose a un fin único: obtención de la máxima utilidad y la máxima satisfacción. Un Homo Economicus en un Mercado Perfecto.

Las necesidades son ilimitadas e independientes del contexto social y, como las preferencias, no formarían parte del objeto de estudio de la ciencia económica. Son puramente subjetivas y no hay diferencia analítica con la objetividad de las mismas. 

De este modo “el error”, la falta de de racionalidad en la elección, queda simplista y oscuramente explicado por los fallos en la voluntad del actor, por su debilidad. Se elude de este modo el componente grupal de la “irracionalidad” electiva. 

La perspectiva macro-económica: caracterizaciones del productor-consumidor según los modos de producción capitalista y la extensión del consumo de masas. 

Desde una óptica macro-económica e histórica el consumo está caracterizado por las distintas etapas de evolución del sistema capitalista y las necesidades que su desarrollo ha impuesto a individuos y sociedades. 

En los estadios iniciales podemos hablar de “sociedades de productores” –siglo XIX– en las que grandes masas de ciudadanos, integrantes de las primeras civilizaciones fabriles, mantienen una economía de supervivencia con salarios muy bajos y una considerable cantidad de autosuficiencia (no electiva pero sí efectiva) en productos de primera necesidad: alimentos básicos y cuidados muy elementales en ropa e higiene.

“Cuando se llega al estadio industrial cuasi pacífico, con su institución fundamental de la esclavitud que considera a los siervos como cosas, el principio general más o menos rigurosamente aplicado es el que la clase industrial baja debe consumir únicamente lo necesario para sus subsistencia.”3

Los obreros son una gran masa de trabajo, no una masa de consumidores. El consumo, entendido como fenómeno social a gran escala, es un hecho relativamente marginal. No quiere decir esto que no exista un mercado de intercambio de bienes y servicios, sino que se caracteriza por un nivel bajo de institucionalización, más cercano a los ámbitos de las economías informales que a mercados estructurados.

“[…] el primer capitalismo industrial, cuyo nivel de consumo obrero estaba presidido por la manufactura artesanal y por los productos eminentemente agrarios, muchas veces obtenidos fuera de cualquier circuito mercantil, y en el que las necesidades de un hogar obrero se reducían a los alimentos básicos, adquiridos en formas casi siempre no procesadas, como carbón, velas, papel, alcoholes destilados y fermentados, melazas, tabaco, tejidos (la demanda textil era pequeña pero bien desarrollada a nivel global), y, por fin, unos pocos objetos de consumo duradero que en los mejores casos podían llegar a lámparas de aceite, relojes y unos sencillísimos muebles de uso suprageneracional.”4

El modo de producción determina estas sociedades de productores-esclavos, en que las fases tempranas de industrialización llevan a la fabricación en masa de materias primas y objetos sencillos. Estos bienes propios del sector primario, enfocados a una economía escalar, satisfacen las necesidades de unas naciones que empiezan a competir fuertemente en mercados globales ligados al imperialismo colonialista y las múltiples guerras, auténticos motores económicos de la época.

“Durante la mayor parte de la historia moderna (vale decir la era de las gigantes plantas industriales y los multitudinarios ejércitos de conscriptos), la sociedad interpelaba a casi la mitad masculina de sus integrantes en tanto productores y soldados, y a casi toda la otra mitad (femenina) primordialmente como sus proveedoras de servicios por encargo.”5

Esta lógica de connivencia de los Mercados y los Estados actúa como bisagra en la masiva y revolucionaria socialización derivada del proceso de racionalización de las fuerzas productivas, orientada a la transformación generalizada de poblaciones rurales en fuerza de trabajo industrial. Una socialización que, por supuesto, opera material y cognitivamente: migraciones masivas del campo a las pujantes y crecientes urbes, nuevas configuraciones espaciales de las mismas –especialmente en sus extrarradios–, la fábrica como unidad productiva y como centro social de servicios y comunitarización; y también una nueva cultura del trabajo, originada en la ética protestante “como espíritu del capitalismo” en palabras del propio Max Weber, caracterizada por la resignación, la sumisión, la rutina y ausencia de goce.

Este capitalismo, que podríamos denominar “imperialista”, alcanzó un punto de inflexión para los primeros años del siglo XX debido principalmente a dos motivos, a saber: imposibilidad de continuar con el expansionismo global y el agotamiento por saturación de las innovaciones tecnológicas que posibilitaban los incrementos de productividad fabril. Así pues, el sistema se enfrentó a una crisis de tipo estructural que necesitaba de una profunda reconversión para ser superada. Una transformación que supuso la progresiva y definitiva penetración de capitales excedentes hacia el sector de los bienes de consumo (más allá de los de primera necesidad), generando un nuevo mercado que se convertiría en salida y fuente del nuevo estadio del capitalismo. Se conforma así un nuevo orden: asistimos al nacimiento de la sociedad de consumo.

“La aplicación de los excedentes tecnológicos de la segunda revolución tecnológica al sector de bienes de consumo (una vez generalizados, y, en buena medida, agotados sus efectos en el sector que produce medios de producción) se acaba centrando en la producción rentable de automóviles y en el principio de la producción de aparatos eléctricos para el hogar.”6

Como muy bien señala el historiador Eric J. Hobsbawm se produce in giro hacia los mercados interiores con la creación de una nueva demanda doméstica de inmenso potencial. Una vez más, quedan fortísimamente imbricados capital y guerra, en este caso la I Guerra Mundial.

 La primera guerra moderna a escala cuasi planetaria con nuevas formas y sobretodo nuevas amas cuyos avances tecnológicos son reconvertibles hacia bienes de uso doméstico:

“La producción de obuses, cartuchos, fusiles, ametralladoras en afluencia ininterrumpida, provocó la multiplicación, en 1914-1918, de las máquinas-herramientas semiautomáticas y la invasión del taller del obrero especializado. El automóvil ensamblado en cadena en la fábrica Ford en vísperas de la guerra se convirtió en un producto de gran consumo gracias a ésta.”

La incipiente aparición de mercados interiores de consumo de bienes representa un campo inexplorado de incalculable potencialidad económica, abriendo las puertas para una reconcepción de las formas de trabajo. La máxima finalidad es la producción seriada de grandes cantidades de productos a un precio relativamente bajo.

Para ello queda establecida una nueva modalidad de la división técnica del trabajo: los conocidos sistemas fordistas y tayloristas, que tuvieron espectaculares efectos en la productividad y por consiguiente en los precios. Queda habilitada así la fabricación de mercancías destinadas a un consumo masivo, a un consumo obrero.

“Estamos, por tanto, ante la generación de bienes de relativamente bajo valor individual, pero en grandes series de fabricación; en una palabra, ante la producción de mercancías destinadas a un consumo mayoritario: el propio consumo obrero.”7

Innovación tecnológica y ciclos económicos van de la mano en una asociación que permiten a los países impulsores (en este caso EUA y la industria del automóvil fordista) establecer su posición dominante en el mercado.

 Y no sólo eso, sino que la versatilidad de las nuevas tecnologías –motores eléctricos y de combustión interna, electrificación en masa– permiten eliminar el gigantismo de los anteriores sistemas productivos basados en el vapor y el carbón, abriendo el camino a la tecnología de consumo doméstico, de las primeras máquinas dirigidas al uso privado.

La racionalización de la producción tiene su reflejo en la aplicación del diseño de esos mismos productos enfocados a la utilidad, carentes de todo artificio, dominados por la planificación y el control.

De la misma manera, y al abrigo de esta ideología, nace la política de un único modelo por marca. Y coralariamente el estatuto de los salarios adquiere una nueva dimensión.

Si con anterioridad era simplemente un remunerador del trabajo en las paupérrimas condiciones de vida que caracterizan el capitalismo decimonónico, donde el trabajador estaba totalmente subordinado a las necesidades de los medios de producción, la conversión en marcha exige que, en palabras del propio H.Ford:

“la clase trabajadora tiene que transformarse en una nueva clase acomodada si queremos dar salida nuestra enorme producción”.

Después del enorme esfuerzo esfuerzo de des-socialización y destrucción de los modos de vida y consumo de las sociedades pre-capitalistas y preindustriales llevado a cabo en una primera fase, ahora se hace necesaria una resocialización enfocada a satisfacer las nuevas necesidades mercantiles, es decir, invadir el espacio doméstico con las nuevas manufacturas. Hay que rescribir las relaciones de la fuerza de trabajo y su reproducción, convirtiendo al mercado en proveedor de toda esa serie de bienes de subsistencia que anteriormente el trabajador se proveía a sí mismo.

Bibliografía

Gil A., Feliu J. (2004). Psicología económica y del comportamiento del consumidor. Barcelona: UOC.

Baudillard, J. (1970). La sociedad del consumo. Barcelona: Plaza y Janés.


Bourdieu, P. (2006). La Distinción. Criterios y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus.


Veblen, T. (1974). Teoría de la clase ociosa. México: Fondo de Cultura Económica.


Alonso L.E., Conde F. (1994). Historia del consumo en España. Madrid: Debate.

Bauman, Z. (2007). Vida de consumo. Madrid: Fondo de Cultura Económica.

[1] Gil A., Feliu J. (2004). Psicología económica y del comportamiento del consumidor. Barcelona: UOC; p. 84.

[2] Baudillard, J. (1970). La sociedad del consumo. Barcelona: Plaza y Janés; p. 104.

[3] Veblen, T. (1974). Teoría de la clase ociosa. México: Fondo de Cultura Económica; p. 76.

[4] Alonso L.E., Conde F. (1994). Historia del consumo en España. Madrid: Debate; cap. V.1.1.

[5] Bauman, Z. (2007). Vida de consumo. Madrid: Fondo de Cultura Económica; p. 79.

[6] Alonso, ibíd. cap. V.1.2.

[7] Alonso, ibíd. cap. V.1.2.

[8] Alonso, ibíd. cap. V.1.2.

Recuperando al consumidor: la producción colectiva del consumo más allá de la función macro económica

La gran crisis económica y cultural empezada en los años 70 sacudió el modelo capitalista imperante y por ende la concepción generalizada del orden social.

El anterior período de posguerra había estado marcado, en términos muy generales, por la extensión en el imaginario social del modelo del Welfare, la figura del male-breadwinner y la familia prototípica norteamericana, con su hogar lleno de comodidades tecno-electrónicas: tv, coche, lavadora, horno, aspirador…

“la noción de standard package […] como el conjunto de bienes y servicios que constituye la especie de patrimonio básico del americano medio. En constante aumento, valorado de acuerdo al nivel de vida nacional, es un mínimo ideal de tipo estadístico, modelo conforme de las clases medias. Superado por unos, soñado por otros, es una idea en la cual se resume el american way of life. Aquí también, el standard package no se refiere tanto a la materialidad de los bienes (T.V., baño, coche, etc.) como al ideal de conformidad.”8

Este modelo productivo entra en crisis. Las fluctuaciones de la demanda arrastran al fordismo hacia una reconfiguración flexible de la capacidad productiva, pasando los factores de diseño –tanto estéticos como fabriles– a estar notablemente más impregnados de factores socio-simbólicos.

El consumo se segmenta, diversifica e individualiza para adaptarse a esta flexibilización de la demanda. Así pues, el consumidor, su posición frente al mercado de trabajo, sus necesidades y gustos, su capital cultural y simbólico, su estatus, su voluntad de distinción, su ostentación de bienes… devienen en el alfa y el omega del fenómeno del consumo y sus prácticas, resignificadas como elemento central en la constitución no sólo del modelo social sino de las identidades personales.

Un primer paso, intermedio, hacia la recuperación del consumidor, más por el carácter humanístico del análisis que por la subordinada posición en que sus conclusiones colocan a la figura del que consume, lo representan los primeros análisis estructuralistas de finales de los años 60 con teóricos como Baudillard o Leonnini. Para ellos la lógica del consumo es la producción y manipulación de los signos en forma de dominación simbólica.

“La lógica del consumo no se puede reducir a una simple lógica de satisfacciones y necesidades, como pensaban los economistas; más bien es una lógica de la producción y la manipulación de los significantes sociales.”9

El consumo es una conducta activa y colectiva, una obligación moral institucionalizada. Una estructura de valores que opera como el sistema de integración social y control propio de nuestro tiempo.

La socialización en el consumo adopta una forma particular según las necesidades del modo de producción; en este caso el crédito tiene un importantísimo papel: enmascarado como mecanismo de acceso a la gratificación de la compra y la participación del mercado de consumo y ostentación se encuentra, en palabras del propio Baudillard, un “proceso disciplinario de extorsión del ahorro y regulación de la demanda”.

El mercado se encuentra dominado por lo simbólico. Consumimos símbolos significados en bienes, más que los bienes en sí mismos. Los bienes son medios en un mercado de significados sociales y culturales que se articula soportándose en dos lógicas interconectadas e indesligables: la lógica de la comunicación y la lógica de la diferenciación.

Ésta última es clave, pues permite entender que no existe el consumo únicamente como resultado de la natural obligación de satisfacer necesidades, sino como juego de retransmisión de mensajes de posición y estatus. Por lo tanto, a pesar de la pretendida voluntad de individualización, todo acto de consumo tiene como referente un componente grupal de valor, por imitación y por diferenciación.

“[…] las necesidades, tomadas de una en una no son nada, que no hay más que un sistema de necesidades, o más bien que las necesidades no son otra cosa que la forma más avanzada de la sistematización racional de las fuerzas productivas a nivel individual, donde el consumo toma el relevo lógico y necesario de la producción.” 10

El deseo, entendido como aspiración a llenar de contenido una carencia, se halla en constante movilidad dentro de la lógica consumista, por lo que jamás podrá existir la satisfacción.

La función del consumo, pues, no es de goce sino de producción de necesidades en un contexto colectivo.

Es una moral y un sistema de intercambio. El hombre-consumidor está imperado a gozar, a imbuirse en una fun-morality, a probarlo todo.

Y pese a lo que pudiere parecer, no estamos ante una negación de la ética protestante webberiana, sino ante su apariencia invertida: la transmutación de la obligación tradicional del trabajo y la producción en la obligación de la constante producción de las propias necesidades.

“Este imperativo, que es el del sistema, es introducido en la mentalidad, en la ética y la ideología cotidiana – he ahí su inmensa astucia- bajo su forma contraria: bajo la forma de la liberación de las necesidades, de la expansión del individuo, de goce, de abundancia, etc. Los temas del Gasto, del Goce, del No-Cálculo (“Compre usted ahora, pague más adelante”) han tomado el relevo de los tópicos puritanos del Ahorro, del Trabajo, del Patrimonio. Pero en este caso no hay más que una apariencia de Revolución Humana.” 11

Este estadio último del refinamiento de los mecanismos de dominación social, este simulacro, ahoga la representación de la realidad social y la capacidad de los signos para ello. La posibilidad efectiva de la elección del consumidor está anulada y el consumo de masas tiene un efecto totalizante pues actúa como un monopolio radical, en que toda posibilidad viene predefinida por el proceso de producción industrial el cual controla de manera absoluta la oferta.

En este estado de la cuestión, las grandes corporaciones y su supraestructura comercial –cargada de estrategias comerciales y psicológicas– parecían haber acabado con la posibilidad de elección, cosa que en nada favorecía a los defensores del racionalismo y el individualismo.

La salida de la crisis de los años 70, como ya anteriormente comentamos, vino marcada por una flexibilización tecno-social. La pujante fuerza del neo-liberalismo recupera en una buena parte el discurso del Homo Economicus.

Al abrigo de la expansión de la economía financiera asistimos a la vuelta de la fe en la meritocracia, el darwinismo social, la competitividad, la segmentación y la fragmentación, lo que se traduce en una cultura del dinero, el poder y la ambición –encarnada en la figura del yuppie; y que sirve para romper la idea del unificante consumo de masas, recuperando la legitimación de los consumos ostentosos.

La nueva retórica de las ciencias sociales del momento, impregnada por el individualismo metodológico, está excesivamente cientificicada, instrumentalizada, elitizada. Todo comportamiento humano se explica mediante la racionalidad instrumental de la economía utilitarista y marginalista, en un retorno del imperio de lo económico.

 No obstante el Homo Economicus postmoderno ha sufrido algunos ajustes:

“Aparece, de esta forma, una clara tendencia a introducir más una lógica estratégica que absoluta en la formulación de los modelos individualistas actuales, el tonto racional de la economía neoclásica se convierte en el manipulador adaptativo de informaciones y conductas, y ello explica la omnipresente irrupción de la teoría de juegos en esta literatura; sus páginas se llenan, por tanto, de divertidos esquemas ilustrativos con el juego del prisionero, la gallina o artilugios con nombres de gusto (dudoso) parecido.”12

Ajustes que no pueden ocultar la realidad última del individualismo metodológico, cuyo defecto fundamental (junto con el de cualquier individualismo extremo) es, como bien recuerda Victoria Camps, “la incapacidad de reconocer las limitaciones del individuo concreto en el conocimiento teórico y práctico”13

Para todo un grupo de teóricos que podemos llamar sociólogos de la postmodernidad (Bauman o Lipovestky, entre otros) el consumo también se convierte en el eje desde el que explicar nuestras sociedades, siendo el elemento fundamental de la vida de los individuos.

Su aproximación al objeto de estudio es notablemente más maximalista y grupalista que los individualistas metodológicos, pero comparten con ellos lo que se conocen como ‘microfilosofías del hedonismo’.

 Lo efímero y lo que está de moda, el cambio constante, la sobreabundancia y sobreintercambio de signos conquistan y fluidizan la cultura contemporánea, que es una cultura del consumo individualista. Lo fragmentario y a-comunitario domina las esferas de lo social.

“La sociedad de consumidores tiende a romper los grupos, a hacerlos frágiles y divisibles, y favorece en cambio la rápida formación de multitudes, como también su rápida disgregación.

El consumo es una acción solitaria por antonomasia (quizás incluso el arquetipo de la soledad), Aún cuando se haga en compañía. Ningún vínculo duradero nace de la actividad de consumir.”14

Las masas atolondradas por la maquinaria publicitaria en un flujo continuo de signos y significados cambiantes, alternantes, constantemente mutantes, se abocan al desarrollo de patrones de consumo que atomizan los significados de lo real.

El exceso y las infinitas posibilidades de lo elegible profundizan en la confusión y sacralización del presente.

 La virtualización de lo real a través del consumo en base casi exclusiva a la carencia de asideros perdurables en el tiempo, de referencias a las trayectorias vitales, sociales y culturales, la mezcolanza sin fin de estilos, la estetización de la vida y los estilos, es una teorización reduccionista que viene a alejar e incluso ignorar la importancia de conceptos como clase, estatus y los valores a ellos asociados.

 La estructura social queda diluida en un totum revolutum del concepto de cultura sustentado en sí mismo, ignorando el papel que juega el consumo en la reproducción de las relaciones sociales, y la transmisión y reelaboración de las prácticas culturales.

“Postmodernismo, hedonismo, moda e hiperestetización de la vida cotidiana son fenómenos paralelos a la lógica que tiende a igualar la cultura del consumo con la cultura misma, a la sociedad con el mercado, a la vida con el gasto.”15

4.- La distinción: recuperando los conceptos de clase y género

Para superar las teorías hasta ahora expuestas debemos entender que el consumo tiene un valor de dimensión creativa. Performa y configura una doble vertiente contradictoria: de integración de los individuos en el sistema de la economía de mercado, y de voluntad de diferenciación dentro y a través del mismo.

Los objetos únicamente llegan a adquirir sentido cuando los ponemos en el marco de las relaciones de consumo. Sentido individual y sentido colectivo en las relaciones de intercambio e interacción, de presentación y representación del self: satisfacción de necesidades, creación de identidades, integración en la estructura social, generación de estilos de vida, homologación con el grupo de pares…

En cierta forma los objetos de consumo anticipan o preconfiguran la interacción entre los sujetos gracias a la cultura (subjetiva y objetiva) que acumulan simbólicamente y mediante la que representan una red de complejas relaciones.

Thorstein Veblen fue un pionero en el estudio de la interrelación consumo-clase social. En su obra Teoría de la clase ociosa (1889) analiza la estructura social norteamericana en base al concepto del ocio entendido como “ausencia de tiempo trabajo”.

Concepto definitorio de la clase ociosa que se encuentra en la parte más alta del estrato social y que impregna con sus modos de hacer y sus valores las normas aspiracionales que rigen a la comunidad.

De ahí la importancia de lo que Veblen denomina fortaleza pecuniaria (capacidad de gasto), consumo ostensible (visualización del “derroche” de bienes), consumo vicario (expresión de la posición mediante el consumo de terceros subordinados, esposa y sirvientes por ejemplo) y consumo consuetudinario (pautas de consumo tradicional).

“La clase ociosa rica […] determina, en líneas generales, que esquema general de vida ha de aceptar como decoroso u honorífico la comunidad; y le corresponde también implantar por precepto y ejemplo, este esquema de salvación social en su forma más elevada, ideal. […] se transmiten a esas clases inferiores con objeto de gobernar la forma y el método de alcanzar y mantener una reputación, esa prescripción autoritaria opera constantemente bajo la guía selectiva del canon de derroche ostensible, templado en un grado variable por el instinto del trabajo eficaz.”16

Recuperar las nociones de posición y clase social nos permite afinar y superar las carencias de las teorías economicistas que intentan enmascarar la importancia de la estructura en aras de una supuesta libertad de elección y igualdad de oportunidades. De la misma manera desvela el extremismo de las teorizaciones postmodernas y culturalistas que convierten el fenómeno del consumo en una realidad edificada sobre sí misma.

El ensanchamiento del concepto de clase ha sido fundamental para enriquecer los análisis que en los últimos años se han realizado, de la mano de sociólogos tan importantes como por ejemplo Pierre Bourdieu, para quien el capital económico debe resituarse como vertebrador de la posición social.

 Y hacerlo íntimamente ligado a conceptos como capital cultural y capital simbólico, que son a la vez heredados y desarrollados, habilitando a los individuos en sus posiciones y disposiciones de clase.

Dos son los conceptos claves en la teoría de Bourdieu: gusto y habitus. El habitus es la estructura social interiorizada y encarnada en los propios individuos. Como seres vivos que somos, genera continuamente unas prácticas que a su vez son metáforas prácticas cuando se ponen en relación simbólica con la propia posición y el resto de posiciones del espectro social.

Metáforas que describen y organizan grupalmente unas afinidades en los estilos de vida, un gusto –entendido como la tendencia y capacidad de apropiarse material y simbólicamente de una clase determinada de objetos o quehaceres; y que son visibles en todos los aspectos de las relaciones sociales, reflejándose en los individuos (tipo de lenguaje utilizado, posiciones del cuerpo, aptitudes y actitudes situacionales…).

 Dichas metáforas prácticas son observables también desde la perspectiva del consumo tanto en el qué como en el cómo.17

Entender la sociología del consumo sin caer en reduccionismos propios de la teoría económica neoclásica –que tiende a eludir las diferencias que genera la estructura social y la posesión, por tanto, de determinado nivel de capital cultural y capital económico a en el “libre acceso” a la oferta de bienes y servicios, nos permite descubrir el consumo como una forma de creación y recreación tanto personal como colectiva.

Creación de identidades y posiciones dentro del espacio social, en el marco de unas condiciones que posibilitan y orientan las elecciones de los individuos, durante el transcurso de su biografía, atendiendo a su origen social y sus trayectorias vitales.

El consumo es un mediador de individuos y relaciones sociales, imbuidos en procesos propios de la economía monetaria, haciendo de la relación con los objetos una forma primaria de sociabilidad.

8 Baudillard, J. (1970). La sociedad del consumo, p. 105.

9 Gil A., Feliu J., (2004). Psicología económica y del comportamiento del consumidor, p. 91.

10 Baudillard, ibíd. p. 76.

11 Baudillard, ibíd. p. 85.

12 Alonso L.E., Conde F. (1994). Historia del consumo en España, p. 118.

13 Alonso, ibíd. p. 119.

14 Bauman, Z. (2007). Vida de consumo, p. 109.

15 Gil A., ibíd. p. 106.

16 Veblen, T. (1974). Teoria de la clase ociosa. p. 110.

17 Recoge Bourdieu sabiamente muchas de las formulaciones de Veblen: “Un nivel de vida es un hábito. Es una escala y método habituales de responder a unos estímulos dados”. Veblen, ibíd. p. 112.

Bibliografía.

Gil A., Feliu J. (2004). Psicología económica y del comportamiento del consumidor. Barcelona: UOC.

Baudillard, J. (1970). La sociedad del consumo. Barcelona: Plaza y Janés.

Bourdieu, P. (2006). La Distinción. Criterios y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus.

Veblen, T. (1974). Teoría de la clase ociosa. México: Fondo de Cultura Económica.

Alonso L.E., Conde F. (1994). Historia del consumo en España. Madrid: Debate.

Bauman, Z. (2007). Vida de consumo. Madrid: Fondo de Cultura Económica.


Eduardo G. de la Fuente

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