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La larga noche de la gubernatura de Javier Duarte llega a su fin.

 Perdura, no obstante, la estela del terror que sembró durante sus seis años de gestión, prohijado desde las altas esferas del poder público federal, que ahora, acorralado por las especulaciones de complicidad, conjura una suerte de escenificación justiciera que a todas luces responde a los atrabiliarios cálculos electorales de una clase política podrida hasta los tuétanos.

 El horror innombrable que soportaron las víctimas del duartismo no puede quedar en el olvido. 

No hay reparación posible para el dolor que padece Veracruz. 

Documentar los horrores es sólo un gesto minúsculo de justicia, necesario para sanar y compartir un duelo colectivo, que es un primer paso, apenas modesto, en la dirección de un cambio urgente de timón. 

Ese cambio es una tarea política de la sociedad, no de corruptos olímpicos erigidos en gobernantes electos.

 La memoria del dolor es el anticuerpo contra los gobiernos criminales. Este es un ejercicio de memoria, una recapitulación de ese terror que diseminó un gobierno criminal encumbrado en eso que su antecesor llamó “la plenitud del pinche poder”.

Los periodistas

Históricamente Veracruz es uno de los estados más peligrosos para ejercer el oficio de periodista. Esta toxicidad hacia el periodismo tiene sus raíces en la histórica relación del gobierno y ciertos flancos del gremio periodístico (maiceo, chayoteo, obediencia de la prensa a los caprichos del poder en turno) y en la satanización y desprotección de los periodistas independientes en un estado fuertemente castigado por la excepcionalidad.

 Pero esa peligrosidad alcanzó niveles insospechados durante la administración de Javier Duarte. Desde la llegada al poder del impresentable Duarte de Ochoa, admirador confeso de Francisco Franco (el otrora dictador de España), Veracruz se convirtió en el lugar más peligroso en América Latina para el ejercicio profesional del periodismo.

Acaso poco recuerdan, pero la secuencia de agravios contra los periodistas en la era de Javier Duarte arrancó con un incidente que alcanzó relevancia internacional, por la magnitud del desgarriate. 

En agosto de 2011, María de Jesús Bravo Pagola, columnista de Milenio El Portal, fue acusada por el gobierno estatal por presuntos actos de terrorismo, luego de que en su cuenta personal de twitter alertara a la población de una balacera. 

Después de un mes de reclusión, Bravo Pagola salió de prisión. Pero la advertencia había sido emitida: el duartismo no toleraría ningún señalamiento a sus allegados criminales.

Ese incidente, para la historia del periodismo en Veracruz, marcaría un punto de inflexión: si tradicionalmente la no alineación se pagaba con persecución, a partir de ese antecedente la osadía de la denuncia se pagaría con encarcelamiento, y no pocas veces con la muerte. No tardó en llegar la ejecución de ese código.

 El asesinato de Regina Martínez (28 de abril de 2012), ex corresponsal de la revista Proceso, refrendó la ley de hierro del duartismo: muerte a los periodistas.

Veracruz se convirtió en un calabozo para los periodistas e informadores. En este renglón, la entidad tiene saldos desastrosos. 

De acuerdo con Reporteros Sin Fronteras, el estado es uno de los 10 lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. 

La Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias advirtió que el estado de Veracruz concentra el 50 por ciento de los homicidios contra periodistas en México desde 2011.

El gobierno de Javier Duarte fue especialmente letal para el ejercicio periodístico. Sólo en los primeros 38 meses de su administración,

“[…] en promedio cada tres meses [murió o desapareció] un periodista; y, aunque hay evidencias irrefutables de la mala integración de las investigaciones de la Procuraduría estatal y de ‘sospechosas coincidencias’ de las coberturas periodísticas de algunos de los profesionales de información asesinados, en todos los casos las autoridades niegan que tales crímenes tengan relación con su ejercicio profesional” (Cantú en Proceso 16-II-2014).

En total, durante los seis años de la administración de Javier Duarte, 19 periodistas fueron asesinados.

Cualquiera que colaboró en algún medio de comunicación en la era duartista sabía que estaba expuesto a una lapidaria disyuntiva: “cooperas o cuello”, que es equiparable al “plata o plomo” de los narcos.

Debido a ese clima de hostilidad algunos periodistas decidieron abandonar la entidad y refugiarse en otros estados de la república. En 2013, el periodista Noé Zavaleta –que por cierto abandonó recientemente el estado por amenazas de muerte–, advirtió:

“Reporteros como Andrés Timoteo, excorresponsal de La Jornada, y Rafael Pineda, Rape, tuvieron que salir de Veracruz por considerar que no hay garantías de seguridad mínimas para ejercer el periodismo. 

El caso más reciente es el del fotógrafo de la agencia Cuartoscuro Félix Márquez, quien abandonó la entidad durante algunas semanas luego de que el secretario de Seguridad Pública, Arturo Bermúdez, ‘sugirió’ que debería estar preso por publicar las fotos de un grupo de autodefensa que opera en Tlalixcoyan” (Zavaleta en Proceso28-IV-2013).

Pero no todos corrieron con la misma suerte en el exilio. El homicidio de Rubén Espinosa Becerril (colaborador de la revista Proceso, excompañero de Regina Martínez) apunta a un crimen ordenado desde Veracruz, con un mensaje dirigido a la totalidad del gremio periodístico de la entidad: el brazo de venganza veracruzano no conoce fronteras geográficas.

La denuncia no derroca gobiernos ni remueve estructuras socioeconómicas. A lo mucho señala la podredumbre de una fuente de autoridad o previene acerca de los abusos que frecuentemente acompañan al ejercicio de poder. Pero en el Veracruz de Javier Duarte, esa práctica ciudadana elemental era una herejía meritoria de persecución, tortura y muerte.

 Rubén fue uno de los periodistas más atentos a los abusos de la gestión de Javier Duarte. La evidencia sugiere que pagó con la muerte esa “insolencia”. Poco antes del homicidio de Espinosa Becerril, en un evento con periodistas celebrado en Poza Rica, el mandatario veracruzano había advertido amenazadoramente:

“Voy a tener mucho cuidado con lo que voy a decir. Y si a alguien ofende lo que voy a decir, de antemano le ofrezco una disculpa… Quienes integran esas células delictivas tienen pugnas, quienes están abajo quieren estar arriba. Yo lo digo con total conocimiento de causa. Lamentablemente la delincuencia tiene puentes, nexos con notarios públicos, empresarios, funcionarios públicos, y también algunos de los colaboradores, trabajadores de los medios de comunicación, también están expuestos ante estas situaciones… 

Hay momentos difíciles… Bajo advertencia no hay engaño. Se lo digo a ustedes, por su familia, pero también por la mía, porque si algo les pasa a ustedes a mí me crucifican todos. Pórtense bien (sic). Todos sabemos quiénes andan en malos pasos. Dicen que en Veracruz sólo no se sabe lo que todavía no se nos ocurre… No se hagan como que la virgen les habla” (Zavaleta en Proceso 9-VIII-2015).

Un día antes de huir del estado para exiliarse en la capital del país, y tras haber recibido reiteradas amenazas de muerte en Veracruz, Rubén confesó al reportero Noé Zavaleta:

“Ayer y hoy me han estado siguiendo. Ya es muy directo: un tipo afuera de mi casa me tomó fotografías, y son los mismos que he visto otras veces… Mejor me voy antes de que me pase lo que a los estudiantes, que me peguen una madriza, que me manden al hospital un mes y que me dejen loco, más de lo que ya estoy” (op. cit.).

Lo que siguió después del asesinato de Rubén fue un éxodo de periodistas que abandonaron la entidad veracruzana en busca de refugio en otras ciudades. Otros optaron por la autocensura.

En una entrevista concertada en agosto de 2015, el reportero de Proceso Noé Zavaleta explicó que los controles de censura se multiplicaron en los últimos años en Veracruz, en el marco de la administración de Javier Duarte, y que entre los tipos de controles más socorridos destacan:

“[…] los autocontroles del propio reportero, controles económicos por parte de los dueños de comunicación locales y controles gubernamentales que condicionan a los medios pequeños a cambio de publicidad oficial, entre otros”.

Todos los informes de organismos internacionales dibujan un contexto siniestro para la profesión periodística en Veracruz, y en aras de su conocimiento testimonial de esta coyuntura, se le pidió a Zavaleta que señalara quién agrede o persigue a los periodistas en el estado. Sin indicar nombres, y con visible cautela, Noé adujo: “Son varios frentes: el crimen organizado, la Secretaría de Seguridad Pública, servidores públicos que se esconden en el anonimato y los propios dueños de los medios de comunicación locales”.

Otro informador, que solicitó anonimato, refirió sin rodeos la situación de los periodistas en Veracruz, y la razón que explica esa condición de calabozo para el quehacer periodístico. Dijo: “En Veracruz, la autoridad pública protege al criminal y persigue al periodista”.

La digna voz

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