Su verdadero apellido es VOLIANSKAIA, mas se la conoce por el seudónimo de NIKOLAIEVA. Nació en 1914.
Terminó la carrera de medicina. Empezó a publicar sus obras en 1945. Escribe relatos (entre ellos "La muerte del general en jefe", de 1945, y poesías ("A través del fuego", 1946).
En sus relatos trata a menudo de problemas concernientes a la vida actual del campo en Rusia. Su mejor novela es "La recolección" (1950), galardonada con el premio Stalin en 1951.
Presenta en ella la evolución espiritual de una koljosiana, habla de la reorganización de un koljós después de la guerra y plantea valientemente cuestiones relativas a la familia y a la moral. La obra ha sido llevada al teatro (con el título de "Ola altas") y al cine ("El regreso de Vasili Bórtnikov")
LA MUERTE DEL GENERAL EN JEFE
I
Cuando hubieron desembarcado al último herido, la médico Katerina Ivánovna notó que estaba rendida de cansancio.
Subió a su camarote por una escalera donde los tacones quedaban prendidos en las tiras metálicas de los peldaños, se sentó en una silla sin quitarse la bata y, con enorme satisfacción, se desprendió de los zapatos.
El sol del atardecer iluminaba con luz anaranjada el estrecho camarote. En la segunda repisa brillaba con reflejos dorados una larga hilera de platos. eran los del desayuno, de la comida y de la cena que le habían dejado allí las mujeres encargadas de los servicios auxiliares.
Katerina Ivánovna tomó uno de los platos y probó la carne estofada y la papilla de alforfón.
La papilla olía a mazut (1) y se pegaba al paladar. Katerina Ivánovna se quitó la bata y se tumbó en la cama.
Le dolía todo el cuerpo, percibía la pulsación de la sangre en cada uno de sus músculos, mas a pesar de la fatiga, de la difícil travesía y del desembarco de los heridos, notaba una gran sensación de alivio.
Su marido acababa de escribir el que lo habían trasladado por medio año a la retaguardia, a su ciudad natal, a una escuela.
Durante un año de guerra y de separación, Katerina Ivánovna se había acostumbrado hasta tal punto a vivir inquieta por su marido, que ya no percibía su inquietud y sólo al leer la carta y darse cuenta de la alegría que le proporcionaba comprendió hasta qué extremo era grande la zozobra que la había oprimido durante todo aquel año.
Katerina Ivánovna cerró los ojos y al instante comenzaron a emerger ante ella vendajes. Con inusitada claridad flotaban ante sus ojos brazos, piernas y cabezas vendadas; entablillados, enyesados y vendajes sencillos.
Hacía muchos años, cuando niña, después de buscar setas, le bastaba cerrar los ojos para que las setas se le aparecieran por sí mismas.
Los vendajes flotaban en larga hilera, luego comenzaron a desenvolverse rápidamente, y el sueño llegó como entre vértigos.
Katerina Ivánovna durmió poco, la despertó el hambre.
El barco dio una sacudida y se balanceó. Muy cerquita, junto a la ventana, una voz fatigada y al mismo tiempo exaltada, decía:
-Me dy cuenta de que ese diablo pecoso me añade al peso de la grasa el de la tara.
Otra voz, autoritaria y con notas de presunción, replicó:
-Para ellos esto no es ningún documento oficial. El membrete no es el sello. Sírveme un poco más de aguardiente de guindas.
Eran el intendente y el contador, que estaban bebiendo té en la cubierta.
Katerina Ivánovna se sentó y vio desfilar los desembarcaderos de Kazán, borroso en la penumbra del atardecer; notó el ajetreo de unas figuras pequeñas y negras, ajetreo que, desde lejos, desde el barco, siempre parecía injustificado y de poca monta.
En la cubierta, apoyadas en la barandilla, las enfermeras y las auxiliares se despedían de Kazán. No habían acabado todavía la limpieza, llevaban las faldas recogidas, dejando ver los pies descalzos y sucios. El barco vacío se inclinó levemente sobre un costado.
-¡Ese grupo de la cubierta, separaos! - gritó desde el puente del barco el capitán, con voz autoritaria e indiferente.
A continuación, su mujer, llamada por el personal del barco "Yo y el capitán", chilló con ajada voz de soprano:
-¿No lo oís? E capitán dice: "¡separaos!". ¿No veis que la cubierta se ha inclinado? ¿Qué tenéis que mirar ahí? Kazán es Kazán. ¡Cómo si viniéramos aquí por primera vez! ¿Acaso han bombardeado la ciudad o la han incendiado para que os la quedéis contemplando? "¡Separaos!", dice el capitán. ¿No lo entendéis, o qué? Yo y el capitán llevamos treinta años navegando y nunca habíamos visto nada semejante. ¿Acaso puede llamarse tripulación o la de este barco? ¡Mujeres!... - acabó diciendo "Yo y el capitán" con profundo desprecio, como si ella fuera, por lo menos, un varón.
Este desprecio no se extendía a todas las mujeres en general, pero alcanzaba a Evdokia Petróvna, jefe del barco hospital. "Yo y el capitán" no podía resignarse a que en el barco hubiese un jefe por encima de su marido, y el que este jefe fuera una mujer, lo tomaba la capitana como una ofensa personal.
Evdokia Petróvna, -mujer hermosa, de expresión dulce y bondadosa- se hallaba ahí mismo. Comprendía perfectamente a quién iban dirigidas las andanadas de la capitana, pero se sonreía por lo bajo, sin rencor. Katerina Ivánovna se imaginó el rostro fláccido de la capitana en su puesto de combate -la ventanilla del camarote del capitán-, se rió silenciosamente y se puso a comer. La papilla no olía ya a mazut e incluso tenía sabor dulce.
La doctora comió la carne estofada, la sopa de remolacha, el salchichón y la compota, y se sorprendió de que la gente calentara la comida,pues el yantar frío resultaba más sabroso.
Después se desnudó y se acostó definitivamente. Pero el sueño no llegaba...
No se le iba de la mente la imagen del joven soldado que tenía los ojos quemados y el maxilar inferior arrancado, con un pedazo de lengua que se le apoyaba sin obstáculo sobre los músculos desgarrados.
El joven se había quedado sin cara, mas ello hacía que resultara mayor la fuerza expresiva de sus manos. Hermosas y blancas, las dejaba inmóviles a lo largo del cuerpo, mas a veces las levantaba brevemente en un gesto de llamada parecido a una súplica de ayuda.
Los largos dedos intentaban agarrarse en el aire. Las manos llamaban y gritaban sin sonidos y se caían sobre la manta como presas de desesperación. El recuerdo era tan horrible, que Katerina Ivánovna gemía. Con tales recuerdos la vida era insoportable, sólo cabía matar o morir. Matar de odio o morir de compasión. Ahora, impotente para vengar y para ayudar, aquel recuerdo se hacía insoportable.
Para alejar de la mente la atormentadora imagen, Katerina Ivánovna pensó en el último parte de guerra. El enemigo se dirigía firmemente hacia Stalingrado. Por un instante se sintió ella agarrotada por un terrible sentimiento de desesperanza.
La fatiga, la pesada atmósfera de sangre y dolor en que vivía, las crueles palabras del parte de guerra, la ahogaban, le ponían en la garganta como un nudo que tendía a deshacerse en lágrimas. Había que encontrar fuerzas para no llorar, para recobrar la esperanza, para vivir.
El hontanar de estas fuerzas radicaba, como siempre, en el pasado. Katerina Ivánovna llamó en su ayuda al recuerdo de su marido. Su marido era hermoso, moreno, alegre.
La llamaba a ella hija y se complacía en abrigarla bien a la hora de dormir. Le llevaba a la cama los almohadones de todos los divanes, le ponía encima dos mantas y añadía una piel de oso. La envolvía de tal modo que ella apenas si podía respirar.
El contemplaba su obra satisfecho, y con la cara radiante de felicidad se sentaba a la mesa de trabajo. Je gustaba trabajar en la habitación en que ella dormía. Era ingeniero y jefe de obras.
A él no le gustaba el trabajo de gabinete; era un hombre que sólo podía respirar a sus anchas en la atmósfera de los edificios en construcción.
Era, además, gruñón y pícaro. Lo primero lo sabía Katerina Ivánovna por referencias, y de lo segundo alcanzó amarga evidencia mediante lo que ella misma tuvo ocasión de observar.
Su marido no podía ver materiales de construcción tirados de cualquier modo.
Si nadie vigilaba, por ejemplo, unos tubos que no le pertenecieran, nada le costaba cargarlos en un camión y llevárselos. Cuando su mujer le reprochaba este modo de proceder, él afirmaba que "Dios mismo le había ordenado" recoger aquellos tubos y que de este modo luchaba con los desidiosos.
Ella intentaba hacerle comprender que en un régimen socialista no hay empresas ajenas, y que todos los edificios en construcción son por igual de uno mismo. Mas, a pesar de la costumbre que él tenía de dar siempre la razón a su mujer, se negaba rotundamente a considerar como suyos los edificios que los demás levantaban. "Suyo" no había más que uno, y tenía que ser el mejor de todos.
Escuchaba los sermones de su mujer inclinando la cabeza, yla miraba, bondadoso e incrédulo, de modo semejante a como un mastín mira a sus cachorritos. Luego, suspirando, decía:
-Pero, hija, ya me he reeducado. No bebo, no fumo, me limpio los zapatos antes de entrar en casa... Ya me reeducado bastante, ¿eh?
Al verle así, ella comprendía con meridiana claridad que la perfección humana tiene sus límites; se sonreía, se ponía besarle la cara fresca y morena. Entonces la faz algo ruda y hermosa de él adquiría tal expresión de criatura feliz, que la mujer estaba dispuesta a perdonar a su marido otras mil "supervivencias del capitalismo" en la conciencia.
Cuando ella salía en comisión de servicio, él le escribía largas cartas repletas de términos propios de su trabajo, de cándidas ternezas y de bromas no sobradas de gracia.
Cuando Katerina Ivánovna regresaba de sus viajes, él iba a esperarla a la estación, y siempre era el hombre más apuesto del andén y el que llevaba el reamo de flores más grande y más hermoso. Caminaba dando largas zancadas al lado del tren, iluminando el rostro por la gran sonrisa de su espléndida boca, y agitaba el ramo sin muchos miramientos, sosteniéndolo como se sostienen las escobas, cabeza abajo. Las flores se deslizaban del ramo y le caían al suelo.
La llevaba a su casa en automóvil, la abrumaba a preguntas y a besos, mas de pronto decía al chofer: "Vasia, acércate a ese camión", y cuando los dos vehículos se hallaban a la misma altura, gritaba: "¡Eh, barbudo! ¿Adónde llevas este hierro?" "Al noventa y tres, a Iván Petróvich." "¿Es todo hierro, o hay algo más?" Se recostaba sobre el asiento y comentaba: "Hija, no hay más remedio que procurarse litro y medio de carburante. Iván Petróvich es un mujik de los buenos, a él no le vayas con la ley seca."
Katerina Ivánovna suspiraba y aceptaba dócilmente la explicación. A ella no le gustaban las tertulias alrededor de una botella de vodka con personas poco instruidas y algo toscas, mas él afirmaba que, en la construcción, "sin combustible" no se va a ninguna parte, y las soportaba pacientemente.
Eran dos personas muy distintas y se necesitaba entre sí como el aire. A simple vista, su amor acaso parecía pueril y superficial. Mas en realidad la afección que se tenían era profunda; la fidelidad que se guardaban, absoluta; su mutua comprensión, perfecta, y los lazos que los unían eran tan orgánicos e indestructibles como los que ligan a madre e hijo.
En ese momento, para Katerina Ivánovna los recuerdos acerca del pasado feliz constituían , como siempre, el hontanar vivo que regeneraba sus fuerzas. Reanimada por aquellos recuerdos, suspiró y se dijo, inesperadamente: "No, no me espanta la muerte. La felicidad que he conocido bastaría, a otros, para cien años". Se quedó dormida. El barco se dirigía con marcha rápida y uniforme hacia Gorki. Durante la noche, Katerina Ivánovna se despertó varias veces. Cada vez que se despertaba, comía alguna cosa. Por la mañana, todos los platos estaban vacíos.
La brillante luz del sol la despertó. Infinitos reflejos jugueteaban en las paredes y en el techo. Era el Volga, que lanzaba radiantes destellos al otro lado de la ventana y llenaba el camarote con reverberaciones de las olas vivas.
Katerina Ivánovna se miró atenta al espejo, como la habría mirado su marido. Se preguntó si su rostro le gustaría o no a él. Tenía la cara soñolienta, pálida, pero graciosa y agradable. El labio superior de su boquita se adelantaba levísimamente sobre el inferior. este labio superior, regordete, y el inferior ligeramente contraído, daban a su rostro una expresión de seriedad y candidez infantil. Esa era la particularidad de aquel semblante que tanto gustaba a su marido. Katerina Ivánovna se puso la bata y se fue a la ducha. La puerta del corredor, en el extremo opuesto d ela cubierta, no estaba cerrada y tras ella había un grupo de muchachas. Katerina Ivánovna se acercó. Por el rectángulo vio desfilar casas y desembarcaderos sorprendemente parecideos a los de Kazán.
"La verdad, parece Kazán", pensó Katerina Ivánovna, y abriendo cuanto pudo los ojos aún adormilados, alargó el deeo en dirección a la orilla y pregunt´po:
-¡Qué es esto?
-Kazán - le respondieron las muchachas, con risa estraña y estudiada.
"No sé lo que me pesco; partimos de Kazán, hemos estado toda la noche en camino y llegamos a Kazán", pensó Katerina Ivánovna, y parpadeando desconcertada volvió a preguntar como una boba:
-¿Y ayer, en qué puerto estuvimos?
-En Río de Janeiro - le respondieron con la misma estudiada risita.
-¡Se ha terminado la buena vida! - exclamó la morenita Viera de modo brusco y casi airado.
Liena, sosegada, de ojos azules, la miró compasiva y dijo:
-Ayer una motora trajo la orden de dar la vuelta e ir a Stalingrado sin detenernos en ningún sitio.
II
El tanque daba sacudidas y se balanceaba al pasar los baches, pero el balanceo era suave y lo que sobrecogía y llenaba de inquietud era el silencio. Los árboles, las casas, las personas -claramente visibles- pasaban sin dejar huella en la conciencia.
Luego se encontró otra vez en la colina de Voronia. Los tanques alemanes salieron por detrás de la colina y se fueron por la carretera, hacia el puente. Eran chatos, formaban una hilera sin fin. resultaba evidente que allí se habían concentrado importantes unidades de tanques alemanes.
Pensó, sintiendo el latir del corazón: "Está claro", Suspiró profundamente y notó sabor a aire de frío y un suave y refrescante olor a fango. No sólo con la mente y el corazón, sino con todo el cuerpo percibió una sensación de felicidad, con su frío súbito, su leve vértigo de altura, el deseo de prorrumpir en carcajadas, de vociferar y de gritar. Sentía imperiosa necesidad de entrar en acción, notaba el flujo reconcentrado de todas sus energías. Abrió fuego. Los tanques se inflamaron, uno tras otro. Se incendiaron en seguida y quedaron envueltos en una blanca llama regocijadora. Abajo, el llano quedó circundado por una cadena de fuego. Las llamas blancas se reflejaban en el río, mas los reflejos eran rojos, y la corriente de agua prosiguió su curso como transformada en metal fundido.
-¡Su ficha de enfermo! ¡Su ficha de enfermo! -decía insistentemente una voz.
Algo pasó volando ante él, y de pronto todo cambió de aspecto. Vio unas pasarelas grises, y bajo ellas, agua recubierta por una nacarada película de nafta.
En el agua se balanceaba una lata de conservas vacía, despidiendo con agudos reflejos los rayos del sol.
Esto era casual, innecesario. No comprendía donde empezaba el sueño y dónde terminaba la realidad. De nuevo quería volver a la sensación de felicidad que acababa de experimentar, mas otra vez se oyó aquella voz que decía, inoportuna y rotunda:
-Este herido no se puede transportar.
Y alguien le respondió con una nota de desesperación y fatiga en el acento:
-¡Da lo mismo!
Después hubo algo largo y oscuro, a modo de corredor. A un lado se veían unas puertas, al otro había una oquedad vallada con barras metálicas. Al borde de la oquedad, una muchacha, sentada, vestida con un mono, manchada de pies a cabeza con algo negro y grasiento, comía una manzana de color verde pálido, terriblemente limpia en sus manos negras. Una de las puerta se abrió y dio paso a un cocinero de rostro alargado y joven,de cejas negras, pobladas como mostachos. Luego notó un aura de sosiego y gozo; divisó cortinitas blancas en las ventanas, y al otro lado, el Volga azul, colmado de reflejos, como si fuera de materia sólida. Entró una enfermera y le dio de beber.
-¿Adónde nos llevan? - preguntó él.
-A Kazán. ¿Se siente usted bien, acostado?
El no le veía el rostro, pero sí el pañuelo blanco, muy blanco y planchado, con que la enfermera se cubría la cabeza. Mirar aquel pañuelo le proporcionaba una sensación de alivio. Entonces él se acordó de cómo habían sucedido las cosas. Había incendiado tres tanques. Naturalmente, ello no había decidido el resultado del comabtye. Ciero es que los tanques no volvieron al puente, dieron la vuelta hacia el vado del río uy emprendieron la dirección por donde los esperaban desde el atardecer.
Quería saber cuál había sido el resultado del combate, y su deseo era tan vivo que el herido levantó un poco la cabeza y miró a su alrededor.
-¿Qué quieres? ¿Beber? - preguntó una voz ronca, y sobre él se inclinó una cara femenina, regordeta, en cuya boca brillaba una hilera completa de dientes metálicos.
-No - respondió, reclinando la cabeza sobre la almohada, y pasó la mirada por el camarote con ojos de persona acostumbrada a apreciar el valor de las cosas.
Aquel rostro femenino pertenecía a un hombre. La cara resultaba desagradable. Tenía la nariz pequeña y deforme, los labios contraídos en rictus poco natural, los dientes metálicos y unos rasgos algo acartonados, como bastardeados. Mas por debajo de la frente abombada, los ojos diminutos ofrecían una mirada tan franca, viva y atenta, que Antón en seguida situó a ese nombre en la categoría de los que él clasificaba con la breve palabra de "útil".
A su lado había un joven que era un manojo de nervios. tenía el aire desenvuelto y al mismo tiempo contenido que no se da entre los tanquistas, ni entre los soldados de infantería, ni entre los aviadores, sino que es propio de los mandos de caballería. Antón siempre había tenido simpatía por los soldados de caballería. No ya por su aspecto exterior, sino porque entre los rasgos de su carácter encontraba algo que le agradaba. Ahora, como siempre, estaba contento de tener al lado a un oficial de caballería.
El cuarto individuo del camarote era un teniente de mejillas sonrosadas, que ocupaba la litera superior. tenía las cejas altivas, elevadas, de arco pronunciado, y una boca pequeña y carnosa como la de una mujer.
Antón se sintió fatigado y volvió a cerrar los ojos. Lo que le rodeaba le parecía lejano y ajeno. Su vida no se encontraba allí. Su vida plena, con toda su ardiente intensidad, permanecía lejos, en la colina de Voronia, junto a los silos destrozados por las bombas, en aquella acumulación de gentes y máquinas que él conocía y comprendía en todos los detalles. Cerró los ojos y revivió aquella vida que el destino le había reservado.
Recordó que la tarde anterior, terminados los indispensables preparativos para el combate, los tanquistas se acostaron a dormir, pero él, meditando el plan de la batalla, se fue a examinar el campo.
No era más que el jefe de un tanque que había salido hacía poco de la escuela de tanquistas, mas siempre vivía el combate en su conjunto,y tenía clara conciencia de su responsabilidad directa por el resultado de la operación.
Ya, cuando iba a la escuela, se daba cuenta en seguida de las cosas que no marchaban bien.
-¿Qué pasa. muchachos? ¿No habéis entendido el binomio? - preguntaba jovial al entrar en el aula, y su voz sonora se sobreponía fácilmente a las voces de sus compañeros de clase.
-A ver, cada uno a su sitio, os lo explicaré, ¡rápido! ¡Quiero las cosas a lo militar! ¡Cerrad las puertas! ¡Silencio!
-¡Comprendido, silencio! - le respondían unas voces jocosas, y al instante en la clase se habría oído volar una mosca.
El explicaba rápidamente y con claridad lo que no estaba comprendido, y al terminar la explicación, decía:
-¿Queda alguna cosa por hacer? ¿ Nadie quiere preguntar anda? ¡Está todo claro? Aún nos quedan diez minutos para nosotros.
Y era el primero en salir corriendo al patio de la escuela, donde se ponía a jugar con tal entusiasmo juvenil que las muchachas y los maestros le contemplaban con un aire de aparente superioridad, mas en el fondo con envidia.
Donde aparecía Antón, la gente se le subordinaba, alegre y sin reservas, y él dirigía con la misma alegre naturalidad.
La función rectora que exige atención viva y claridad de pensamiento, siempre era, para Antón, fuente de alegría.
En la escuela de tanquistas, donde ingresó durante los primeros días de la guerra, sus camaradas le llamaban en broma "general en jefe" y creían en serio que era hombre de gran porvenir.
Aquella tarde no podía dormir. Se lo impedía su sentido de responsabilidad por las acciones en que él intervenía y el apasionado interés con que las estudiaba. Se fue a dar una vuelta. Deseaba ver con sus propios ojos las hondonadas, las cotas y los claros del bosque señalados en el mapa. Caminó largo rato, mas no vio nada de interés. Cuando regresaba, le dio alcance una niña de unos diez años, que se detuvo ante él, turbada, pisando con los pies descalzos la hierba húmeda de rocío.
-¿Qué quieres? - le preguntó él.
-Darle una sandía... - respondió la niña balbuceando, a la vez que sacaba la sandía de un saco y la ofrecía al tanquista.
Se sentaron y la comieron.
-¿Dónde está tu casa - le preguntó él.
-¡Allá! - respondió la niña, señalando hacia el Oeste con un dedo, pequeño y sucio.
-¿Y tu madre, dónde está?
-Mi madre está allí - dijo la pequeña, señalando en dirección contraria -, en el campo de melones y sandías. Los alemanes nos incendiaron la isba. Duñka se quemó.
-¿Qué Duñka?
-La cerda. Iba a tener cerditos. Nosotros mirábamos desde la colina de Voronia, desde allí se ve lejos.
Por la conversación con la niña, supo Antón que la colina de Voronia se encuentra al otro lado del puente y que sólo es accesible por una parte; también se enteró de que al pie de la colina crecen arbustos y hay un terraplén pedregoso. Según todos los datos, aquél era un buen centro de operaciones, pero se hallaba en la retaguardia y mucho más al Este del sitio por donde se planeaba el golpe.
Durante la noche los tanques salieron en la dirección que se les había indicado. Antón permaneció en la reserva. Por la mañana se aclaró que los alemanes habían irrumpido en la retaguardia y se acercaban por el sudeste. Antón fue enviado con su tanque a cortarles el camino. Llegó a la colina de Voronia y se situó de modo que pudiera batir el puente. Logró poner tres tanques fuera de combate y obligó a a la columna enemiga a dar la vuelta hacia el barranco. Pero la tripulación de su tanque quedó gravemente herida. El perdió el conocimiento y ya no recordaba lo que después había sucedido.
Yacía inmóvil en la cama y seguía viviendo la vida de su ciudad, pero notaba en todo momento algo que le entorpecía. Con gran esfuerzo sobre sí mismo, comprendió que este obstáculo insoslayable era su propio cuerpo, pesado, torturado por el dolor, su cuerpo vivía una vida distinta de la suya y le estorbaba. A veces Antón perdía la conciencia de sí mismo. entonces tenía la impresión de que el cuerpo se le multiplicaba, de que poseía un número infinito de cuerpos; los cuerpos llenaban el camarote y todos estaban heridos, todos notaban una sensación de malestar.
-¡Yo no soy más que uno y la cama es también una! - murmuraba entonces,intentando convencerse de que acomodar a una persona en una cama no es una empresa tan difícil.
A fin de estar echado con más comodidad, hizo un movimiento brusco y al instante sufrió el tirón de un dolor insoportable. En seguida se sintió aliviado, perdió el conocimiento. De nuevo volaba hacia alguna parte en su tanque, a una velocidad insensata y sin ruido. Subió a una alta montaña. Hacia abajo se extendía la niebla azulina, sin fin; de nuevo sintió la sacudida de la felicidad y exclamó: "¡Está claro!".
Mas una voz seca y clara dijo con amargura:
-¡Los tanques! ¡Qué son los tanques sin aviación! Tenemos pocos aviones. ¡Aviones!...
Esta frase, cual latigazo, le devolvió en seguida la conciencia.
La conciencia le hablaba de todo cuanto había sido para él doloroso y amargo durante esos últimos meses.
En la escuela de tanquistas tomó cariño al tanque. entró en el primer combate con un sentimiento de alegría, de orgullo y de confianza en sí y en su máquina.
Pero uh día más tarde los aparatos de bombardeo alemanes destrozaron la columna de tanques. Las máquinas estropeadas, impotentes y torpes, como tortugas vueltas patas arriba, se amontonaban en el campo sembrado de embudos, mientras él permanecía echado con la cara hundida en la tierra,lleno de infructuosa rabia.
Día tras día, al oír la señal de "alarma en el aire", levantaba la vista al cielo con desesperado afán: "Si por lo menos apareciera uno de los nuestros" ¡Por lo menos uno! Pero nuestros aviones se presentaban muy pocas veces, eran escasos. ¡Sin los aviones, todo cuanto él poseía y constituía su motivo de orgullo, resultaba tan inútil! Se sintió humillado. Por la falta de aviones quedaban disminuidas sus propias facultades, se limitaban sus posibilidades de acción, y su destino se hacía pequeño, insignificante.
Pero incluso en los momentos de mayor amargura, él sabía que pronto la situación sería otra. Su confianza en el futuro era inconmovible. Vivía con esta fe, y cuando sufría mucho cerraba los ojos y comenzaba a pensar cómo serían los combates unos cinco o seis meses después.
-¿Es su primera herida? Me parece haberle visto en alguna otra parte - preguntó una voz femenina, tan fresca y suave que evocaba la figura de una mujer con los cabellos mojados y una toalla al hombro.
Antón abrió los ojos y vio a una joven con bata y gorro blanco. Tenía el rostro semiinfantil, moreno, pálido, con sombras acusadas bajo los oscuros ojos húmedos.
En el rostro, en la voz y en la actitud de aquella mujer, había sorprendentes remembranzas de los días de paz y de vida hogareña. Se la veía fatigada sin nerviosismo, atenta sin tensión excesiva. Estaba hablando con el herido que tenía rostro de mujer, que también era teniente.
-Le he visto en alguna parte, su cara me es conocida - decía ella.
-No, usted no me ha visto nunca - le respondió el teniente, sonriendo-. Esta no es mi cara. Ni la nariz es mía ni lo es la barbilla, ni son míos los dientes. Me puse el rostro hecho una tortilla y el que tengo ahora es obra de los doctores -. Se sonreía, y la monstruosa sonrisa del hombre con un rostro que no era el suyo, le pareció a Antón magnífica.
- La nariz se la han hecho de una cola de cordero - dijo alegremente el oficial de caballería-. Primero quisieron hacérsela de ternilla humana, pero no dio resultado. tomaron un hueso de ave, tampoco iba bien.. Echaron mano de una cola de cordero, la colocaron y ahí la tienen. Por eso puede mover la nariz como mueve un cordero la cola.
El hombre con rostro que no era el suyo movió la nariz de modo que realmente hacía pensar en los movimientos de una cola de cordero.
todos se rieron; también Antón se sonrió.
-¡Ah, querido! ¡Se ha despertado! ¿Cómo se siente usted - preguntó la mujer.
Antón quiso volverse del otro lado pero sólo volvió la cabeza y los hombros; la parte inferior del cuerpo le pesaba y se le quedó inmóvil.
-¡No puedo moverme! - exclamó sorprendido, y de pronto notó en la espalda algo mojado y tibio. Por el extremo de la sábana se corrió una mancha húmeda.
Antón no comprendía lo que le pasaba y miró en torno, desconcertado.
-Muy bien - dijo cariñosamente la mujer-. Ahora cambiaremos las sábanas. No se intranquilice, con los heridos de la columna vertebral esto suele ocurrir.
Antón a duras penas llegó a comprender de qué se trataba.
Por la especial ternura que veía en los ojos de la mujer, por la rigidez que adquirieron las facciones de sus vecinas, por sus miradas, de pronto relampagueantes y evasivas, se hizo cargo por primera vez de toda la magnitud de su desgracia.
III
-¡Seis, siete, ocho... nueve! - dijo uno de los heridos.
-¡Sólo faltaba eso, que los contaráis! ¡Venga la pierna! - exclamó irritada Viera.
Katerina Ivánovna estaba haciendo una cura y no captó el sentido de aquellas palabras. Sólo cuando hubo terminado el vendaje se dio cuenta de la inquietud de los heridos que se hallaba en la enfermería y de la acerada curiosidad con que miraban por la ventana. Siguiendo la dirección de sus miradas, Katerina Ivánovna divisó un grupo de aviones alemanes sobre el Volga.
El destino de aquellas personas ¿se encontraba en el barco indefenso, dependía del capricho de los aviadores enemigos.
Muchas veces habían bombardeado el barco y habían disparado contra él, muchas veces habían encontrado en su camino barcos incendiados y medio hundidos. Este viaje resultaba singularmente difícil. Habían salido de Stalingrado hacía tres días, pero en total no habían navegado más que ocho o diez horas. Durante el resto del tiempo, se encontraron el camino cerrado por minas o por paracaidistas, y permanecieron en el embarcación enmascarada junto a la orilla.
El peligro ya se había hecho habitual. Al divisar los aviones, Katerina Ivánovna pensó, fatigada:
"¡Qué más da! ¡Por lo menos que sea pronto!".
Pasó la mirada por la enfermería. Saltaba a la vista la falta de correspondencia entre los rostros tensos y pálidos de los hombres y la expresión despectivamente sosegada del rostro de las mujeres. Los hombres se encontraban por primera vez desarmados y sin ninguna defensa cara a cara con el peligro, mientras que las mujeres regresaban ya de su quinto viaje a Stalingrado.
Los aviones se acercaron, su ruido se hizo más perceptible.
-¿Por qué no tienen cinturones salvavidas en la enfermería? ¡No hay derecho! - exclamó el teniente de cara sonrosada, cuyas mejillas fueron palideciendo poco a poco.
-¡No mueva la pierna! - le dijo Viera.
Las enfermeras no perdían la calma.
La tripulación del barco ya había pasado por la enfermedad del miedo. Nadie se había librado de ella, como nadie se libra del sarampión, pero en cada persona la dolencia había presentado un cariz especial.
Cuando el barco salió por primera vez del fuego enemigo, "Yo y el capitán", entregó las llaves de la ropa (era el ama de llaves del barco) y se despidió de la tripulación con lágrimas y besos, como si se despidiera para siempre. Descendió por la pasarela llorando y suplicando a todo el mundo que velaran por el capitán, pues era un nombre "a quien el beber le hacía daño". A su lado iba el capitán, alto y callado, y tras ellos unos marineros transportaban un voluminoso baúl.
El baúl tropezaba con casi todas las puertas, y los marineros recordaban cada vez a los padres, lo cual era muy eficaz. cuando, por fin, lo descargaron y lo pusieron sobre el muelle, "Yo y el capitán" se sentó sobre el baúl y se puso a llorar tan estrepitosamente que llamó la atención de las personas que por allí se encontraban. Entonces, la capitana se calló de repente y declaró que aún haría otro viaje, después de lo cual se sosegó y volvió sobre sus pasos. tras ella, y por el procedimiento anterior, subió el baúl. La historia con el malhadado baúl se repetía con distintas variantes después de cada bombardeo.
Los cocineros, que no bebía nunca, se emborracharon inesperadamente cuando a la vista de su barco se hundió otro que iba en dirección contraria a la suya, por haber chocado con una mina. Yasha, siempre muy servicial y tranquilo, se sentó, borracho, sobre la plancha caliente de la cocina y se puso a cantar con gran afectación: "Yo me siento en un barril, y debajo del barril están los Fritz". Yasha se quemaba y no podía permanecer quieto sobre la chapa, mas se emperraba en no abandonar su posesión.
En este estado lo encontró el jefe del barco, Evdokia Petrovna, cuya presencia fue requerida en la cocina ante lo extraordinario del suceso. Llegó, lanzó una mirada fulminante con sus magníficos ojos azules al cocinero y ordenó que llevaran a los borrachos al cuerpo de guardia. Allí, abrazándose y pataleando, se pusieron éstos a gritar amargamente, aludiendo a Evdokia Petrovna: "¡Las mozas y la no mozas, son una calamidad! ¡Una calamidad!"
Katerina Ivánovna también pasó por la enfermedad del miedo. Después de sufrir un ataque muy agudo, entró en un período crónico que se manifestaba en que cada vez huía más insistentemente con sus pensamientos hacia el pasado. trabajaba a conciencia, mas ni por un momento dejaba de vivir en su fuero interno la antigua vida de su hogar.
Vivía como desdoblada entre el trabajo y su mundo interior, entre el miedo a la catástrofe y el deseo de vivirla cuanto antes y poder regresar a su casa.
Uno de los aviones se separó de la escuadrilla y se dirigió hacia el barco. Su pintura color de rana y su hocico chato cada vez resultaban más perceptibles. Por un instante todos quedaron petrificados. Luego el teniente de cara sonrosada, olvidándose de su pierna herida, quiso lanzarse hacia la puerta, mas antes de que llegara se oyeron unos crujidos secos: el avión disparó una ráfaga de ametralladora. Una bala rompió un frasco de la mesita y por la estancia se extendió fuerte olor a yodo. el teniente agarró la almohada de debajo de la cabeza de Antón, echado sobre la mesa de las operaciones, se tapó con ella y, seguidamente, se sentó junto a la puerta.
-Vaya a ese rincón, junto al mamparo, ahí hay colchones nuevos. Se reunieron en aquel lugar, en cuclillas. El avión disparó una segunda ráfaga. Tintinearon los cristales de la ventana. Agrupados en montón, apretándose unos contra otros en un ángulo de la enfermería, se agacharon los heridos medio desnudos y las mujeres vestidas con batas blancas. Cada uno de aquellos seres humanos procuraba hacerse un ovillo. El cuerpo del prójimo le servía de defensa, y otra no había. Dominando a ese puñado de personas acurrucadas y las palanganas con vendas ensangrentadas o llenas de pus, sobre la alta mesa de las operaciones yacía el joven con la cabeza echada atrás, apretados los labios y tranquila la larga línea de sus cejas.
"Ya no ha de temer nada. Lo que le ha ocurrido es más grave que la muerte - pensaba Katerina Ivánovna-. ¿Lo comprende él?"
El rostro de aquel herido aún era muy juvenil Sus ojos grises miraban a veces francos e interrogadores, como los de un niño, pero los ángulos de su larga y hermosa boca estaban apretados y en sus repliegues se percibía una nota de profunda aflicción, aceptada ya para siempre.
En aquella posición se sentía incómodo.
-Deme la almohada - dijo Katerina al teniente; la tomó, se acercó a Antón y se la puso debajo de la cabeza-. Así estará usted más cómodo - dijo ella, por decir alguna cosa-. ¿Prefiere que lo bajemos al suelo?
-¡Qué más da! -repuso él secamente -. No se quede ahí, de pie. Siéntese.
Le costaba apartarse de su lado, mas permanecer allí no tenía sentido. Katerina Ivánovna se acercó de nuevo al mamparo y volvió a sentarse, obediente.
Durante aquellos tres días de viaje, hacía caso a aquel joven herido por segunda vez. Cuando la primera vez, ocurrió lo siguiente. Cada día llevaban a Antón a la enfermería. En el modo que él soportaba la cura dolorosa y humillante había cierta grandeza.
-Ponedme de cara ala ventana - rogaba, y evitando mirar su cuerpo, clavaba la vista en la ventana.
Se ponía e pensar en algo con todas sus fuerzas y no reaccionaba ni con un gemido ni con un movimiento a las manipulaciones que con él verificaban Las enfermeras estaban admiradas y Frosia, ocupada en servicios auxiliares, decía:
-¿Pero de qué está hecho? ¡Incluso el hierro rechina si se hurga!
Una vez no le curó Liena, sino la torpona Ksenia. El padeció largo rato en silencio, hasta que al fin dijo con labios grisáceos:
-Márchese de aquí, llame a Liena.
-No sea usted caprichoso, sé lo que hago - replicó Ksenia.
-¡Márchese de aquí, le digo! - reiteró él con expresión de odio.
-YO le digo que usted no tiene por qué dar órdenes aquí. Tenemos bastantes jefes para darlas.
-¡Vete...! - exclamó él con voz ronca, y soltó una maldición.
-Yo misma le curaré - dijo rápidamente Katerina Ivánovna, y le realizó la cura, que él soportó con la férrea resignación de siempre.
Cuando se lo llevaban de la enfermería, Antón dijo severamente a Katerina Ivánovna:
-Que no vuelva a aparecer por aquí.
Su conducta era intolerable, mas Katerina Ivánovna no sólo no le censuraba, sino que ella misma se sentía avergonzada de haber destinado a aquel trabajo a una enfermera poco habilidosa, y aquel mismo día la quitó de allí.
De nuevo se oyó el ulular desagradable y creciente del avión que, después de trazar un círculo, volvía hacia el barco. Otra vez se divisó su silueta a través de la ventana.
De repente Anton se acordó de su palomar y de sus sueños infantiles, cuando quería criar en él aguilucho. El enorme pájaro de color gris verdoso volaba directamente hacia el tanquista herido, llevando algo en sus garras afiladas. Anton sintió deseos de rasgarse la camisa y presentar el pecho descubierto, mas se dominó. En el fondo de su alma ya se sentía muerto para sí. Sabía perfectamente que él, como era antes, con su anterior carácter, con los caminos que ante sí se le abría, ya había dejado de existir. Par hacer de sí mismo otro hombre, debía quebrar su indomable orgullo, necesitaba conformarse con su nuevo y triste destino. Ello era sumamente difícil. Alejó de la mente aquellos pensamientos dolorosos y luchó con el deseo de la muerte. Se dijo a sí mismo, airado:
-¡Qué es esto! ¿Tienes miedo? ¿El temple no es el mismo? ¡Pues vivirás, no buscarás ninguna huida! ¡Vivirás!
El avión disparó aún otra ráfaga y se alejó.
La doctora, acurrucada, no dejaba de mirar a Antón con sus grandes ojos castaños. A él esto le irritaba. Cuando se sentía muy mal y perdía el conocimiento, la llamaba precisamente a ella; pero cuando se sentía mejor, la presencia de aquella mujer le resultaba penosa.
En ese momento, agachada, con los negros rizos que le salían por debajo del gorro blanco, con la boca inconscientemente entreabierta, con la cálida y tierna mirada fija en él era tan atractiva, que Antón pensó sin querer:
"¡Qué hermosa! Es agradable y morena, es la que... ¡Pero no! Probablemente es como todas. espera a uno lleno de salud, con medallas y órdenes. Tales ideas le produjeron una gran amargura. Notaba en su interior sentimientos extrañamente hostiles hacia las personas, y esto le humillaba.
Tampoco en esta lucha podía esperar ayuda de ninguna parte. Hacía tres años que había perdido a sus padres, no tenía hermanos, ni hermanas, ni esposa.
En su vida no había más que una mujer, una estudiante del conservatorio, hermosa e inteligente. Una vez ella tocó largo rato el piano para él, y luego le abrazó y le dijo:
- Antón, júzgame como quieras, pero te amo. Nada te pido, te amo a ti y a nadie más, y esto me basta.
Antón se sentía feliz a su lado y la consideraba una mujer extraordinaria. Incluso ahora, siendo ella esposa de otro, Antón la recordaba con respeto y agradecimiento. Pero nunca, ni siquiera en sus horas de mayor felicidad, había podido librarse, él, de la sensación de "que no era eso!, de que las cosas no habían sucedido como era necesario. "no tenían que ser aquellos" los actos, las palabras y los gestos.
En cambio, en esa mujer desconocida y fuera de su vida, todo le parecía a él como debía de ser. Por eso en presencia de ella adquiría Antón conciencia más patente de su inferioridad física, y se irritaba.
Se apagó el ruido de los aviones y la doctora se le acercó:
-Ahora mismo le voy a curar - le dijo con cierto deje de culpabilidad-. Seguramente está fatigado de hallarse en esta mesa, ¿no?
A la enfermería llegaban combatientes alcanzados por las ráfagas de ametralladora.
Antón levantó la cabeza con gran dificultad, y muy cerca, en la orilla, entre los espesos arbustos verdes, distinguió nítidamente las bocas de unos cañones.
-Hay paracaidistas alemanes en la orilla - dijo.
La parte navegable del río pasaba junto a la orilla, y los cañones disparaban con tiro directo.
El barco empezó a virar bruscamente, mas se paró en seguida.
La tripulación corría por la cubierta, de un lugar a otro. Una joven rubia de servicios auxiliares, salió a cubierta y cayó en seguida...
-¿Por qué han parado el barco? - preguntó alguien en el pasillo.
Le respondieron sin ambages, con la mayor serenidad.
-La maquinaria está averiada y se ha roto la cadena del timón
Parecía como si los alemanes esperaran sólo a que el barco se detuviera. No bien estuvo el barco parado, empezaron a disparar contra los costados con ametralladora. Las balas atravesaron por distintos lugares el camarote destinado a enfermería. Una rozó al teniente en la mejilla, y él, dejando escapar un apagado chillido, se arrojó al lavabo, arrancó la taza y se la encasquetó. Con la taza en la cabeza, echó a correr por el camarote.
-¡Ponte el salvavidas, tonto! - le gritó disgustado Antón.
El teniente volvió en sí, arrojó la taza del lavabo, agarró primero un cinturón de corcho, luego otro, y con los dos cinturones en la mano salió corriendo del camarote.
No había suficientes salvavidas y la gente arrojaba ala gua mesas,puertas, bancos y tablas de los mamparos. El estampido de los cañonazos se mezcla con el grito de los heridos y con el crujir de la madera desgarrada.
-El comisario ha ordenado cargar en una barca a los heridos graves. ¡Señor, Dios mío! ¡Venga la camilla! - e oyó decir a Viera con voz ahogada por el llanto.
Unos instante después, varias muchachas auxiliares y viera pasaron por delante de la enfermería llevando a un herido en una camilla. Transportaron a unos cuantos heridos más y se dirigían hacia Antón cuando alguien las llamó:
-¡Aquí, aquí, enfermeras! ¡Llevadme a mí!
Desaparecieron por mucho rato. Luego Antón vio a una de las jóvenes llorando y con el cinturón de corcho atado a la cintura...
IV
Por las tardes, a Antón le subía la fiebre. Se apoderaba de él una excitación especial que le hacía ver los colores con singular brillantes y le hacía percibir las voces como muy sonoras. Oyó decir al teniente de mejillas sonrosadas, con voz fina y vibrante:
-Faltan bolsas para agua caliente, ¿no hay derecho" Otra vez tengo espantosos dolores. Con la gastritis que arrastro me dan de comer pan negro. Ni cuando estuve cercado comí pan tan malo.
_Es cierto - comentó el oficial de caballería, entornando los ojos -, también nosotros estuvimos cercados y tampoco comimos pan como éste. El pan negro lo dábamos a los caballos.
De pronto dejó de fruncir los ojos y acabó con otro tono:
-En vez de pan, nosotros teníamos tabaco malo, y en vez de cebada para los caballos, ¡nada! ¡A un caballo no le vas a meter un cigarro de papel en la boca, en vez de cebada!
-Nosotros pasamos dos noches al lado de los vuestros-dijo el teniente con el rostro operado -. eran unos muchachos excelentes.
-En caballería no hay uno malo - terció Antón, excitado, ebrio de dolor y de fiebre.
-El que no es bueno no puede hacerse de caballería. A los malos, los caballos no los llevan, en seguida lo husmean. No hay mujer que conozca a su marido tan bien como el caballo a su jinete.
-Así es - añadió el oficial de caballería -. Al caballo no lo engañas. El animal no es como un tanque. ¡Tiene su alma! Cuántas veces lo habré observado. No bien se mete en nuestras filas un hombre de pocos ánimos, dura hasta el primer ataque. el caballo no pone mucha cura en proteger a los malos jinetes.
De pronto los cañones dispararon a poca distancia, el oficial de caballería se dobló sobre un costado y de la garganta le manó la sangre a chorro.
-¡Doctora! -gritó el teniente, agarrando al oficial de caballería por el brazo y llevándolo hacia la sala de operaciones.
El teniente de mejillas sonrosadas saltó de la litera superior y se sentó en el suelo, arrastrando el colchón y extendiéndoselo por encima de la cabeza.
-¿Dónde está la barca para los heridos graves? - preguntó a una enfermera que pasó corriendo por delante del camarote.
-Han hundido las dos barcas, el comisario ha quedado partido - respondió sin dejar de correr.
Del camarote inmediato salió el jefe del barco. Evdokia Petrovna caminaba apretándose las manos sobre el pecho, sin una gota de sangre en las mejillas, y repetía casi inconscientemente:
-¿Qué vamos a hacer ahora? ¡Liena, Liena!
Antón no sabía que así se llamaba la hija de Evdokia Petrovna.
-¡Camarada jefe! - gritó Antón.
Ella se le acercó y le miró con ojos que no veían.
-Camarada jefe, ¿dónde están las armas que retiró usted a la oficialidad? - preguntó Antón, esforzándose por hablar con voz alta y clara, como se habla alas personas que deliran.
_En la caja fuerte.
-Hay que distribuir las armas a los heridos graves, a los que no pueden arrojarse al agua.
-¿Para qué distribuir las armas? - preguntó ella, como si despertara de un sueño.
-Cuando no quede nadie en el barco dispararemos.
-Las llaves de la caja fuerte las tenía el comisario. Ahora las traigo.
Se fue rápidamente, habríase dicho que contenta de poder hacer algo razonable.
Volvió muy pronto, y Antón, al verla ,creyó que estaba mortalmente herida.
-En los bolsillos superiores no están las llaves. La parte inferior del cuerpo se ha caído al agua - dijo Evdokia Petrovna, como si transmitiera un parte.
Se quedó mirándole, interrogadora, tragando constantemente saliva, pero sin poderse tragar el nudo que se le había formado en la garganta.
-¡Doctora! - gritaron al lado, y ella acudió inmediatamente a la llamada.
Clavado en la cama y olvidado de todos, Antón se había quedado solo y tenía la vista fija en la ventana.
Ya no había nadie en cubierta. Antón vio el cielo gris, bajo, el espeso verdor de los arbustos de la orilla y el agua sosegada y densa.
-¡Cuántas veces había invocado la muerte! En aquel momento, cuando la tenía cercana e inevitable, comprendió, de pronto, que en esas matas verdes, en ese cielo azul y en aquella agua radicaba la felicidad. Estaba dispuesto a sufrir cualquier dolor con tal de no perder aquel trozo de verdor, de cielo y de agua.
El teniente de rostro que no era el suyo irrumpió en el camarote, tomó dos salvavidas de un estante, se ciñó uno y empezó a colocar el otro a Antón.
-¡Nos pondremos a salvo, hermano! - dijo rápidamente-. El barco está ardiendo y se hunde. ¡Hay que salvarse!
-Déjame... No podrás llevarme hasta la orilla, estás herido del brazo- dijo Antón, mirando ávido y esperanzado el rostro del teniente.
-¿Para qué sirve, pues, el salvavidas? - replicó éste -. Si no tuviera el brazo herido, te llevaría sin cinturón.
Ataba el salvavidas sobre el pecho del tanquista herido,cuando un cascote le atravesó el hombro. Llevaba el otro brazo en cabestrillo. Con el sentimiento de la impotencia reflejado en la cara, salió tambaleándose de la cabina.
Antón se quedó solo.
Levantando la cabeza, pudo ver cómo los alemanes corrían por la orilla. Movían los brazos y gritaban:
-¡Ruso, ruso! ¡Nadar aquí! Aquí no disparar. Allí disparar.
Los cañones arrojaban su metralla sin prisas, de arriba abajo y de izquierda a derecha.
"¡Aquí está la muerte!", se dijo Antón. Siempre que había pensado en la muerte, había creído que iba a morir o en el campo de batalla, entre el fragor del ataque, o mucho más tarde, anciano ya y con el cabello blanco, rodeado de parientes y amigos apesadumbrados. Pero en aquel momento se hallaba fuera del gozoso estrépito del ataque y huérfano de la solemne pena de las personas allegadas. A su alrededor, en un camarote desagradable, no había más que camas sin arreglar,mantas grises de algodón, apelotonadas, la taza del lavabo arrojada al suelo y a la espantosa soledad del barco abandonado por la tripulación.
Iba a morir desarmado, solo, sin consuelo humano, sin gloria, sin nadie que le recordara, sin una tumba... Incapaz de dominarse, dejó escapar un gemido y, poniendo a contribución todas sus energías, procuró incorporarse. Sus manos deseaban una arma, sus ojos buscaban otros ojos humanos. Pero el barco mutilado estaba vacío. Los cañones golpeaban cada vez más perezosamente el costado, y desde la parte baja subía olor a quemado.
Cuando empezaron a disparar contra el barco, Katerina Ivánovna estaba ocupada en la enfermería. Al saber que se trataba d eun desembarco de paracaidistas, pensó:
"¡gracias a Dios, no es una bomba, ni un avión, ni una mina." Le parecía que bastaba navegar un poco para alejarse del peligro. Mas el barco no se movió del sitio. Las minas estallaban ahí mismo, los heridos no cabían en la enfermería y en la cubierta se había producido un desconcierto inusitado. Pronto en la cubierta no quedó nadie y a la enfermería empezaron a llegar cada vez menos heridos. se presentó Viera y dijo que el jefe y el comisario habían muerto.
Vendado el último herido, Katerina Ivánovna tomó un botiquín de urgencia y bajó a los compartimientos inferiores. Poco antes de bajar ella, cuando empezaron a disparar contra el barco, los que ocupaban los camarote de tercera y cuarta clases y los que ocupaban las bodegas, adaptadas para el transporte de heridos, se lanzaron a los pasillos laterales para saltar al agua. Junto a las barandillas, se formó un tapón de centenares de personas y contra ellas concentraron su fuego los cañones.
Katerina Ivánovna encontró allí un montón de cuerpos ensangrentados. La cocina estaba ardiendo y las breves lenguas de fuego lamían perezosamente las paredes. Cerca de la sección de máquinas yacía el capitán, con la cabeza echada hacia atrás y los párpados cerrados. Sobre su pecho, como si quisiera ampararlo con el cuerpo, se apoyaba su mujer; ambos estaban muertos.
De los departamentos de tercera clase, salió Yasha. Clavó en Katerina Ivánovna una mirada fija, sin alma, y se acercó pisando charcos de sangre,indiferente a los cascotes de metralla que zumbaban a su alrededor y a todo cuanto le rodeaba. Se detuvo ante la doctora y, sin dejar de mirarla con ojos brillantes y llenos de tristeza, dijo:
-A mi Frosia acaba de matarla una mina.
Katerina Ivánovna vendó a un herido, sin responder nada a Yasha.
Yasha se quedó contemplándola unos instantes en silencio, luego dio la vuelta y se alejó lentamente.
Katerina Ivánovna aún entrevió varias veces la figura solidaria del cocinero. Yasha vagaba maquinalmente por el barco desierto, mas le bastaba distinguir en algún lugar a un ser humano para que se iluminara el rostro, y, sin parar mientes en el fuego ni en la sangre, se dirigía hacia aquella persona para mirarla con mirada triste y repetir la misma frase: "A mi Frosia acaba de matarla una mina".
Yasha necesitaba aunque no fuera más que una palabra de consuelo, una de esas palabras corteses y vacías que tan generosamente se prodigan los hombres. Mas ahora todos le miraban con ojos incomprensibles y desorbitados, cada individuo estaba ocupado consigo mismo, y nadie le decía esa palabra que para él era más importante que la propia vida. Permanecía unos momentos en infructuosa espera, se alejaba despacito y continuaba vagando por el barco sin objetivo alguno.
Alguien agarró a Katerina Ivánovna pr la pierna.
-¡Doctora, tenga compasión! - le rogó un hombre con el vientre desgarrado.
Y Katerina Ivánovna hizo lo que la ley y la ética prohíben: le inyectó una gran dosis de morfina. Aún vendó a unos cuantos heridos más.
El barco se iba hundiendo. Las bodegas ya estaban llenas de agua, las llamas de la cocina se habían extendido al compartimiento inmediato. A Katerina Ivánovna, un incendio en el barco siempre le había parecido una desgracia horrible, mas entre los horrores de aquella hora el incendio del barco resultaba ser el más insignificante. Las personas pasaban por las puertas incendiadas y saltaban sobre los umbrales de fuego sin parar mientes en las llamas. Varias veces Katerina Ivánovna pensó en ir a buscar el salvavidas y saltar al agua, mas cierto extraño sentimiento la retenía, la obligaba a m permanecer allí hasta el fin. Sólo cuando no vio a nadie en su alrededor, Katerina Ivánovna, sin prisas a pesar de que el borde la escalera ya ardía, subió a la parte superior y se dirigió hacia su camarote. Pero habían arrancado ya la puerta y había desaparecido su salvavidas.
Katerina Ivánovna casi no sabía nadar, pero embotada por lo que acababa de ver y sufrir, no se asustó por la falta de cinturón de corcho. Permaneció unos momentos sentada en el camarote, atenta al inusitado silencio. Los alemanes, convencidos de que en el barco no quedaba nadie, habían dejado de disparar. Katerina Ivánovna caminó por el corredor con la esperanzas de encontrar algo que la ayudara a sostenerse en el agua.
-¡Doctora, doctora! -gritó una voz conocida.
Del camarote inmediato la estaba mirando con sus ojos brillantes, de expresión tensa y a la vez sosegada, el tanquista herido. era como si la contemplara de lejos. Había, en aquella mirada, el sosiego intransferible de la persona que ya lo ha decidido todo. Ella se le acercó.
-¿No tiene usted salvavidas? Tome el mío.
Con gran dificultad, el herido se quitó el cinturón de corcho de debajo de la espalda, se lo entregó a la doctora y le dijo con voz imperiosas:
-¡Echese al agua!
Katerina Ivánovna se fijó en aquel rostro pálido, con los ángulos de la triste boca firmemente en el mundo nadie más querido que aquel joven.
-No me arrojaré al agua sola, nadaremos juntos, agarrados los dos al mismo salvavidas - dijo desesperada, sin creer siquiera en sus propias palabras.
La cara del herido se iluminó con una inefable expresión de agradecimiento, con unr ayo de alegría y de orgullo por ello. era como si él hubiese esperado tales palabras y temiera no oírlas. Mas dijo, sin que se le alterara el tono de la voz:
-¡Yo no llegaría, doctora; no me puedo mover. No se quede aquí. ¡Adiós!
Le tendió una mano grande, sonrosada gracias a la luz del atardecer, cálida y como llena de vida.
Ella, en vez de irse, se sentó en el borde de la cama y le apretó con fuerza los dedos de aquella mano.
El silencio, las puertas hundidas, la taza del lavabo arrojada al suelo, la sangre sin limpiar, los colchones sacados de los estantes, todo estaba allá muerto. Sólo aquellos dos seres seguían vivos en el barco que se hundía, y el joven que la había llamado en la hora de la muerte era para Katerina Ivánovna una criatura inmensamente entrañable.
-Doctora, ¿no tiene usted armas? - preguntó el, reanimándose y levantando un poco la cabeza.
-No.
-¿Es posible que en el barco nadie tuviera un arma?
-El marino de guardia tenía fusil.
-Tráigamelo, doctora.
ella de nuevo bajó, dio la vuelta a medio barco, llegó a encontrar el fusil con gran dificultad y lo entregó a Antón. El herido lo agarró impaciente,. contó los cartuchos y dijo:
-Ayúdeme a ponerme de costado.
Katerina Ivánovna le ayudó a ponerse de modo que pudiera disparar.
El joven suspiró profundamente, como antes de dar un salto, y dijo a la doctora:
-Ahora, adiós. Echese al agua. Cuando usted se haya ido, dispararé.
Mas a ella le faltaban fuerzas para irse. Le puso la mejilla en el hombro, con tierno movimiento femenino de impotente resignación.
Sobreponiéndose a su dolor, él le acaricio solícitamente la cabeza. La consolaba como si no fuera él, sino ella quien se quedaba a morir en el barco. Le estaba infinitamente agradecido. Con su gesto de impotencia, ella le había dado posibilidad de sentirse una vez más fuerte,osado y varonil. El nos e había equivocado: aquella mujer poseía la sorprendente capacidad de adivinar sin palabras y de obrar tal como necesitaba él. En aquel momento, ella hacía lo mejor que podía hacer: le ayudaba a morir tal como ha de morir un hombre. Antón Katerina Ivánovna Antón Antón Katerina Ivánovna Antón Katerina Ivánovna Antón Antón la miraba con ternura y entrelazaba sus dedos con los finos cabellos de la mujer.
Cada vez se notaba más intenso el olor a quemado y a humo.
-¡Arrójese al agua! - dijo Antón -. No puede esperar más.
Para que a ella no le resultase tan doloroso irse y para consolarla, añadió, sonriendo tristemente:
-Pronto oscurecerá; quizá tenga usted tiempo de venir a buscarme en barca.
Ella sabía que era imposible, comprendía que é deseaba consolarla, pero impulsada por su destino, engañándose a sí misma, se agarró a esa idea y comenzó a ponerse el salvavidas.
-Tome - le dijo él, entregándole su cartera -. Son mis documentos.
Katerina Ivánovna puso la cartera en la bolsa impermeable que llevaba colgada del cuello.
Se ató el cinturón salvavidas, quiso levantarse, mas tampoco pudo y apretó las mejillas llenas de lágrimas contra la mano de él.
-Volveré, vendré a buscarle - repetía ella. Le resultaba muy doloroso apartarse del lado de aquel joven.
Por fin se levantó, suspiró, no tuvo fuerzas para mirarlo por última vez y salió del camarote como ciega, extendiendo las manos hacia adelante.
Cuando la mujer de negros cabellos - el último ser humano de su vida - hubo desaparecido del camarote, Antón cerró los ojos y permaneció largo rato inmóvil. Estaba contento de que hubiera sido precisamente ella la que había acudido a su lado en aquella hora. Aún notaba en las palmas de las manos el cálido contacto de las mejillas de la mujer. Aún veía la flexible figura vestida con una bata blanca, saliendo del camarote.
Habría deseado llamarla, mas no sabía cuál era su nombre. entonces, los labios por sí mismos balbucearon melancólicamente: "¡Mamá, mamá!" Pero los cerró fuertemente y se quedó como petrificado en su inmovilidad...
Le parecía estar muy tranquilo; en realidad todas sus fuerzas se aplicaban a no gritar, a no dejarse llegar por la angustia. esperó a que transcurriera bastante tiempo, a fin de que ella pudiera alejarse del barco, y se puso a mirar lo que pasaba en la orilla. Seguros de que no les amenazaba ningún peligro, los alemanes se movían sin tomar precaución alguna.
Antón dejó pasar más tiempo, y cuando vio que ante dos de ellos los demás se cuadraban disparó. Uno de los dos alemanes agitó los brazos y cayó al suelo.
-¡Has recibido lo tuyo, miserable! - pensó Antón, invadido por cruel alegría.
Tumbó al otro y se puso a disparar contra los que acudían a socorrer a a los dos caídos.
Contra el barco abrieron luego los morteros. Le metralla silbaba por encima del tanquista herido,. rompía los cristales, destrozaba las camas y él permanecía en la cama como embrujado.
Las llamas cobraron fuerza en la proa, cambió el viento y el camarote se llenó de humo. El agua ya llegaba cerca,. el barco se hundía cada vez más rápidamente. Antón gastó todos los cartuchos menos uno. pero cuando los alemanes, al observar que ya no disparaban desde el barco, salieron de entre las matas, él no pudo dominarse.
"¡Allá va!", se dijo, y gastó el último cartucho. De nuevo abrieron contra el barco un fuego diabólico.
No le quedaba más remedio que esperar. Reclinó la cabeza sobre la almohada.
¿Qué le alcanzaría primero? ¿El fuego o el agua? ¡Si fuera una bala! A pesar de todo, el fuego y el agua eran preferibles al inevitable horror de una mutilación espantosa.
Antón deseaba una bala, hacía esfuerzos para incorporarse a fin de que los de la orilla le vieran la cabeza. "Ni la enfermedad, ni el agua, ni el fuego, sino una bala, ¡era preferible una bala!" Le atravesaron la sien.
Katerina Ivánovna no se dio cuenta de cómo se arrojó por la borda, no notó el frío del agua y se puso a nadar casi inconscientemente. Sólo unos minutos después empezó a percibir lo que tenía a su alrededor y vio a algunas personas nadando. Nadó durante más de una hora. Se le enfrió el cuerpo, que le quedó embotado de frío y de cansancio. Se desvaneció varias veces, mas cuando las olas le azotaban la cabeza, se atragantaba, recobraba el conocimiento y encontraba en sí nuevas fuerzas.
Por fin alcanzó la orilla, salió a un banco de arena. Sólo entonces miró en torno. Hasta aquel momento no se había permitido volver la cabeza, se protegía instintivamente temiendo ver lo inevitable y horrible y perder las fuerzas debido a la enorme pena.
Todo había terminado: Se extendía por doquier la superficie inmensa, igual y apretada del Volga. No había barco. En aquel mismo instante, Katerina Ivánovna dejó de notar toda sensación excepto la de infinita y plúmbea angustia que se había apoderado de ella.
¿Qué habría sentido durante esa hora aquel cuyas manos le dieron el cinturón de corcho, aquel que la había mandado a la vida? ¿De qué modo le habría llegado la muerte? ¿Lo ahogó el agua, o lo quemó el fuego? Katerina Ivánovna sentía tal angustia, que no podía moverse; no deseaba ver a nadie ni oír voces de nadie. Se tendió sobre la orilla. Le pareció que sólo aquella tierra enorme, gris y húmeda podía compartir su pena. Apretaba el cuerpo contra la tierra, se le pegaba la arena mojada y punzante a la vez que las olas le acariciaban acompasadamente una mano.
-Levántate, muchacha. Levántate, palomita - oyó que le decía un viejo que llevaba un cubo en una mano y la sacudía a ella por un hombro con la otra.
Katerina Ivánovna se levantó y siguió, obediente, al viejo. No sentía frío a pesar de que su cuerpo mojado se enfriaba más aún, azotado por el viento otoñal. Las piernas le habían quedado entumecidas de fatiga, caminaba con paso inseguro, zigzagueante; pero no sentía cansancio.
Rodearon una colina, y el viejo acompañó a la mujer hasta una hoguera encendida en una hondonada. Katerina Ivánovna miró en torno. Aquel era el anochecer de un desapacible día otoñal. El cielo ingrato, acarminado en la línea del horizonte, estaba recubierto de nubes. En la hondonada se había recogido un rebaño de vacas.
Los animales levantaban sus testas de ojos enrojecidos y mugían lastimeramente.
En torno a la hoguera se habían sentado varios de los combatientes que iban en el barco y algunas enfermeras. Llevaron a Katerina Ivánovna tras unas matas y le pusieron ropa seca. Luego, ella se recostó en el suelo, junto a la hoguera, sin decir una palabra. Alguien le dio un tazón de leche caliente, alguien le puso un capote sobre los hombros. Nadie hablaba, sólo una mujer flaca decía, despacio, sin levantar la voz:
-Llevan tres días sin ordeñar. Han matado a dos pastores y yo sola soy incapaz de ordeñarlas a todas. Las ubres les han quedado hinchadas y duras como la piedra. Duele oír cómo los animales mugen.
Hablaba sin acalorarse, como si pensara en algo completamente distinto. Pelaba patatas con gran ligereza, y por su rostro inmóvil y sosegado le corrían las lágrimas sin cesar. Como la estorbaban, ella se las secaba con el reverso de la mano, pero las lágrimas volvían a fluir.
-¿No la han herido, Katerina Ivánovna? - preguntó Liena.
-No.
-Hemos tenido mucha suerte -dijo Liena, sorprendida y sin alegría; después de animarse a sí misma y de animar a Katerina Ivánovna, prosiguió: -Dentro de dos días estaremos en nuestras casas. Yo veré a mamá, y usted se verá con su marido. ¡Dios mío! ¿Será posible= ¡Volver a casa!
Aquello era lo que Katerina Ivánovna había estado esperando tanto tiempo en el fondo de su alma. Había llegado al término de la espantosa ruta. Se había salvado, podía regresar a su casa.
Cerró los ojos y vio su pisito cómodo y limpio, con el suelo de parquet, con tarros azules sobre tapetitos blancos. Vio el alegre rostro de su marido, sus hombros fuertes y cálidos. Mas inmediatamente apareció ante ella otro rostro que miraba con ojos de hermano, de amigo y de jefe.
El breve encuentro con el hombre que se había quedado a morir en el barco, se había convertido en lo más importante de su vida. Katerina Ivánovna sabía que nunca hablaría de ello a nadie y sabía también que no lo olvidaría jamás.
todo había adquirido otro aspecto en el transcurso de ese día. Hacía mucho tiempo que
Katerina Ivánovna se hallaba en el frente y respiraba el aire de la guerra, mas hasta entonces, el mundo de la guerra le había sido ajeno. Con todos sus pensamientos, con todo su ser, ella seguía viviendo ene l ámbito encantador de su hogar. era una mujer enviada a la guerra, mas no era una mujer combatiente.
Hasta entonces, aún viviendo en el frente, tenía el corazón en su casa. Pero desde ese momento, incluso si volvía a su hogar, su corazón permanecería allí.
Lo raro era que en el transcurso de las últimas horas no había sucedido nada alentador, antes al contrario, el día había estado repleto de horrores. Sin embargo, Katerina Ivánovna nunca había estado tan firmemente convencida como entonces de que alcanzarían la victoria. Su estado de ánimo podía compararse al de la mujer que en medio de los dolores del parto ni por un instante deja de estar segura de que la criatura verá la luz, de que ya está naciendo.
Katerina Ivánovna se sentó y dijo a la enfermera:
-A mí me dio su salvavidas el tanquista herido en la columna vertebral. El se quedó en el barco y disparó contra los alemanes con el fusil del marino de guardia.
Las muchachas no le respondieron nada, pero la expresión de sus rostros se hizo más grave. Se envolvían los pies descalzos con vendas de una bolsa-botiquín que llegó hasta allí no se sabe en virtud de qué milagro.
Katerina Ivánovna tomó la cartera de Antón y la abrió. Vio su carnet de komsomol, varias cartas y la fotografía de una muchacha hermosa, de ojos negros. En el reverso, Katerina Ivánovna leyó la siguiente dedicatoria: "Al futuro general en jefe, de una futura "maestro" "
Katerina Ivánova se guardó la cartera y comenzó a vendarse cuidadosamente los pies descalzos, que le habían quedado fríos. La inmovilidad se le hacía insoportable. Solamente la acción podía aliviarla.
Se levantó, se ciñó con una venda el pesado capote húmedo y dijo:
_Quiero llegar hasta Stalingrado. Allí nos necesitan. ¿Quién viene conmigo?
-¿NO pensarán que somos espías? - preguntó Liena.
-Me conocen e el centro de evacuación.
-Iremos nadando hasta la carretera, allí subiremos a algúncamión .- dijo Liena, levantándose.
Cuando subían a la colina, salieron a su encuentro el teniente de cara sonrosada y el cocinero Yasha. El teniente hablaba rápidamente y gesticulaba, excitado. Yasha le seguía indiferente a todo.
-¡No es por esta parte, no es por esta parte! - gritó el teniente al ver las mujeres -. Volver atrás. venid con nosotros. A quince kilómetros hay una capital de distrito y de allí salen coches hacia el Norte. Ya me he puesto de acuerdo con una persona. Dentro de tres días estaremos en Sarátov.
Katerina Ivánovna prosiguió su camino sin responder, pero Liena volvió la cabeza y dijo:
-Nosotras vamos a Stalingrado.
El teniente se detuvo y las siguió con la mirada.
Comenzaba la noche, sombría. El frío viento azotaba las ramas mojadas de los arbustos, de poca altura.
Dos mujeres descalzas, defendidos los pies por simples vendas, abrigadas con capotes mojados, iban hacia Stalingrado. Cuando ya se hallaban bastante lejos, Yasha, como si volviera en sí, echó a correr tras ellas.
1945.
(1) Mazut es un pesado, el petróleo de baja calidad de los combustibles, utilizados en plantas de generación y aplicaciones similares. En los Estados Unidos y Europa Occidental mazut se mezcla o averiados, con el diesel del producto final que es.
Mazut puede ser utilizado para calentar la casa en la antigua Unión Soviética y en los países de Extremo Oriente que no tienen las instalaciones para mezclar o se descomponen en petro-más tradicionales productos químicos. En el oeste, los hornos que queman Mazut comúnmente se llaman "aceite usado" calentadores o "hornos de aceite usado".
Fuente: Mil cuentos rusos
Publicado por LA ESPINA ROJA