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Vaticano: No, no hubo una Papisa. Fueron tres



No, no hubo una papisa. Fueron tres.

Una mujer sentada en el trono de la Iglesia, que disimuló su condición desde joven, cortándose el pelo y vistiendo anchas ropas eclesiásticas. 

Ello la permitió educarse como monje, viajar a Roma y ser elegida para papa.

Es la conocida historia de la papisa Juana, aunque no es la única mujer que ha gobernado de forma efectiva la Iglesia.

Otras dos, muchos siglos después, hicieron lo mismo.

Juana, en realidad, nunca existió.

A su leyenda dio origen un divertido libro en latín, que era una sátira sobre las costumbres del clero romano. 

Fue escrito por Félix Haemerlein en el siglo XV y, como muchos otros análogos, se dirigía a un público intelectualmente muy selecto.

Que desde luego, era capaz de comprender los chistes que contenía. 

Sin embargo, cuando sus historias pasaron al conocimiento común de europeos y romanos, perdieron su tono jocoso y se dieron por absolutamente ciertas. 

Especialmente la relativa a una ceremonia en que cada nuevo papa debía sentarse en un trono de asiento agujereado, mientras un joven clérigo introducía su mano por debajo para palparle, y comprobar que tenía testiculos. 

Una vez certificado, gritaba“duo habet, et bene penden” -tiene dos, y cuelgan bien-, a lo que los allí congregados respondían “Deo gratias”, gracias a Dios.

Lo curioso es que la ceremonia de sentarse en dos sillas de asiento agujereado llevaba celebrándose desde el siglo XIV, aunque no para comprobar la hombría del elegido. 

En realidad era un símbolo místico que ponía en relación el cargo de pontífice y su condición de representante de la madre Iglesia.

Todavía en el siglo XVI se realizaba, y en el diario del maestro de ceremonias se alude a que se evita la calle en que la papisa Juana dio a luz. 

La historia original de Haemerlein había pasado de boca a oreja hasta ser creída por todos, y asignar un lugar en donde la papisa, embarazada, fue descubierta durante una procesión, al ponerse, intempestivamente, a dar a luz.

Desde entonces, supuestamente, se palpaba al nuevo papa, asegurándose de que no fuera mujer.

Que Juana no haya existido no quiere decir que no haya habido papisas.

Una de las muy famosas fue Olimpia Maidalchini, cuñada de Inocencio X, un pontífice del siglo XVII, muy conocido por el retrato que de él hizo Velázquez. 

La presencia permanente de esta mujer en El Vaticano levantó los rumores de que se había convertido en amante papal. 

En realidad había hecho algo más que eso, elevándose a verdadera gobernanta de la Iglesia, o al menos a mano derecha de Inocencio.

Tanto es así, que cuando el papa comenzó la larga agonía que le conduciría a la muerte, Olimpia se encerró con él en su cámara privada. 

Nadie sabe qué pasó dentro, pero los clérigos entregaban a la papisa los documentos para firmar, o le consultaban las decisiones a tomar, y ella los firmaba con el sello papal y transmitía, teóricamente, las instrucciones de Inocencio. 

Nadie vio ni atendió al al papa en ese período, salvo ella.

Cuando al fin murió Inocencio y la curia romana pudo entrar en sus estancias, halló que Olimpia las había saqueado.

Poco más quedaba que el cadáver, pero ninguna de sus joyas o posesiones. Conforme a la costumbre, el papa fue embalsamado y velado.

Pero no se le podía enterrar porque no quedaba dinero para hacerlo. 

Cuando los sacerdotes encargados fueron a pedírselo a Olimpia, ella respondió que ¿cómo una pobre viuda iba a tener dinero como para enterrar a un papa?.

Y se volvieron con las manos vacías.

No creamos, sin embargo, que las papisas son una cosa de siglos pasados o lejanos. 

La siguiente gran papisa fue la monja Pascualina Lenhart, la virgo potens, virgen poderosa, como socarronamente la llamaron en el Vaticano. 

Conoció al futuro papa Pío XII -pontífice durante la Segunda Guerra Mundial- cuando ella tenía 23 y él 31, y ya no se separaron nunca.

 Convivieron cuarenta y un años y cuando él llegó al Vaticano, le encargó la tarea de ser la intermediaria en sus audiencias y, por tanto, la responsable de llevar la agenda papal. 

Según la Iglesia Católica, convivieron siempre en castidad.

Y sin embargo, algo debieron tener que ocultar porque cuando murió Pío XII, Pascualina bajó con sus papeles personales a las calderas vaticanas, quemando todo testimonio. 

La costumbre es encerrar estos papeles en el Archivo Secreto Vaticano y mantenerlos al menos un siglo fuera del alcance de los investigadores.

A Pío XII, por decisión de la papisa, nunca podrá investigársele.

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