(proceso.com.mx).- El periodista Jacobo Zabludovsky falleció la madrugada de este jueves a los 87 años de edad, a causa de un derrame cerebral, en la Ciudad de México.
El comunicador había sido hospitalizado hace algunos días debido a un cuadro de deshidratación. Sus restos serán velados esta tarde en el Panteón Israelita del Distrito Federal.
Zabludovsky fue durante 27 años el conductor del noticiero 24 horas, el estelar de la empresa Televisa. Desde ese espacio se encumbró como el vocero oficial del poder.
Luego de romper con Televisa se refugió en la radio. Hasta días antes de que cayera enfermo, conducía el programa de 1 a 3 que se transmitía por Radio Red. También colaboraba con una columna en el diario El Universal.
En uno de sus últimos textos, el periodista y escritor Vicente Leñero lo describió de cuerpo entero.
Bajo el título La Conversión de Jacobo Zabludovsky, el fundador de Proceso, fallecido en diciembre pasado, escribió para la edición 124 de revista de la Universidad de México:
Ahora resulta (oh Dios) que Jacobo Zabludovsky es el bueno:
—el periodista incorruptible que ha recibido y sigue recibiendo premios por montón: el Premio Nacional de Periodismo, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio de la Asociación de Cronistas de Espectáculos de Nueva York, las Palmas de Oro del Círculo Nacional de Periodistas, etcétera.
—el empoderado líder de opinión al servicio de la empresa a la que servía, ligada esta, indisolublemente, a la “presidencia imperial” de un pri que manejaba al país como si fuera de su propiedad.
—el gran orquestador de la campaña contra el Excélsior de Julio Scherer García en 1976 cuando aquel era director de información de Televisa y conductor del noticiario Veinticuatro Horas.
Aunque hoy parece olvidarlo todo nuestra sociedad sin memoria, existen testigos que conservan esa imagen de Jacobo Zabludovsky en las viejas pantallotas de sus televisores. Aparecía en medium shot con su ensayada sonrisa simpática, traje y corbata impecables y enjaretada su cabeza por un par de audífonos enormes que lo convertían en la caricatura de sí mismo. Se le tenía desconfianza y hasta temor por la manera de tergiversar los hechos haciendo creer a su audiencia que la realidad era así como él —“objetivo y veraz”— la transmitía a diario.
Auxiliándose en Veinticuatro Horas se enderezó la campaña contra el Excélsior de Julio Scherer desde la presidencia de un Echeverría enfurecido e implacable. Entre muchas otras tretas, Jacobo dio voz a su amigo Roberto Blanco Moheno que manoteaba y escupía desde la pantalla contra ese “periódico comunistoide”, y envió a su reportero estrella Ricardo Rocha a dizque investigar la prefabricada invasión de fingidos ejidatarios a un fraccionamiento de la cooperativa Excélsior. “Pobrecitas víctimas”, se dolía el compasivo Rocha.
Sobra enunciar al detalle cómo se salieron con la suya Echeverría y Zabludovsky: caímos juntos con Julio Scherer y se encaramó al traidor Regino Díaz Redondo a la dirección del periódico de la vida nacional.
Muchísimo tiempo después, en marzo del año 2000, cuando se apartó o fue apartado de Televisa por Emilio Azcárraga Jean que deseaba iniciar su gestión sin ataduras, Jacobo Zabludovsky se lavó la cara, las manos, se sacudió de recuerdos y pesadillas, y reinició con extraordinaria vitalidad su camino hacia la conversión. Poco a poco, no de golpe, se transformó en el Zabludovsky el bueno.
¡Ocho de julio no se olvida!, clamaríamos ahora las víctimas del atentado. Pensando en eso —a 38 años de distancia— se me ocurrió escribir un breve relato de ficción. Es este:
Se abre la portezuela de un cuatro puertas negro y de él sale un hombre de 86 años en pleno dominio de la verticalidad. Asombra su entereza, su salud, la invariable sonrisa con la que extiende sus labios hacia quienes lo aguardan en la banqueta.
Es Jacobo Zabludovsky en el momento de llegar al recinto de la Cámara de Diputados para recibir la Medalla Eduardo Neri por sus 70 años de actividad periodística.
Después de los primeros apretones de manos, de escuchar palabras de anticipada felicitación, de recibir quizás un abrazo que le descompone por momentos su traje negro de dos botones, el celebrado cruza un pasillo entre ruido de aplausos.
Llega al foro. Escucha una elogiosa presentación. Se le entrega la medalla. Más elogios, más apretones de manos.
Lo invitan a que ocupe el atril para pronunciar el discurso que lleva escrito en hojas de papel bond.
En el nutrido salón, los legisladores e invitados se remueven en sus asientos, expectantes. Él empieza a leer con la modulación y el timbre de voz que tanto le conocen los presentes. Dice:
“Esta mañana no vengo a otra cosa más que a pedir perdón. Quiero pedir perdón a todos los que ofendí o lastimé o desacredité durante mi larga carrera periodística. Perdón por haberme sometido a las exigencias de la empresa en la que trabajaba, del gobierno al que servía, de los políticos a los que me rendí. Perdón por torcer la realidad. Perdón por no haber contribuido en aquellos desafortunados años a la libertad de expresión que ahora pretendo ejercer con profundo arrepentimiento. A eso he venido esta mañana: a pedir perdón”.
El silencio es absoluto en el recinto. Lo rompen, segundos después, un par de manos que aplauden lentamente y que desatan por fin el aplauso estentóreo, universal, a Jacobo Zabludovsky.