El sonido propio del tráfico de la ciudad ameniza la atmósfera, un poco pesada y lúgubre, de la calle Maracaibo del centro de Medellín.
En la entrada, un hombre robusto y de mediana estatura hace las veces de guardia de seguridad al tiempo que invita a los transeúntes a pasar a aquél lugar.
Un túnel oscuro con algunos destellos rojizos separa el mundo real de aquel mundo inadvertido por todos aquellos que en su cotidianidad transitan por esa calle desconociendo o ignorando la realidad que allí se oculta.
La campana suena, el túnel queda atrás, y súbitamente te encuentras inmerso en una nueva realidad.
De frente, una pasarela central, con un par de tubos de Pole Dance ubicados a cada extremo de la misma. A su alrededor, una primera ronda de sillas y mesas en lo que puede ser denominado el VIP: desde allí verías de primera mano el show central. Recostadas a la pared está la segunda ronda de sillas y mesas en donde los más reservados toman lugar.
En las paredes, tres grandes televisores LED ejemplifican el absurdo y contradictorio mundo en el que te encuentras. Dos de ellos transmiten unos educativos videos pornográficos, propicios para la ocasión,mientras que el otro, en disonancia con los anteriores, transmite en vivo partidos de fútbol.
La campana suena una y otra vez como el santo y seña que alerta la llegada de nuevos clientes. Adentro, un par de muchachos juguetean con el nuevo producto que acaban de adquirir, osea sus servidoras sexuales. Ellas sensualmente contornean su cuerpo a la merced de la voluntad de sus adquisidores.
En las otras mesas hay gente de todo tipo: parejas, grupos de jóvenes aparentemente universitarios, adultos mayores solitarios, mujeres solas y acompañadas, y hasta un par de lesbianas que se besan apasionadamente, se disponen ansiosos para presenciar el show que por altoparlante acaban de anunciar al mejor estilo del Circo de Los Hermanos Gasca.
La penumbra se toma el lugar, las luces apuntan directo a la pasarela central y la acción está por comenzar. Diana, como dijo el anunciador que se llama, se toma la tarima y a ritmo de reggaetón y electrónica, poco a poco se va desprendiendo de las pocas prendas que cubren su cuerpo.
Acabada la pista sin pena ni gloria baja de la tarima completamente desnuda y se pasea mesa por mesa acercándose con la frase “¿hola, me van a colaborar?”, esperando con ella convencer a los espectadores de darle la propina por el show que acaba de realizar y guardando, además, la esperanza de que uno de ellos quiera hacer un buen trato para abrir la noche: ella da algo de sexo y él, a cambio, le daría un poco de dinero para sanear alguna de sus necesidades o gustos.
El altoparlante se enciende nuevamente y el anunciador avista la llegada a la tarima de la siguiente chica, Paula. La pista empieza a sonar, las luces se dirigen a ella y el show vuelve a comenzar.
Y, ¿Quién es Paula?
Paula es ya una mujer de 22 años. Se inició en el mundo de la prostitución siendo una niña, cuando aún tenía 16 y no había terminado el colegio. La vida le obligó a cambiar las aulas de clase por los burdeles del centro.
A ella, la vida, la suerte, o quizás el destino, la obligaron a convertirse en mujer. En ella encaja perfectamente la frase popular “la necesidad tiene cara de perro” puesto que fue esto lo que la llevó a tomar este oficio como sustento económico.
Reside en Buenos Aires, un barrio popular de la clase media-baja de la ciudad de Medellín. De allá, día tras día sale Paula a eso de las 2:00 p.m. a rebuscarse la vida con su cuerpo mientras su madre se queda en casa esperando su retorno luego de las 2:00 a.m.
¿Y es que su madre sabe que ella vive de la prostitución? –Claro- responde ella- ¿No ve que soy yo la que la mantengo?
Así que es este, como muchos otros, un caso de explotación sexual. Cabe aclarar que este término está asociado a la utilización de menores de edad en el uso comercial de su cuerpo para fines sexuales, como lo explica la doctora Sandra Milena Monsalve, psicóloga del Centro de Diagnóstico y Derivación, un programa de la sección de Niñez de la Secretaría de Inclusión Social y de Familia de la Alcaldía de Medellín.
Agrega la doctora que “tras una niña en estado de explotación siempre hay toda una red articulada que la induce a ese mundo, y que, en muchas ocasiones, ingresan a él bajo manipulación o consentimiento de la familia”.
Se podría caer en el error de creer que la explotación sexual infantil, por el contexto socioeconómico de nuestra sociedad, se convierte en una actividad exclusiva de la clase media-baja. Pero en el mundo de la explotación no hay ningún tipo de discriminación social. En el Centro de Diagnóstico se ve de todo -afirma Sandra Monsalve- desde la niña de barrio popular hasta la que viene de colegio privado que vive en El Poblado y que entra a este mundo “porque una amiguita me invitó donde unos gringos”, y allí se quedó.
Lo cierto es que aunque no hay discriminación social para quien quiera entrar a este mundo, si hay una estratificación muy marcada que se hace más evidente en las tarifas establecidas para “los servicios”.
Paula cuenta que ella cobra entre $60.000 y $80.000 por cada media hora, aunque de ello tiene que dejar una cuota de $15.000 al local donde trabaja por el alquiler de la habitación.
Por su parte, Tiffany tiene 19 años. Ella es una chica rubia, de ojos verdes, 1.71 m de estatura, tez blanca y, a juzgar por las fotos que exhibe en uno de los más de 3.000 portales de internet que ofrecen servicios sexuales de Medellín, posee un cuerpo perfecto,. Al comunicarse con ella empieza la negociación. Se establece lugar, fecha y hora del posible encuentro. Al final, facturación. $500.000 es la cuota que se ha de pagar por pasar la noche con esta chica, aclarando que el cliente corre con todos los gastos que se deriven de aquella noche.
Paula recibe una ganancia de entre $45.000 y $65.000. Tiffany, $500.000 por prestar el mismo servicio. Una diferencia abismal que denota la segregación propia del negocio que diferencia entre la puta de San Diego, el Parque de Bolívar, la estación Prado del Metro o el Parque San Antonio, y la prepago, escort o dama de compañía del Parque Lleras o el exclusivo sector de Provenza en El Poblado, lugares plenamente identificados por autoridades y organizaciones como focos de explotación.
EN UN PAÍS INUNDADO POR LOS PROBLEMAS SOCIALES Y CON UNA MARCADA INDIFERENCIA SOCIAL, ¿QUÉ HACER PARA ARREBATARLE NUESTRAS NIÑAS A LOS BURDELES Y DEVOLVÉRSELAS A LAS AULAS DE CLASE?
La Fundación Pazamanos trabaja arduamente con el ánimo de generar una transformación cultural. Ellos lideran una campaña titulada “No al turista sexual” con un convencimiento claro del poder que tiene la sociedad civil para el establecimiento de normas sociales, en este caso un rechazo rotundo al turista cuyo fin es hacer de Medellín y sus niñas “el burdel más grande del mundo”.
De la mano de la empresa Enmente, Pazamanos, poco a poco, se abre paso entre calles, bares, restaurantes, discotecas y redes sociales con un mensaje rotundo que ostenta el título de su campaña. “Al turista lo queremos disfrutando de la ciudad, de los museos, de los eventos, rumbiando si es el caso, pero NO usando nuestras niñas para sus fines sexuales”, afirma Camila Villa Acevedo, directora Psicosocial de la Fundación.
Sensibilizar e interactuar con la gente para buscar la ruptura de la indiferencia y el rechazo a la explotación sexual infantil es la apuesta y aporte que hace Pazamanos en contra de este flagelo inmenso e incontrolable en el que ni las entidades estatales, ni las no gubernamentales se atreven a hablar de cifras.
Por su parte, las entidades estatales hacen lo propio con acciones de hecho y proyectos claros como Casa Vida de la Alcaldía de Medellín, en el cual se les “arrancan” estas niñas al mundo de la prostitución y se hace todo el proceso de restitución de los muchos derechos que a estas niñas les han sido vulnerados.
Suena la campana nuevamente informando la llegada de otros clientes. Un hombre robusto ingresa con un joven de unos 14 años. Padre e hijo en un burdel del centro de la ciudad. Él, traído por su padre, quizás bajo la promesa de “hacerse más macho”.
Paula, con la mirada perdida en el horizonte, ha bailado toda la pista. Con cara de desolación baja de la pasarela para, desnuda y mesa por mesa, empezar a buscar su “salario” del día. Vuelve al vestier y sale vestida nuevamente.
Al preguntarle el porqué de la desolación en su rostro cuenta que “Estoy así porque en este mundo hay que aguantarse de todo.
Y el tipo de allá me va a volver a llamar”. Su incomodidad era latente. Pasados unos segundos llega su jefe y le cuenta algo al oído.
De inmediato, su rostro de niña desolada se transforma en el de la puta que acaban de contratar.
Un suspiro y su rutina vuelve a comenzar.
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