El cambio climático, la disminución en la producción de alimentos o en la disponibilidad de agua dulce, las migraciones forzadas, las inundaciones o el riesgo de desertificación conducen a un aumento de los conflictos, calificados como “ambientales”.
Las guerras ambientales se han convertido en una categoría específica de análisis. El discurso de Obama en la Academia Militar de West Point (mayo de 2014) relacionaba el cambio climático con la seguridad nacional. Gran Bretaña también abordaba la cuestión en el documento “Tendencias y Estrategias Globales (2007-2036)”.
Libros como “Batallas constantes”, del arqueólogo Steve LeBlanc; “Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI”, de Harald Welzer; o “Los conflictos sociales del cambio climático”, de Pablo Cotarelo ahondan en el asunto.
Señala el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) que en los últimos 60 años al menos el 40% de los conflictos internos mantienen relación con la explotación de los recursos naturales. Por un lado, porque se consideran de alto valor: madera, diamantes, oro o petróleo; pero también por considerarse escasos, como la tierra fértil y el agua. “Cuando se trata de conflictos relativos a los recursos naturales, se duplica el riesgo de recaer en el conflicto”, agrega Naciones Unidas.
El paradigma de estos conflictos es de Dahrfur (oeste de Sudán), que estalló en 2003 después de que se pudiera constatar un aumento demográfico, procesos de degradación y erosión del suelo, sequía y disminución de la producción agrícola y de pastos. El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, consideró que el conflicto de Dahrfur comenzó con una crisis ecológica y, parcialmente, derivada del cambio climático. A ello se agregaron otros factores, como la pugna por las tierras entre pastores y agricultores, atravesada por diferencias étnicas.
“La de Dahrfur se considera la primera guerra climática”, ha afirmado el miembro del Centro de Investigación sobre Desertificación CIDE-CSIC, José Luis Rubio Delgado, en un acto organizado en la Universitat de València por la Asociación Medio Ambiente y Cambio Climático (AMA).
“Dahrfur es el ejemplo de cómo las personas, cuándo se encuentran sin medios de subsistencia, pueden recurrir a la violencia y a situaciones de genocidio”, ha agregado. El resultado, 2,4 millones de desplazados y entre 200.000 y 500.000 muertos.
Otro ejemplo es el de Ruanda. Aunque de origen complejo, la guerra respondió en buena medida a la escasez de tierras y la inequidad en el acceso a la misma. En el año 1994, en sólo tres semanas, los Hutus (minoría étnica de agricultores) causaron la muerte (genocidio) de 800.000 tutsis.
En Somalia, una guerra larvada en el tiempo precipitó en el periodo 2006-2009 por factores como la escasez y degradación de recursos básicos, como la tierra. Situaciones parecidas pueden visualizarse en Nigeria, Egipto, Mali o Kenia y, recientemente, en Sudán del Sur. “Ésta es una realidad permanente en el continente africano, que probablemente se incrementará”, afirma Rubio Delgado.
Procesos parecidos, con causas similares, contribuyeron al estallido de las “primaveras árabes” (Túnez, Egipto, Libia, Yemen o Siria). En el origen de estas revueltas también puede identificarse la degradación y falta de recursos, así como la incapacidad para absorber una creciente mano de obra. El fenómeno puede observarse a una escala global.
El Instituto para la Investigación de los conflictos internacionales de Heildeberg (Alemania) señala que, de los 365 conflictos observados en el planeta en 2009, 31 fueron calificados como “altamente violentos”; a 7 conflictos de “alta intensidad” se les denominó “guerras”. Otro comité científico alemán apunta que desde 1945 hasta hoy, se han producido 61 conflictos ambientales en el planeta por la degradación de recursos como agua, tierra, suelo o biodiversidad.
Múltiples factores convergen para la proliferación de guerras ambientales. En los últimos años, países como China, India, Japón, Corea del Sur o Arabia Saudí, entre otros, han adquirido en África, en los últimos años, 67 millones de hectáreas de tierra. “Se compran tierras fértiles para anticiparse a una eventual escasez de alimentos”, apunta José Luis Rubio.
Además, una proporción importante de las zonas agrícolas del planeta se dedican a la producción de alimentos para el ganado, es decir, “más carne para las sociedades opulentas”, señala el miembro del CIDE-CSIC, o a los agrocombustibles. Proliferan, asimismo, los cultivos industriales, como palma aceitera, caucho, celulosa o maderas de exportación. En conclusión, África pasó de ser autosuficiente en 1970 a importar en la actualidad el 25% de los alimentos.
Uno de los factores que explican los conflictos ambientales es el riesgo de desertificación. Hace unos años, Rubio Delgado ya apuntaba en la revista Métode que el 40% de la superficie terrestre está amenazado por este motivo. Además, el 17 de junio Naciones Unidas informó, con motivo del día mundial contra la desertificación, que cerca de 1.500 millones de personas en todo el mundo viven en tierras en proceso de degradación, y casi el 50% de los habitantes más pobres del planeta –un 42%- viven en zonas ya degradadas.
En relación con posibles conflictos, “la degradación de las tierras convierte a estos lugares en los más inseguros del mundo; en algunos casos, esta inseguridad puede llegar a desestabilizar regiones enteras”, indica Naciones Unidas. Se calcula que en 2020 unos 60 millones de personas emigrarán desde las zonas desertificadas del África Subsahariana hacia África del Norte y Europa.
Las cifras prueban de manera palmaria el nexo entre agricultura, desertificación y pobreza. Según los datos de la Convención de las Naciones Unidas de lucha contra la desertificación, 2.600 millones de personas viven de la agricultura en el planeta.
A causa de la sequía y los procesos de desertificación, cada año se pierden 12 millones de hectáreas –a razón de 23 por minuto-, en las que podrían haberse producido 23 millones de hectáreas de cereales.
El cambio climático, pese a las contadísimas voces que se abonan al negacionismo, es uno de los elementos que más contribuirá a las nuevas guerras. Numerosos informes y estudios científicos avalan las modificaciones en el clima, pero en perspectiva hay algunos que resultan demoledores: las emisiones mundiales de efecto invernadero generadas por la actividad humana han ido en aumento desde la época preindustrial, con un incremento del 70% entre 1970 y 2004.
Este incremento tiene su origen, sobre todo, en el suministro de energía, el transporte y la industria.
Este mes de octubre Naciones Unidas ha celebrado en Corea del Sur la Cumbre Mundial de la Biodiversidad, en un contexto bien elocuente: el 70% de los pobres del mundo viven en zonas rurales y dependen directamente de la biodiversidad para sobrevivir; además, la variedad y abundancia de especies se ha reducido en un 40% entre los años 1970 y 2000.
Todo ello en medio de de un consumo “insostenible” que continúa y lleva a que la demanda de recursos en todo el mundo exceda la capacidad biológica de la tierra en un 20%.
En las guerras ambientales intervienen factores muy diversos, pero una mirada más amplia obliga a incluir las causas estructurales: las desigualdades entre el Norte y el Sur, entre el Centro y la Periferia. La Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria celebrada en Roma (2009) dejó claro que bastaría con dedicar 30.000 millones de euros anuales al desarrollo agrícola para combatir el hambre en el mundo.
Mientras, según la FAO, alrededor de un tercio de la producción de alimentos destinados al consumo humano se pierden o desperdician en el conjunto del planeta.
Si se recuperara la mitad de aquello que se pierde o desperdicia, podría alimentarse al conjunto de la población mundial.
La comparación puede formularse en diferentes términos, pero en todos los casos resulta inasumible: en el mundo –según la FAO- se desperdician alimentos por valor de 565.348 millones de euros (sin contar el pescado y el marisco), mientras 870 millones de personas pasan hambre todos los años.