António Gramsci/
14 de Septiembre de 1918/
La prensa burguesa de todos los países, y especialmente la francesa (esta particular distinción obedece a claras razones), no ha disimulado su inmensa alegría por el atentado contra Lenin.
Los siniestros enterradores antisocialistas han celebrado su obscena juerga sobre el presunto cadáver ensangrentado (¡oh destino cruel! ¡Cuántos píos deseos, cuántos dulces ideales has quebrado!), han exaltado a la gloriosa homicida y han dado nuevo verdor a la táctica esencialmente burguesa del terrorismo y del delito político.
Los enterradores han quedado decepcionados: Lenin vive, y nosotros, por el bien y la suerte del proletariado, deseamos que recobre pronto el vigor físico y vuelva a su puesto de militante del socialismo internacional.
La bacanal periodística habrá tenido también su eficacia histórica: los proletarios han comprendido su significación social. Lenin es el hombre más odiado del mundo, igual que un día lo fue Karl Marx.
[Doce líneas tachadas por la censura.]
Lenin ha consagrado toda su vida a la causa del proletariado: su aportación al desarrollo de la organización y a la difusión de las ideas socialistas en Rusia es inmensa. Hombre de pensamiento y de acción, su fuerza está en su carácter moral; la popularidad de que goza entre las masas obreras es homenaje espontáneo a su rígida intransigencia con el régimen capitalista. Lenin no se ha dejado nunca deslumbrar por las apariencias superficiales de la sociedad moderna que los demás confunden con la realidad para precipitarse luego de error en error.
Lenin, aplicando el método forjado por Marx, descubre que la realidad es el abismo profundo e insalvable que el capitalismo ha abierto entre el proletariado y la burguesía, y el antagonismo constantemente creciente entre ambas clases. Al explicar los fenómenos sociales y políticos y al señalar al Partido la política que ha de seguir en todos los momentos de su vida, Lenin no pierde nunca de vista el motor más potente de toda la actividad económica y política: la lucha de clases. Lenin se cuenta entre los sostenedores más entusiastas y convencidos del internacionalismo del movimiento obrero.
Toda acción proletaria debe estar subordinada al internacionalismo y coordinada con él; ha de ser capaz de tener carácter internacionalista. Cualquier iniciativa que en cualquier momento, y aunque sea transitoriamente, llegue a entrar en conflicto con ese ideal supremo, tiene que ser inexorablemente combatida; porque toda desviación del camino que lleva directamente al triunfo del socialismo internacional, por pequeña que sea, es contraria a los intereses del proletariado, a los intereses lejanos o a los inmediatos, y no sirve más que para dificultar la lucha y prolongar el dominio de la clase burguesa.
El, el “fanático”, el “utópico”, da realidad a su pensamiento y a su acción, y a la del partido, exclusivamente sobre la base de esa realidad profunda e indestructible de la vida moderna, no en base a fenómenos superficialmente llamativos que arrastran siempre, a los socialistas que se dejan deslumbrar por ellos, a ilusiones y errores que ponen en peligro la solidez del movimiento.
Por eso Lenin ha visto siempre el triunfo de sus tesis, mientras que los que le reprochaban su “utopismo” y glorificaban su propio “realismo” eran míseramente arrastrados por los grandes acontecimientos históricos.
Inmediatamente después de estallar la revolución y antes de salir para Rusia, Lenin había mandado a sus camaradas el aviso: “Desconfiad de Kerenski”; los acontecimientos posteriores le han dado toda la razón. En el entusiasmo de la primera hora por la caída del zarismo, la mayoría de la clase obrera y muchos de sus dirigentes se habían dejado convencer por la fraseología de ese hombre, el cual, con su mentalidad pequeño-burguesa, por la falta completa de programa y de visión socialista de la realidad, podía llevar la revolución a la desintegración y arrastrar al proletariado ruso por un camino peligroso para el porvenir de nuestro movimiento.
[Tres líneas tachadas por la censura.]
Una vez llegado a Rusia, Lenin se puso en seguida a desarrollar su acción esencialmente socialista, la cual podría sintetizarse con el lema de Lassalle: “Decir lo que hay”: una crítica rigurosa e implacable del imperialismo de los cadetes (partido constitucional-democrático, el mayor partido liberal de Rusia), de la fraseología de Kerenski y del colaboracionismo de los mencheviques.
Basándose en el estudio crítico profundo de las condiciones económicas y políticas de Rusia, de los caracteres de la burguesía rusa y de la misión histórica del proletariado ruso, Lenin había llegado ya en 1905 a la conclusión de que, por el alto grado de conciencia de clase del proletariado, y dado el desarrollo de la lucha de clases, toda lucha política en Rusia se transformaría necesariamente en lucha social contra el orden burgués.
Esta especial posición en la cual se encontraba la sociedad rusa quedaba también probada por la incapacidad de la clase capitalista para realizar una lucha seria contra el zarismo y sustituirle en el dominio político.
Tras la Revolución de 1905, en la cual se probó experimentalmente la enorme fuerza del proletariado, la burguesía tuvo miedo de todo movimiento político en el que participa el proletariado, y se hizo sustancialmente contrarrevolucionaria por necesidad histórica de conservación. La fiel expresión de ese estado de ánimo se encuentra en uno de los discursos de Miliukov mismo ante la Duma, al afirmar que prefería la derrota militar a la revolución.
La caída de la autocracia no cambió en nada los sentimientos ni las orientaciones de la burguesía rusa, sino que, por el contrario, su sustancia reaccionaria fue en aumento a medida que se concretaban la fuerza y la conciencia del proletariado. Se confirmó la tesis histórica de Lenin: el proletariado se convirtió en gigantesco protagonista de la historia; pero era un gigante ingenuo, entusiasta, lleno de confianza en si mismo y en los demás. La lucha de clases, realizada en un ambiente de despotismo feudal, le había dado conciencia de su unidad social, de su potencia histórica, pero no le había educado en un método frío y realista, no le había formado una voluntad concreta.
La burguesía se encogió astutamente, disimuló sus caracteres esenciales con frases altisonantes. Utilizó, para esa operación ilusionista, a Kerenski, el hombre más popular entre las masas al principio de la revolución; los mencheviques y los socialistas-revolucionarios (no marxistas, sino herederos del partido terrorista, intelectuales pequeño-burgueses) la ayudaron inconscientemente, con su colaboracionismo, a esconder sus intenciones reaccionarias e imperialistas.
Contra ese engaño se levantó vigorosamente el partido bolchevique con Lenin en cabeza, desenmascarando implacablemente las verdaderas intenciones de la burguesía rusa, combatiendo la táctica nefasta de los mencheviques que entregaban el proletariado atado de pies y manos a la burguesía. Los bolcheviques reivindicaban todos los poderes para los Sóviets, porque ésa era la única garantía contra las maniobras reaccionarias de las clases posesoras.
Los Sóviets mismos estaban al comienzo bajo la influencia de los mencheviques y de los socialistas-revolucionarios, se oponían a esa solución y preferían repartiese el poder con los diversos elementos de la burguesía liberal; hasta la masa, salvo una minoría más avanzada, permitía esa acción, sin ver claramente la realidad de las cosas, mistificada por Kerenski y por los mencheviques que estaban en el Gobierno.
[Diecisiete líneas tachadas por la censura.]
Los acontecimientos se desarrollaron de un modo que dio completa razón a la constrictiva y detallada crítica de Lenin y de los bolcheviques, los cuales habían sostenido que la burguesía no tenía ni voluntad ni capacidad de dar una solución democrática a los objetivos de la revolución, sino que, ayudada inconscientemente por los socialistas colaboracionistas, llevaría el país a la dictadura militar, instrumento político necesario para alcanzar los fines imperialistas y reaccionarios.
Las masas obreras y campesinas empezaron a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo gracias a la propaganda de los bolcheviques, y consiguieron capacidad y sensibilidad políticas crecientes: su exasperación se manifestó por vez primera en el levantamiento de Petrogrado, fácilmente reprimido por Kerenski. Esa sublevación, aunque justificada por la funesta política de Kerenski, no contó con la adhesión de los bolcheviques y de Lenin porque los Sóviets eran aún reacios a tomar todo el poder en sus manos y, por tanto, toda sublevación se dirigía virtualmente contra los Sóviets, los cuales representaban, mejor o peor, la clase.
Por tanto, había que seguir con la propaganda clasista y convencer a los obreros de que mandaran a los Sóviets delegados convencidos de la necesidad de que esos organismos tomaran todo el poder del país. También eso evidencia el carácter esencialmente democrático de la acción bolchevique, orientada a dar capacidad y conciencia política a las masas para que la dictadura del proletariado se instaurara de un modo orgánico y resultara forma madura de un régimen social económico-político.
El desarrollo de los acontecimientos se aceleró por la actitud cada vez más provocadora de la burguesía, y, sobre todo, por el intento militar de Kornilov de marchar sobre Petrogrado para hacerse con el poder, así como por los gastos napoleónicos de Kerenski al formar un gabinete compuesto por conocidos reaccionarios, por el parlamento no elegido mediante sufragio universal, y, por último, por la prohibición del Congreso Pan-Ruso de los Sóviets, verdadero golpe de estado contra el pueblo e indicio de la traición burguesa a la revolución.
Las tesis de Lenin y de los bolcheviques, sostenidas, argumentadas y propagadas con un trabajo perseverante y tenaz desde el comienzo de la revolución, consiguieron confirmación absoluta en la realidad: el proletariado ruso, todo el proletariado de las ciudades y de los campos, se formó resueltamente alrededor de los bolcheviques, derribó la dictadura personal de Kerenski y entregó el poder al Congreso de los Sóviets de toda Rusia.
Como era natural, el Congreso Pan-Ruso de los Sóviets, convocado a pesar de la prohibición de Kerenski, confirió la presidencia del Consejo de los Comisarios del Pueblo, con un entusiasmo general, a Lenin, que habla probado tanta abnegación por la causa del proletariado y tanta clarividencia al juzgar los hechos y formular el programa de acción de la clase obrera.
[Treinta y cinco líneas tachadas por la censura.]
La prensa burguesa de todos los países ha presentado siempre a Lenin como un “dictador” que se ha impuesto por la violencia a un pueblo inmenso y le oprime ferozmente. Los burgueses no llegan a entender la sociedad si no se encuadra en sus propios esquemas doctrinarios: la dictadura es para ellos Napoleón, o acaso Clemenceau, el despotismo centralizador de todo el poder político en las manos de uno sólo y ejercido a través de una jerarquía de siervos armados de fusil o evacuadores de expedientes burocráticos. Por eso ha entrado la burguesía en orgiástico espasmo al llegar la noticia del atentado contra nuestro camarada y ha decretado su muerte: desaparecido el “dictador” insustituible, todo el nuevo régimen tendría que hundirse míseramente según su concepción.
[Sesenta y tres líneas tachadas por la censura.]
Lenin ha sido agredido mientras salía de unos talleres en los que había pronunciado una conferencia para los obreros: el “feroz dictador” sigue, pues, su misión de propagandista, sigue en contacto con los proletarios, a los que lleva la palabra de la fe socialista, la incitación a la obra tenaz de resistencia revolucionaria, para construir, mejorar y progresar a través del trabajo, el desinterés y el sacrificio. Lenin ha sido herido por el revólver de una mujer, una socialista-revolucionaria, una vieja militante del terrorismo subversivo. Todo el drama de la Revolución rusa se concentra en ese episodio.
Lenin es el frío estudioso de la realidad histórica, que tiende a construir orgánicamente una nueva sociedad sobre bases sólidas y permanentes, según los dictámenes de la concepción marxista; es el revolucionario que construye sin hacerse ilusiones frenéticas, obedeciendo a la razón y a la prudencia. Dora Kaplan era una humanitaria, una utopista, una hija espiritual del jacobinismo francés, incapaz de comprender la función histórica de la organización y de la lucha de clases, convencida de que el socialismo significa paz inmediata entre los hombres, paraíso idílico de goce y amor. Incapaz de comprender lo compleja que es la sociedad y lo difícil que es la tarea de los revolucionarios en cuanto que se convierten en gestores de la responsabilidad social. Sin duda procedía de buena fe y creía llevar la humanidad rusa a la felicidad al librarla del “monstruo”.
No proceden, ciertamente, de buena fe sus glorificadores burgueses, los asquerosos enterradores de la prensa capitalista. Ellos han exaltado al socialista-revolucionario Chaikovski, que aceptó en Arkangelsk ponerse en cabeza del movimiento antibolchevique y derribó allí el poder de los sóviets; pero ahora que ha consumado ya su misión antisocialista y los burgueses rusos, dirigidos por el coronel Chiaplin, le han enviado al exilio, esos mismos enterradores se ríen del pobre viejo loco, del soñador.
La justicia revolucionaria ha castigado a Dora Kaplan; el viejo Chaikovski purga en una isla de hielo su delito de haberse convertido en instrumento de la burguesía, y quienes lo han castigado y se ríen de él son los burgueses mismos.
Extraído de gramsci.org.ar/