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La clase política colombiana acaba de recibir una bofetada colectiva en las elecciones parlamentarias del domingo 9 de marzo, con 56,43 por ciento de abstención y 6,56 por ciento de votos en blanco, más 1,75 millones de votos nulos y 489.853 papeletas no marcadas, en el caso de la Cámara de Diputados.
Para el Senado, las espeluznantes cifras que marginan a la clase política dominante, son similares, lo que ha alarmado a observadores internacionales, entre ellos a los representantes de la Organización de Estados Americanos (OEA): de los 32,8 millones de electores y electoras inscritos en el padrón electoral, 56,42 por ciento no acudieron a las urnas, 6,17 por ciento decidió votar en blanco, 1,48 por ciento votaron nulo, y otros 842.615 dejaron sin marcar sus papeletas.
Esperando la consolidación de los resultados electorales oficiales, décimas más, centésimas menos, la clase política colombiana que integrará el próximo Congreso (102 Senadores y 167 Diputados) representaría apenas a 37% de los electores y electoras, lo que les impide elevar mucho el tono crítico ante su pueblo y, menos, alardear de vigor democrático internacionalmente.
No es nuevo el fenómeno. Colombia es un país en crisis desde el punto de vista moral, político y social, inmerso en una guerra fratricida desde hace más de cincuenta años y devorado por desigualdades sociales y un corrupto entramado mafioso de espanto, que sus beneficiarios han sabido "exportar" propagandísticamente, como si nada parecido ocurriera.
Esa mentira la conoce y sufre el mundo, especialmente por el impacto de su producción y tráfico de estupefacientes, con su enorme carga de corrupción, presente en las altas esferas de poder político y económico.
Y el pueblo colombiano, más todavía.
Más allá de las curules obtenidas por cada parcialidad, el mundo observa hoy el bosque: una clase política deslegitimada por la mayoría de su pueblo, más del 63 por ciento del electorado.
Ese dato de la realidad, debe servir para reinterpretar el fenómeno, con justo y ponderado análisis de la sociedad colombiana.
Ni Santos ni Uribe pueden seguir con sus cuentos, engañando a un continente y al mundo. El pueblo colombiano que les negó mayoritariamente legitimidad, lo sabe.