A partir de la firma del concordato entre Hitler y el Vaticano, muchos obispos y cardenales comenzaron a promover abiertamente el nazismo y a apoyar, como veremos más tarde, el exterminio de los judíos, de los comunistas y de los ortodoxos.
Berning, un obispo católico, publicó un libro afirmando el enlace entre el catolicismo romano y el patriotismo germano que envió a Hitler como “una muestra de mi devoción”.
Monseñor Hartz alabó a Hitler por haber salvado a Alemania del “veneno del liberalismo [democracias occidentales] y de la peste del comunismo” [bolchevismo soviético].
En los mismos términos del papa para con Mussolini, Franz Taeschner, un publicista católico consideró que el führer era un genio, y que había sido “enviado por la providencia para cumplir con las ideas sociales católicas” (Megalomania, 165).
Deben haberse reído los nazis cuando el 14 de mayo de 1934, Pacelli escribió una nota a Buttmann—quien había firmado el concordato de parte del Reich con el Vaticano—reprochando al führer por no usar sus poderes dictatoriales para ordenar que los estados regionales recalcitrantes se ajustasen a las provisiones del contrato.
Según su pro memoria, Pacelli declaraba que “no debían permitirse las causas que daban lugar a las quejas de la Iglesia [que acusaban a algunos estados alemanes de no cumplir con el concordato], particularmente en un gobierno conducido en forma autoritaria” (HP, 164-165). Se considera esta nota como una clara aserción del Secretario de Estado Vaticano en contra del sistema parlamentario de gobierno, y a favor del sistema dictatorial.
Recordemos que en el pensamiento católico-romano, los intereses individuales deben sacrificarse por el bien común, algo que encontró un eco notable en el pensamiento nazi. “Sólo cuando el individuo se ve a sí mismo como una parte de un organismo y pone el bien común más allá del bien individual”, argumentaba la Carta Pastoral de Fulda en 1933, “podrá su vida destacarse por la humilde obediencia y gozoso servicio que demanda la fe cristiana” (Megalomania, 167).
Si uno se queda quieto viendo uno de los videos que repite constantemente la demagogia de Hitler en el museo Vaticano, se va a cansar escuchando siempre lo mismo. “Hitler es el partido”, dice el führer, a lo que la masa le responde: “Hai, Hitler”. “El partido es Hitler”, vuelve a decir el führer, con la misma respuesta de las multitudes. El bien común y el partido se encarnan en una persona, y la individualidad de cada cual se pierde en un cuerpo común.
El obispo Alois Hudal, quien estuvo conectado con Pacelli (negociador del concordato), arengaba a la gente por toda Alemania y en el exterior en sus discursos pro-nazis. En mayo de 1933 habló en Roma ante los cuerpos diplomáticos de Alemania e invitados de varias organizaciones nazis. Su audiencia lo aclamó cuando dijo que, “en esta hora de destino, todos los católicos alemanes que viven en el exterior dan la bienvenida al nuevo Reich alemán, cuyas filosofías están de acuerdo tanto con los valores cristianos como con los valores nacionales”.
Hudal se transformó en 1934 en un aliado político de von Papen (el vice-canciller católico de Hitler), y publicó en 1936 un tratado filosófico titulado Fundamentos del Socialismo Nacional. Alababa en su obra las ideas, programas y actividades de los nazis, aunque criticaba ciertos elementos no cristianos que veía en el partido.
A pesar de los peores rasgos que ya se veían en el gobierno nazi, Hudal consideraba que no había razones filosóficas válidas para que los nazis “buenos” y los católicos no cooperasen estrechamente en la construcción de una Europa Cristiana. Su libro recibió el Imprimatur del primado de la Iglesia en Austria, Cardenal Teodoro Innitzer, quien también era fuertemente nazi.
Hudal recibió, asimismo, una placa de oro de membresía del partido nazi. Su clara tendencia pro-nazi no afectó su carrera en el Vaticano. Fue consultor desde 1930 en el Santo Oficio (el mismo organismo que había sido fundado en 1542 para “combatir las revoluciones calvinistas y luteranas”).
Ese cargo le permitía trabajar en el más riguroso secreto en la tarea de censurar libros y materiales de educación, así como en proteger e inspeccionar aspectos relacionados con las doctrinas católicas. En junio de 1933, en lugar de llamarlo al orden por sus convicciones nazistas, el Vaticano lo promovió del cargo de sacerdote a obispo titular de Ela, un honor raro para un rector de un colegio. Pacelli mismo presidió en la ceremonia (UT, 30-32).
Esta actitud de abierto y velado apoyo combinados del Vaticano al nazismo, que continuaría en sus épocas de mayores crímenes, entraba dentro de lo que el papa León XIII había explicado en su encíclica de 1885, Immortale Dei, 17: “Cuando los gobernantes de un Estado y el Pontífice Romano llegan a un acuerdo con respecto a un aspecto en especial..., la Iglesia da prueba de su amor maternal al mostrar la más grande bondad e indulgencia posibles...”
Al papado no le importaba lo que ocurriese con ningún otro grupo religioso o étnico. Su único interés estaba en asegurar el desarrollo de la Iglesia Católica. De allí su apoyo tan generalizado a todo régimen fascista, sin miramientos a las violaciones tan flagrantes de los derechos humanos en que incurriesen.
d. Persecución de católicos y romance pontifical-nazista. Hubo ocasiones en que el Vaticano protestó por las presuntas violaciones al concordato de parte de los nazis.
Hitler respondió que se trataba de una guerra contra los sacerdotes inmorales acusados de pederastia y otros abusos sexuales, así como contra los que se volvían más políticos que clérigos, pero no contra la Iglesia en general (HP, 179-180). De parte de la iglesia, se volvió entonces a alentar a los católicos a cooperar con el gobierno nazi.
En 1937, el cardenal Faulhaber de Munich se entrevistó por tres horas con Hitler, y como resultado declaró que Hitler “vive en fe para con Dios”, y “reconoce el cristianismo como el fundamento de la cultura occidental” A su vez, escribió una carta episcopal alentando la cooperación entre la Iglesia y el Estado para combatir el comunismo (HP, 181).
También el papa Pío XI publicó para entonces su encíclica Mit brennender Sorge (Con Profunda Ansiedad), en una velada protesta por los sufrimientos de la iglesia en Alemania, y la deificación de una raza, de un pueblo, y de un estado. Pero no condenó el nazismo por nombre, y sirvió sólo para afirmar a Hitler en su persecución de todo clérigo que interviniese en política.
Aún así, esta encíclica y ciertas evidencias posteriores, han permitido que muchos interpreten que, a diferencia del siguiente papa (Pío XII), y actual secretario de Estado del Vaticano, el papa Pío XI terminó viendo la necesidad de distanciarse de una manera más clara del nazismo.
Volvamos a insistir, sin embargo, que lo que el Vaticano buscaba era un fascismo clerical que se sometiese al Código Canónico de la Iglesia, no un fascismo de estado que buscase imponerse a la Iglesia.
Las alabanzas a Hitler de los sacerdotes católicos es interminable. El führer recibió una calurosa recepción por el cardenal Innitzer, primado de Austria, cuando se anexó ese país a su gobierno. El cardenal Bertram consideró a Hitler como “hombre de paz”, y ordenó que todos los católicos de Alemania manifestasen un espíritu de agradecimiento y felicitación mediante un festival de campanas el domingo.
Al terminar ese año (1938), Hitler refutó nuevamente el cargo de perseguir a los cristianos en Alemania, aduciendo que las iglesias habían recibido más dinero de los nazis, más ventajas impositivas y más libertad que bajo ninguna otra administración anterior. Y puso como contraste a los miles de sacerdotes y monjas que habían sido muertos en Rusia y España. “Agradezcamos a Dios, el Altísimo—agregó—por haber bendecido nuestra generación y bendecirnos a nosotros, permitiéndonos cumplir con una parte en este tiempo y en esta hora”.
Repitamos que las fricciones se daban por el problema que subsistió durante todo el período de Hitler, en no haberse definido en el concordato los límites políticos de uno y otro. La Iglesia creía que Hitler debía acatar la Ley Canónica incluída en el concordato, pero Hitler insistía en que la Iglesia no debía inmiscuirse en los asuntos de Estado. Ambos cumplían, a su manera, con los requisitos establecidos.
e. Las relaciones con el nuevo papa. La tímida y tardía tentativa de Pío XI en pronunciarse contra el régimen nazista murió con él poco después de convalecer en su lecho de muerte. En marzo de 1939, Pacelli era nombrado papa con el nombre de Pío XII.
Cuatro días después de su elección propuso dirigirse a Hitler como “Al Ilustre Herr Adolf Hitler”, lo que produjo una discusión entre los cardenales acerca de si debía dirigirse a él como “Al Ilustre” o “Al Más Ilustre”.
Declaró en su mensaje a Hitler que durante los años que gastó en Alemania, había hecho todo en su poder para establecer “relaciones armoniosas entre la Iglesia y el Estado”. Y terminaba deseando la prosperidad del pueblo germano “con la ayuda de Dios”. El führer respondió con “las más cálidas felicitaciones” de su parte y de su gobierno (HP, 208).
El nuncio de Berlín, en respuesta al pedido del nuevo papa, dio una recepción de gala a Hitler el mes siguiente, al cumplir medio siglo de vida.
Desde entonces esos saludos a Hitler se volvieron una tradición cada 20 de abril, por el resto de su mandato. El cardenal Bertram de Berlín envió también “sus más calurosas felicitaciones al führer en nombre de los obispos” de Alemania. “Oraciones fervientes de los católicos de Alemania se están enviando al cielo sobre sus altares”, agregó. Todo esto, argumentaba Pacelli, debía hacerse para tratar de mantener en pie el concordato de la Iglesia Católica con Hitler.
EL CONCORDATO ENTRE LA SANTA SEDE Y EL REICH ALEMÁN (1933)[1]