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Argentina recupera su petróleo


Vamos a suponer que el gobierno británico supiera que un accionista clave de Centrica, nuestra última gran empresa energética británica, propietaria de British Gas, iba a vender su participación a Gazprom, verificando con ello su traspaso en propiedad al Estado ruso. 
 
Yo esperaría que, ante esta situación, el gobierno ampliara las disposiciones de la Enterprise Act [Ley sobre empresas], que permite a Gran Bretaña bloquear adquisiciones que van contra el interés nacional, para incluir el gas y la energía nuclear (la ley se limita en la actualidad a la defensa, servicios financieros y medios de información). 
 
Tengo fundadas certezas de que el presidente de Centrica, Sir Roger Carr, presidente también de la CBI [Confederation of British Industry, la patronal británica], comparte la misma opinión.
 
 Ningún país puede mostrarse indiferente a la propiedad de activos estratégicos y, por tanto, al uso que se haga de ellos. Su obligación primera se encuentra en el bienestar de sus ciudadanos.

El gobierno argentino tuvo justo que enfrentarse a este dilema la semana pasada. YPF es su empresa nacional de petróleo y gas, que vendió a la petrolera española Repsol por 15.000 millones en 1999 como parte de su esfuerzo privatizador.
 
 No ha resultado un gran acuerdo para ninguna de las partes.
 
 La producción argentina de petróleo y gas se ha desplomado, se ha detenido la exploración de nuevas reservas y este país rico en petróleo tiene ahora que importarlo, con Repsol acusada de saquear la empresa y traicionar sus obligaciones.

La excusa de Repsol es que los controles de precios argentinos son absurdamente severos.
 
 Lleva queriendo vender desde hace algún tiempo su participación y en julio pasado encontró un comprador potencial: la compañía de petróleos estatal china Sinopec. 
 
El lunes, temiendo que el acuerdo estuviera a punto de cerrarse, el gobierno argentino se quedó con la parte del león de las acciones de Repsol para hacerse con el control de la mayoría. 
 
Mejor que YPF sea propiedad del gobierno argentino que del Partido Comunista Chino es su razonamiento.

Muchos gobiernos habrían hecho lo mismo. La propiedad importa.
 
 Sin embargo, Argentina ha sido rotundamente condenada: la UE, España, México, y hasta Gran Bretaña han echado su cuarto a espadas. 
 
The Economist truena diciendo que las travesuras de la presidenta Cristina Fernández no deben quedar sin castigo: la nacionalización es un pecado irredimible. Se deduce que debería haberse permitido a Repsol disponer libremente de sus acciones a cualquier comprador y al mayor precio que pudiera conseguir. 
 
Argentina y sus ciudadanos no tienen derecho a intervenir.

La señora Fernández se comportó, sin duda, de modo prepotente y muy arbitrario. 
 
Sólo se quedó con suficientes acciones de Repsol para asegurarse el 51% del control y tiene todavía que decidir lo que el Estado pagará como compensación; los otros accionistas son testigos inocentes con sus inversiones intactas. 
 
Hay algo más que un tufillo de descarado populismo en sus acciones.
 
 Pero describir a Repsol como un inocente ofendido cuyos derechos naturales han sido injustas víctimas de la corrupción es desfigurar la realidad económica y política.

Durante demasiado tiempo, las empresas y los ricos de todo el mundo, incitados por los republicanos norteamericanos y los tories británicos, han explotado desvergonzadamente la sugerencia de que solo existe una adecuada relación entre la sociedad y ellos: hacer lo que quieran según sus condiciones. 
 
Y la sociedad ha de aceptarlo, pues se trata de la única vía posible a la "generación de riqueza". 
 
El capital existe por encima del Estado y la sociedad.

La actuación de Fernández, por tosca e injusta que haya sido su ejecución, es parte de una reacción cada vez mayor a los excesos que ha traído esta propuesta. 
 
Repsol no tiene, y no tenía, derecho divino a vender el control de YPF a quienquiera que le plazca mientras los intereses de Argentina quedan al pairo.
 
 Existe en una relación simbiótica con la sociedad en la que comercia.
 
 El derecho al comercio y la propiedad son privilegios que vienen con obligaciones recíprocas, como la Ownership Commission [Comisión sobre la Propiedad], que he presidido, sostuvo en fecha anterior este año.
 
 No pueden existir en el vacío, pues la actuación de las empresas tiene profundas consecuencias.

Además, las empresas, especialmente las empresas de energía, necesitan agencias públicas que ayuden a mitigar los riesgos de acometer enormes inversiones en mundo en que el futuro es incognoscible. 
 
Por todo el planeta, el sector de negocios y los ricos insisten en negar estas verdades elementales. 
 
Ahora cosechan tempestades conforme gana impulso en todo el mundo una reacción hostil. 
 
Los custodios autodesignados del capitalismo se han convertido en sus peores enemigos.

Es la fuerza que impulsa al movimiento “Ocupemos…”.
 
 Es la razón por la que Jean-Luc Mélenchon, el candidato a la presidencia francesa de la izquierda radical, ha tenido una campaña electoral tan exitosa, la causa de que haya tantos gobiernos coordinando su investigación sobre Amazon, una empresa que paga impuestos insignificantes sobre sus beneficios a escala mundial, el motivo por el que el presidente Obama ha adoptado la tasa Buffett sobre los millonarios como una parte popular de su campaña para la reelección.
 
 Es la razón que hizo entender a George Osborne que debía compensar su rebaja de alto riesgo en el tope superior del impuesto sobre la renta al 45% con una apasionada declaración de guerra a los ricos evasores de impuestos.

Hacía ya mucho tiempo que se precisaba de una reacción así y está produciendo algunas correcciones que eran necesarias desde hace mucho. 
 
Así, por ejemplo, sólo en las últimas dos semanas, Lloyd Blankfein, de Goldman Sachs, Bob Diamond, de Barclays y Vikram Pandit, de Citibank, han tenido todos ellos que enfrentarse a airados accionistas, responden a un nuevo estado de ánimo y protestan por el despilfarro de sus incentivos comparados con la mísera ejecutoria de sus instituciones. Se están viendo obligados a aceptar menos.
 
 Estamos empezando a volver a una proporcionalidad en los salaries más altos, aunque hay todavía un largo camino por recorrer.

Pero hace falta encauzar este ánimo. 
 
Argentina puede habernos prestado un servicio a todos al recordar al sector de negocios global que se producen desagradables consecuencias cuando se descuidan las responsabilidades económicas y sociales, pero la nacionalización sumaria sin compensación apenas sí resulta una plantilla sólida para el futuro. 
 
Es presagio de un gobierno arbitrario al estilo chino: pasar del capitalismo de amiguetes al estatismo de amiguetes. 
 
Es hora de reafirmar que si bien el capitalismo puede ser una vía probada a la prosperidad, sólo funciona en compleja interdependencia con el Estado y la sociedad. 
 
Hay que contar con normativas nacionales e internacionales para crear un mundo deseable de fronteras abiertas, libre comercio y libre labor comercial. Hay que pagar impuestos en lugar de evadirlos. 
 
El salario ha de ser proporcional a la aportación.
 
 El dirigente laborista Ed Miliband fue rotunda y universalmente condenado como inocente izquierdista hace sólo siete meses cuando diferenció entre buen y mal capitalismo; hoy parece extraordinariamente profético.

Si hay más gente de su partido – especialmente en el gabinete en la sombra – que se sume a su causa, se abre una estupenda oportunidad política.
 
 La atmósfera está cambiando. Hace falta encauzarla: la creación de un pacto nuevo y distinto con los negocios, las finanzas y los ricos. 
 
Es lo que quieren ver los electorados de todo el mundo. La presidenta Fernández, a su torpe manera, ha dado con un estado de ánimo global.

Will Hutton, veterano e influyente periodista económico del grupo de The Guardian (del que fue columnista y jefe de la sección de economía), escribe semanalmente en The Observer (del que ha sido director).
 
 Comenzó su carrera como analista de bolsa y pasó después a trabajar para la BBC en radio y televisión. Miembro del Consejo de la London School of Economics y profesor visitante de la Universidad de Bristol, Hutton dirige la Work Foundation, una consultoría independiente y de investigación no orientada al lucro. También es autor de algunos libros críticos con el estado de la economía británica e internacional que han tenido notable repercusión, como The Revolution That Never Was (1987), The State We're In (1996), The State to Come (1997), The Stakeholding Society (1999), On The Edge (editado con Anthony Giddens) (2000) y, sobre todo, The World We're In (2002) (editado en los EE. UU. como A Declaration of Interdependence).

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

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