México DF.- En entrevista con Clarín.cl
Rogelio Flores (1968), habla de su tesis de doctorado en psicología
clínica sobre periodismo y traumas en un contexto de guerra:
“Los
periodistas se han visto obligados a tener contacto con escenarios de
horror y barbarie.
Pienso en los reporteros que cubren a diario las
notas de decapitados, asesinatos masivos, narcofosas,
desollamientos, y toda esta gama de barbarie, que desgraciadamente se
está haciendo costumbre; pero también pienso en los que realizan
trabajos de investigación y que, como resultado de ello, son agredidos,
amenazados y en el peor de los casos desaparecidos.
Pienso en los
periodistas que trabajan con familiares de víctimas y su búsqueda
infructuosa de justicia”.
Psicólogo por la Universidad Autónoma
Metropolitana (UAM); magíster en antropología social por la Escuela
Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y candidato a doctor en
psicología clínica por la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM), Rogelio Flores coordina el Centro de Documentación del semanario
Proceso y es pionero en la investigación de periodismo y traumas:
“Comparto con los lectores del Clarín
los últimos datos que tengo al respecto: el 77% de los periodistas que
cubren noticias de narcotráfico presentan síntomas de ansiedad.
También
encontré que 42% presenta síntomas de depresión y 41% de estrés
postraumático (EPT).
Adicionalmente, algunos están presentando ataques
de pánico, accesos de llanto, trastornos de sueño, somatizaciones como
dolores de cabeza, problemas estomacales o tics nerviosos.
¡Son
indicadores descomunales! Los síntomas de los periodistas mexicanos que
cubren temas de narcotráfico son más altas que las presentadas por
corresponsales de guerra de Chechenia, Bosnia o Medio Oriente”.
MC.- ¿Por qué investigaste al periodismo y sus traumas en tiempos de guerra para tu tesis de doctorado en psicología?
RF.- Encuentro muchas razones profesionales, pero también otras de tipo
personal. Como tú sabes, tengo la suerte de trabajar en Proceso,
la revista política más importante de México. Gracias a eso he podido
entablar amistad con reporteros y fotógrafos de muchas partes del país, y
así conocer desde dentro la otra cara del periodismo, es decir, el lado
humano y personal de quienes lo practican: sus pasiones, sus deseos,
frustraciones y, últimamente, sus miedos, sufrimientos, crisis y
angustias desencadenados por las coberturas de violencia que realizan.
Y
es justo durante este trajín del trabajo cotidiano, –observando
actitudes, comportamientos y percibiendo estados de ánimo de muchos
amigos–, como surge la idea de investigar el tema del trauma.
Obviamente toda esta motivación surge también por el contexto de
violencia en el que vivimos: 60 mil muertos en los últimos cinco años,
miles de desaparecidos, más de 230 mil desplazados, 75 periodistas
asesinados, bombazos en instalaciones de periódicos y televisoras.
En
fin, el contexto necrófilo que asfixia al país.
En la tesis
parto de una hipótesis fundamental: cubrir noticias de narcotráfico
representa un riesgo de tipo emocional que, inclusive, puede llegar a
ser de naturaleza traumática.
Ciertamente, un grupo cada vez más
creciente de periodistas se han visto obligados a tener contacto con
escenarios de horror y barbarie.
Pienso en los reporteros que cubren a
diario las notas de decapitados, asesinatos masivos, narcofosas,
desollamientos, y toda esta gama de barbarie, que desgraciadamente se
está haciendo costumbre; pero también pienso en los que realizan
trabajos de investigación y que, como resultado de ello, son agredidos,
amenazados y en el peor de los casos desaparecidos.
Pienso en los
periodistas que trabajan con familiares de víctimas y su búsqueda
infructuosa de justicia.
No es fácil asimilar este tipo de
experiencias, sobre todo cuando son experiencias cotidianas, frecuentes y
repetidas. Créeme que no es fácil acercarse al lado más oscuro de la
condición humana sin salir ileso de alguna u otra forma.
La gama de
síntomas que pueden emerger son múltiples.
Por ello siempre digo que
trabajar en estos escenarios tiene un costo emocional muy alto; y creo
que los periodistas ya están pagando el precio después de cinco años de
testimoniar esta guerra absurda y sin sentido.
MC.-
¿Cuáles son los indicadores de los síntomas psicopatológicos entre los
periodistas y fotógrafos consultados para tu tesis?
RF.- Estoy asombrado de los indicadores que he obtenido de mi muestra. Comparto con los lectores del Clarín
los últimos datos que tengo al respecto: el 77% de los periodistas que
cubren noticias de narcotráfico presentan síntomas de ansiedad; es
decir, tres de cada cuatro.
También encontré que 42% presenta síntomas
de depresión y 41% de estrés postraumático (EPT). Adicionalmente,
algunos están presentando ataques de pánico, accesos de llanto,
trastornos de sueño, somatizaciones como dolores de cabeza, problemas
estomacales o tics nerviosos. ¡Son indicadores descomunales!
Imagínate que las prevalencias de síntomas de los periodistas mexicanos
que cubren temas de narcotráfico son más altas que las presentadas por
corresponsales de guerra de Chechenia, Bosnia o Medio Oriente.
Y, peor
aún, alcanzan a la de los propios combatientes de la guerra de Vietnam.
Los datos que te ofrezco son un indicador duro de lo que está ocurriendo
con los periodistas en México en términos emocionales. No son meras
suposiciones.
Es una realidad que debe atenderse.
MC.-
¿Qué diferencias documentarás entre los síntomas de los periodistas
regionales y los colegas enviados por los medios de circulación
nacional?
RF.- Por desgracia no tengo manera de
diferenciar en términos cuantitativos el impacto entre unos y otros.
Pero sí te puedo decir que gracias al trabajo de campo que he realizado
en diferentes regiones del país he podido identificar, en términos
cualitativos, muchas diferencias.
El impacto psicológico depende, en
efecto, de muchos factores, entre otros el grado de cercanía, cronicidad
e intensidad del evento traumático.
En este sentido, –sin estar exentos
de peligros– los periodistas enviados de manera temporal por los medios
nacionales corren menos riesgos que sus colegas que viven y ejercen en
la zona de conflicto de manera permanente.
Además de la
cercanía y cronicidad, existe otra variable que es importantísima: la
familia.
Dado que comparten la misma zona geográfica de riesgo, los
periodistas regionales no sólo deben cuidar su propia integridad sino
también la de sus seres queridos, y eso complica las cosas.
En este
sentido, la familia representa para ellos una responsabilidad enorme que
no les permite desenvolverse con mayor libertad.
Es común que las
propias familias de los periodistas reciban amenazas, y eso detiene a
cualquiera periodista en su ejercicio profesional.
A todo esto súmale
otros factores: bajos salarios, ausencia de seguridad social,
desprotección laboral, falta de reconocimiento, etcétera.
En este
sentido, los reporteros de los medios nacionales están más cuidados, y a
decir de muchos viven en una especie de “burbuja”. Algunos reporteros
locales argumentan que los periodistas de fuera lo que en realidad hacen
es “periodismo turístico”.
Es decir, llegan unos días a las zonas de
riesgo, hacen algunas entrevistas y regresan en un santiamén al Distrito
Federal para buscar con ello el Premio Nacional de Periodismo.
Cada vez que hablo sobre los niveles de riesgo hago la analogía de la
cebolla: entre mayor cercanía al centro mayor es el riesgo que viven.
Es
decir, la capa del interior de la cebolla que se encuentra cercana a su
corazón son los periodistas locales, y son ellos los que presentan un
riesgo físico y emocional más elevado al establecer una cercanía casi
epidérmica con los eventos de violencia.
La segunda capa de la cebolla
–de menor riesgo, pero no exenta de peligro– es la de los corresponsales
de medios nacionales quienes, aún viviendo en las zonas de conflicto,
están relativamente protegidos por las empresas en las que trabajan.
La
tercera capa –con un riesgo significativamente menor– es la de los
enviados especiales de los medios de circulación nacional, muchos de
ellos figuras destacadas del periodismo; ellos permanecen poco tiempo en
las zonas de conflicto, o van y vienen, lo cual aligera el peso del
desgaste emocional.
Y por último están los enviados o corresponsales
internacionales, quienes gozan de una relativa mayor protección tanto de
sus propios medios, como del Gobierno Federal.
De manera que entre más
alejados están los periodistas del núcleo de la cebolla, menor será el
riesgo en todos los sentidos. Aunque es preciso señalar que el riesgo
siempre estará latente en todas y cada una de las capas.
Esta
categorización la ha mencionado con mucha inteligencia y atino el
periodista José Gil Olmos.
MC.- ¿Dedicarás un capítulo
especial de tu tesis a los reporteros gráficos?, ¿a qué atribuyes la
prevalencia de 58.8% de vulnerabilidad entre los fotógrafos?
RF.- El caso de los fotógrafos que cubren narcotráfico es
paradigmático. Ciertamente son ellos los más vulnerables al presentar
una prevalencia de EPT de 58%.
Es decir, uno de cada dos fotógrafos que
cubre eventos de narcotráfico ha presentado síntomas psicopatológicos
como pesadillas, somatizaciones, anestesia emocional, irritabilidad,
angustia, sobresaltos, desesperanza, flashbacks del evento
traumático, etc.
Sin embargo, he encontrado que la mayoría prefiere no
compartir lo que le pasa, ya sea por pena, temor o porque no quiere
preocupar a su círculo cercano.
Otros piensan que son los únicos con
este malestar y por eso prefieren quedarse callados para no exponerse a
burlas o críticas perversas.
Una ocasión que fui a dar un
taller informativo a periodistas de Cuernavaca, un fotógrafo me contó lo
que le pasaba. A partir de su testimonio pude inferir una hipótesis
sobre por qué la prevalencia es tan alta entre fotógrafos. Palabras más,
palabras menos, me dijo:
“Cada vez que paso por el puente de Galerías
me sudan las manos, me pongo nervioso y me entra una sensación de
angustia. Procuro no pasar por ahí a menos que sea estrictamente
necesario.
Y no necesito ser psicólogo para entender las causas.”
Y es
que, en efecto, meses atrás había ido a fotografiar a dos jóvenes que
fueron colgados desde el barandal del puente y posteriormente
rafagueados con fusiles AK47.
El fotógrafo me contó que tomó cientos de
fotografías desde todos los ángulos imaginables, con el miedo natural de
que los sicarios estuvieran observando
Cuando llegó al periódico,
observó con lujo de detalle cada una de las fotos que había tomado y fue
seleccionando las mejores imágenes para entregárselas al editor.
Primero eliminó diez, después 20, luego 40 y así hasta sólo quedarse con
ocho.
Gran parte del día se dedicó a limpiar esas imágenes sangrientas y
desoladoras de los jóvenes colgados del puente.
Cuando regresó a su
casa sentía que le explotaba la cabeza. Al día siguiente sólo le
publicaron un par de fotos. ¡Imagínate!
¡Todo un día de desgaste físico y
emocional para dos fotos publicadas!, detrás de cada foto, hay muchas
historias.
Mi interpretación es muy simple, pero es la mejor
que tengo hasta el momento. Los fotógrafos que cubren noticias
policíacas mantienen una cercanía casi epidérmica con los ejecutados,
descabezados, desollados, empozolados (cadáveres disueltos en
ácido).
Es una cercanía muy peligrosa en términos emocionales. Muchas
veces sus fotos captan detalles escalofriantes que ni siquiera los
reporteros llegan a percibir: heridas, miradas, gestos. Los fotógrafos
trabajan con los detalles y posen una mirada muy fina.
En
términos psicológicos decimos que algunos fotógrafos se quedan
instalados en lo imaginario sin llegar al orden simbólico.
En este
sentido, los reporteros tienen un acto maravilloso que es la escritura,
que entre otras cosas es un acto de catarsis que libera de alguna forma
la carga emocional del reportero.
Al escribir una nota o un reportaje, o
al reportar la noticia por medio de la radio o la televisión, el
reportero estructura y procesa la información, le da un sentido y
finalmente la transmite.
El fotógrafo, sin embargo, regularmente se
queda instalado en la imagen y sin un proceso catártico que le ayude a
eliminar esas complejas sensaciones que está sintiendo. Se las guarda, y
eso a mediano o largo plazo será nocivo para su salud emocional.
De ahí
que algunos fotógrafos de la fuente policiaca hagan bromas macabras
mientras trabajan en estos escenarios: la risa es un perfecto mecanismo
evasivo que nos aleja del dolor.
MC.- Rogelio,
¿respondieron a tu cuestionario todos los periodistas que cubrimos las
Caravanas por la Paz?, ¿por qué nos convocaste a participar en tu
investigación?
RF.- Afortunadamente participaron la
mitad de los periodistas a los que invité. Debo decir que los
periodistas son poco participativos y desconfiados, y están más
acostumbrados a preguntar que a responder, pero los de las Caravanas por la Paz fueron muy amables.
Los instrumentos psicométricos que les apliqué son enteramente
confiables y profesionales.
Uno de ellos identificaba síntomas de estrés
traumático secundario, y el otro identificaba malestar emocional.
Decidí invitar a los periodistas de las Caravanas por una
sencilla razón: ustedes también son un grupo vulnerable. Mario, tú
podrás decir:
“¿Pero por qué nosotros, si las víctimas son ellos?
¡Nosotros sólo estamos dando voz a las víctimas!”.
Pues precisamente por
eso, porque ustedes escuchan y captan imágenes de dolor y sufrimiento, y
eso, en términos reales los hace psicológicamente vulnerables. “Ver
duele”, escribió Octavio Paz.
Efectivamente, el trauma puede
impactar de diferentes maneras y su efecto puede ir más allá de la
víctima directa. Es como si arrojaras una piedra en un lago quieto,
pensando que la piedra misma es el trauma, el efecto desencadenador. La
piedra va a generar ondas concéntricas.
La primera onda –la más fuerte e
intensa– representa a la víctima directa o primaria; es decir, el
secuestrado, el amenazado, el agredido, el desaparecido, el asesinado.
La segunda onda es la víctima secundaria, generalmente los familiares y
amigos de la víctima.
La tercera onda son aquellos que, sin ser
familiares, establecen un vínculo empático con la víctima primaria o
secundaria.
Y finalmente la cuarta onda, que corresponde a los que se
enteraron de “oídas” del suceso traumático de manera lejana, pero aún
así se muestran impactados por aquella experiencia.
En psicología, a la
primera onda se le conoce como estrés postraumático (EPT), y a las
subsecuentes las llamamos traumatización vicaria o estrés traumático
secundario.
Los periodistas que cubren violencia pueden ubicarse en
todas las ondas que genera el trauma.
MC.- ¿Qué
seguimiento terapéutico harías ante la petición de un colega que sufre
estrés postraumático por la cobertura de la guerra?
RF.- Hasta el momento lo único que he podido hacer es labor de asesoría y
acompañamiento telefónico o por correo electrónico.
Y hago sólo eso no
por falta de deseo o indiferencia, sino porque la gran mayoría de los
afectados se encuentra fuera de mi lugar de residencia, el Distrito
Federal.
La gran mayoría no tiene seguro social y mucho menos
la posibilidad económica para pagar un servicio privado de atención
psicoterapéutica. Los directivos o dueños, salvo honrosas excepciones,
no les brindan el menor apoyo; por el contrario, en ocasiones incluso
los juzgan severamente como personas débiles y sin carácter.
Aunque
muchos periodistas afectados están preocupados por su problemática
emocional, debo decir que la atención psicológica no es prioritaria para
ellos. Algunos se resisten, como si el recibir apoyo emocional fuera un
signo de debilidad.
También me he percatado que los hijos y
esposas de los periodistas desaparecidos presentan una problemática
desatendida.
Al horror emocional de lidiar con la ausencia del padre
desaparecido o asesinado, hay que añadir las exigencias de la vida
práctica cotidiana: gastos de renta, comida, escuela de hijos, etc. Es
algo tremendo.
MC.- México y Honduras son los países con
el mayor número de periodistas asesinados de Latinoamérica; ¿estudiaste
el caso hondureño?, ¿encuentras similitudes con la violencia y
vulnerabilidad entre el contexto mexicano y hondureño?
RF.- Desconozco el caso de Honduras, pero no dudo que el fenómeno sea
similar al nuestro.
Sé que el número de periodistas asesinados en
Honduras es cada vez más alto y que los organismos internacionales como Freedom House
nos ubican entre las naciones más peligrosas para el ejercicio del
periodismo. Colombia, México y Honduras son naciones que se desplazan
sobre un carril muy parecido.
En este sentido nosotros nos miramos en
Colombia.
Quizá Honduras ahora se está reflejando en nosotros.
MC.- Durante el fin del régimen de Felipe Calderón, fueron asesinados 3
integrantes del Movimiento por la Paz: Pedro Leyva (5 de octubre),
Nepomuceno Moreno (28 de noviembre) y Trinidad de la Cruz Crisóforo (7
de diciembre), además sicarios le dispararon a Norma Andrade de la ONG
“Nuestras Hijas de Regreso a Casa”, y desconocidos secuestraron a dos
ecologistas; ¿De qué forma afecta a los periodistas leer que las
personas con las que compartieron o entrevistaron fueron asesinadas?
RF.- Ante la mirada internacional, México ya no es un país de mariachis
y tequila. México es un país de víctimas. El país, en efecto, está
literalmente desangrándose día con día.
No sé, pero creo que con el paso
de los años, los historiadores del futuro confirmarán lo que es un
secreto a voces entre la población: el gobierno federal encabezado por
Felipe Calderón, junto a los líderes de los cárteles tienen una
responsabilidad histórica en todo esto.
No es gratuito que un número
significativo de ciudadanos esté acusando al presidente y al cártel de
Sinaloa de delitos de lesa humanidad ante la Corte Internacional de La
Haya.
Y digo que somos un país de víctimas porque es muy
difícil que alguien de nosotros no tenga un pariente, un amigo o un
conocido que no haya tenido una experiencia de este tipo.
Pero en el
caso de los periodistas que cubren la fuente de los derechos humanos,
por ejemplo, el impacto es aún mayor porque día con día están en
contacto con víctimas: mujeres, niños, ancianos que no pidieron esta
guerra y que, sin embargo, están pagando las consecuencias.
En el campo
de la psicología utilizamos una metáfora muy sugerente: hablamos de una
especie de “contagio emocional” que permea en el otro, es decir, en el
que acompaña y en el que escucha. Hablamos de estados de tristeza, casi
depresivos.
Hablamos de desesperanza y duelo. Es el precio de la
empatía.
Todos los que trabajamos con personas que sufren
somos vulnerables porque de alguna u otra manera hay elementos de
nuestras vidas que inevitablemente se activarán con la escucha.
Y esto
lo sabemos mejor que nadie los psicólogos clínicos, los trabajadores
sociales, y los defensores de derechos humanos.
Esto es precisamente lo
que quiero transmitir a los reporteros y fotógrafos mexicanos.
Quiero
decirles que no son una tabula rasa ni tampoco dioses; que son sujetos
con una carga histórica personal de experiencias como todos, algunas más
incómodas que otras.
Y que cuando contactamos con las víctimas
establecemos –querámoslo o no– una relación intersubjetiva en la que
aparecen nuestros fantasmas no resueltos de la infancia, adolescencia o
edad adulta. Reconocer lo anterior representa un verdadero desafío de
introspección.
Sin duda, la empatía es un don invaluable del
que florecen sentimientos nobles como la solidaridad y el amor. Nos
proporciona la capacidad de colocarnos en el zapato del otro para
entender al que sufre.
Sin embargo, de esta noble manifestación puede
derivarse también un cansancio, un desgaste emocional que en caso
extremo puede rozar con la psicopatología. Susan Sontag en su libro Ante el dolor de los demás (Alfaguara, 2003) da lecciones que precisan una relectura en estos días oscuros y de tinieblas.
MC.- Dos compañeros del semanario Proceso –Marcela Turati y José Gil
Olmos– recibieron el Premio Reuter 2011 (Alemania), ambos se
especializaron en la cobertura de las historias de las víctimas de la
guerra de Felipe Calderón; ¿conversaste con Marcela y Pepe Gil?, ¿en qué
medida ayudan los reconocimientos para alejarnos del dolor acumulado?
RF.- Me da mucho gusto que dos compañeros hayan ganado este premio tan
prestigiado.
Sin duda se lo merecen porque son profesionistas dedicados y
de una gran sensibilidad social. No he platicado con ellos, sólo les di
un gran abrazo.
No sé si un reconocimiento de este tipo pueda borrar
todo el horror que han visto en los últimos años, pero sin duda, un
empujoncito al ego siempre ayuda, y además se lo merecen.
Cuando platico con Marcela o con Pepe Gil siempre les digo que se
cuiden, que su labor al escuchar tantas historias de dolor y sufrimiento
puede desgastarlos, quizás no ahora, pero si en un futuro y en el
momento que menos lo esperan.
Los síntomas traumáticos pueden emerger
meses e incluso años después.
No les pido que se olviden de sus temas.
Sólo les sugiero que se den un tiempo para otras actividades
alternativas al periodismo: leer sobre otros temas, jugar con niños, ver
películas –incluidas las más frívolas–, permitirse no ser los
“especialistas”, alejarse un poco del correo electrónico o desconectar
el celular al menos unas horas al día.
No es evadir la realidad, es
oxigenarse un poco en un ambiente mórbido y necrófilo que a la larga
termina por desgastar. Si no lo hacemos, corremos el riesgo incluso de
contraer enfermedades físicas.
Acuérdate que el sistema inmunológico de
cada uno de nosotros está conectado con el sistema nervioso central.
Nuestras defensas disminuyen en estados de tensión crónica.
MC.- Finalmente, ¿editarás un libro con tu tesis de doctorado sin el formato clínico?
RF.- No lo sé todavía. Sé que el formato clínico saca ronchas por su
excesivo academicismo, pero a veces es necesario un lenguaje
especializado que permita la comprensión de los fenómenos.
Si pudiera
armar un libro sobre periodismo y trauma, me gustaría coquetear con otro
lenguaje, sin trivializar la complejidad del tema o caer en el
anecdotismo.
Clarín de Chile/Rebelión