Hace pocos días se viene informado a través de los medios de
comunicación masiva que un diputado que representa los grupos religiosos
llamados “cristianos” (en contraposición a los “católicos”) ha desatado
una batalla personal y virulenta en el seno de la comisión legislativa
que lo analiza, contra de un proyecto de ley que permitiría una cierta
forma de legalización de las uniones de personas del mismo sexo, como
una manera de paliar –no de erradicar- la discriminación hacia este tipo
de personas y de devolverles sus derechos humanos, que les han sido
conculcados social y legalmente.
Además de ridícula y absolutamente
asombrosa, esta posición demuestra un fundamentalismo religioso rayano
en la ignorancia más aberrante.
Pero no podría esperarse menos de un
miembro de la Asamblea Legislativa, pues allí se encuentran todas las
muestras de las lacras sociales que se pueden percibir en el conjunto de
la sociedad costarricense, incluyendo la más vergonzosa de todas, la
mediocridad.
El tema es altamente delicado, por las pasiones
irracionales que desata, y debido a que no soy un especialista en él, me
tomé el cuidado de buscar despaciosamente algún texto que aclarara el
peligro que implica una postura fundamentalista religiosa mezclada con
el odio hacia aquellas personas que practican su actividad erótica de
forma diferente, y por ello transcribo a continuación unos párrafos que
me parecieron esclarecedores.
En una publicación titulada
Fundamentalismo Religioso y Homofobia, el Dr. Luis N. Rivera Pagán,
profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton, señala de forma
esclarecedora lo siguiente:
El fundamentalismo nació dentro de la
tradición evangélica estadounidense como un rechazo a cambios culturales
que sectores religiosos conservadores catalogaban de modernismo,
secularismo y alejamiento de las normas sociales ordenadas por Dios.
Sus
puntos de disputa y polémica han sido múltiples: las investigaciones
históricas críticas de las escrituras sagradas, que ponen en duda las
doctrinas de su inspiración divina, inerrancia e infabilidad; las
interpretaciones metafóricas de ciertos dogmas teológicos (nacimiento
virginal de Jesús, su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los
tiempos); el darwinismo y la teoría de la evolución, que parece afectar
la visión de la creación narrada en el Génesis bíblico; la
diversificación de las estructuras familiares y de relaciones entre
parejas; la apelación al consenso social para regular los códigos
jurídicos y las normas éticas comunitarias (Barr, 1978; Marsden, 2006).
Tras
el triunfo de la revolución bolchevique, en 1917, y sobre todo tras la
segunda guerra mundial, el anticomunismo fue tarjeta adicional de
identidad. También ha combatido enérgicamente el ecumenismo, percibido, a
la luz de textos bíblicos apocalípticos, como esquema diabólico de
pervertir la genuina tradición cristiana.
Los fundamentalistas se
perciben como guerreros de la fe; cruzados del cristianismo evangélico
ortodoxo.
El fundamentalismo se inició en la sociedad
estadounidense durante la segunda década del siglo veinte como una
reacción de repudio a nuevas tendencias dentro de los estudios bíblicos y
la teología: los análisis críticos históricos y literarios de las
escrituras sagradas judeocristianas y las interpretaciones alternas y
heterodoxas de dogmas como la Trinidad, el nacimiento virginal de Jesús,
su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos, entre
otros.
Diversos autores protestantes conservadores publicaron entre 1910
y 1915 una serie de tratados bajo el título general de Los fundamentos (The Fundamentals) (Torrey
et al., 1994).
Esos tratados tuvieron, gracias al apoyo financiero de
algunos acaudalados magnates, amplia difusión y generaron polémicas
intensas y amargas en el seno de las agrupaciones religiosas y
eclesiásticas.
De su título – Los fundamentos - nació la designación del movimiento: fundamentalismo.
Se trataba de defender los fundamentos tradicionales de la fe cristiana del temido efecto revisionista de los análisis críticos bíblicos y la teología liberal y modernista.
Pero, esos debates teológicos, al
interior de las iglesias, se acompañaron pronto de otra preocupación: el
preservar la cultura y civilización cristiana occidental de los
supuestos efectos nocivos germinados por la creciente secularización de
la sociedad.
De ahí, por ejemplo, las fuertes batallas contra las
teorías de la evolución de la especie humana, el feminismo y sus
reclamos de igualdad para la mujer, incluyendo los derechos
reproductivos de la mujer y su posible ordenación al ministerio o
sacerdocio, y los reclamos de reconocimiento civil y dignidad social de
la comunidad LGBT.
Las iglesias y agrupaciones religiosas constituyen elementos sociales importantes y, por consiguiente, tienen pleno derecho a participar en los debates públicos sobre asuntos como los que acabo de mencionar.
Sin embargo, hay tres potenciales peligros
en esa participación cuando se enarbola como bandera de batalla
ideológica la voluntad divina tal como se expresa en la Biblia,
considerado texto inspirado e infalible.
El primero tiene que
ver con la naturaleza consensual y dialógica de la sociedad democrática
moderna.
Esa característica requiere el intercambio, en ocasiones
conflictivo, entre perspectivas y visiones muy distintas sobre las
normas que deben imperar en una sociedad plural.
Ese diálogo/debate se
vulnera cuando una de la partes reclama representar la inviolable
voluntad divina.
Tal atribución unilateral de sacralidad compulsoria en
la legislación (“Dios rechaza el empleo de métodos artificiales de
controlar la natalidad, por tanto el estado debe prohibirlos”; “Dios
rechaza el divorcio, por tanto el estado debe prohibirlo”;
“Dios rechaza
la conducta homosexual, por tanto el estado debe prohibirla”) amenaza
seriamente el clima de diálogo que debe regir en una genuina sociedad
democrática pluralista.
En un ambiente donde impera la diatriba amarga,
la intolerancia dificulta el indispensable entendimiento y respeto
recíprocos.
El segundo peligro potencial que conlleva esa actitud
fundamentalista es el serio perjuicio y menoscabo que puede causar a
muchos seres humanos.
Cuando se citaban ciertos versículos bíblicos para
aprobar o decretar legislación que inhibía el derecho de las mujeres a
igual participación social, se laceraba gravemente al sector femenino de
la población.
Al impedirse el reconocimiento pleno de los derechos
civiles y humanos de las personas de diversas orientaciones sexuales,
porque supuestamente Dios así lo ordena, se les causa a éstas profundo
dolor y sufrimiento.
Se les menoscaba sus derechos ciudadanos y también
su dignidad humana.
Los fundamentalistas, a pesar de sus piadosas jeremiadas, han mostrado poca solidaridad y compasión con los seres humanos que sufren persistente oprobio y humillación por su diversa orientación sexual.
Es digna de leerse la novela del
puertorriqueño Ángel Lozada La patografía (1998), una emotiva
reflexión literaria sobre los estigmas y sufrimientos que padecen los
homosexuales a causa de la homofobia eclesiástica. Manifiesta
dramáticamente la ofensiva manera en que muchas comunidades religiosas
tratan a homosexuales, "gays" y lesbianas, como “pervertidos” que,
alegan esos grupos fundamentalistas devotos, repudian la voluntad
divina.
Expresa, sobre todo, algo significativo y crucial: el
sufrimiento agudo y profundo que las actitudes de intolerancia y
discrimen de iglesias y agrupaciones religiosas fundamentalistas
infligen a las personas de orientaciones sexuales diversas.
Escudados en
su idolatría de la letra sagrada, esas iglesias y agrupaciones
religiosas transforman el evangelio de la gracia divina en régimen de
represión y exclusión, sin tomar en cuenta su grave responsabilidad en
el hondo dolor que causan.
El tercer peligro es más de índole
teológica.
Al invocar a Dios para combatir la teoría de la evolución, la
abolición de la esclavitud, la igualdad social de la mujer, sus
derechos reproductivos o la validez antropológica, moral y jurídica de
las diversas orientaciones sexuales, se atribuye a la deidad la
responsabilidad última de esas represiones sociales. Se condena a Dios
al triste papel de Gran Inquisidor.
Se le transforma de generoso
espíritu creador, sostenedor y redentor de la humanidad y el cosmos, en
príncipe de tinieblas que intenta mantener a los seres humanos bajo
despótico y represivo dominio.
Lo irónico es que esta grave injuria a
Dios la cometen quienes se proclaman a sí mismos como sus más fieles y
devotos creyentes.
Todo lo anterior deja muy mal parado al
diputado que se ha convertido a sí mismo en profeta e inquisidor de la
hecatombe social que, según él, se causaría en el país si se aprueba una
ley que solamente a medias restablece un poco de justicia y equidad a
un conglomerado social. Y me pregunto ¿Qué autoridad moral tiene el
susodicho personaje para erigirse en juez e intérprete de la voluntad
divina?
¿Las barbaridades que están consignadas en el libro histórico de
un pueblo del cercano oriente convertido en palabra divina? ¿Alguna
conexión especial entre este obscuro y vil personaje y la divinidad?
¡Por
favor! Entre las curiosidades que hemos contemplado en ese circo
llamado Asamblea Legislativa, fiel reflejo de la mascarada social que es
este país, las actitudes mesiánicas de este engendro de irracionalidad
se gana todos los premios.
Por otro lado, en un fragmento del
capítulo ocho del libro “Qué dice la Biblia realmente acerca de la
Homosexualidad” (What the Bible Really Says About Homosexuality) el
Doctor Daniel A. Helminiak, Ph. D. (Millenium Edition, Alamo Square
Press, New Mexico, 2000.) señala que no existe registro alguno de
palabras de Jesús sobre relaciones homosexuales, ni en los Evangelios
canónicos, ni en los llamados “evangelios gnósticos” descubiertos en Nag
Hammadi en 1945. Este es un hecho revelador.
Como sugiere Víctor
Furnish, esto implica que Jesús no tenía nada en particular que decir
sobre el tema, y que la homosexualidad no era un asunto que preocupara a
la naciente Iglesia, que fue la que preservó sus discursos.
Sin sus
declaraciones es imposible decir que es lo que Jesús pensaba sobre la
homosexualidad.
Pero en este caso sus acciones pueden hablar más alto
que sus palabras, ya que tenemos una evidencia de que Jesús se encontró
con una pareja homosexual masculina durante su ministerio, al centurión y
su “siervo” enfermo, y no lo condenó.
Uno de los desafíos que la
cuestión homosexual le plantea a la iglesia cristiana es, precisamente,
el fundamentalismo bíblico.
Con cierta frecuencia se citan textos
bíblicos que aparecen en el Primer o Antiguo Testamento y en algunos
escritos paulinos para condenar la homosexualidad. Resulta que en el
campo de la sexualidad, hasta los teólogos más liberales y de izquierdas
suelen ser un tanto fundamentalistas.
Pues bien, enfrentar la cuestión
de la homosexualidad en la Biblia nos desafía a revisar la lectura que
hacemos de ella.
Quizá nadie lo plantee de manera más simple y
profunda que Jairo del Agua (sacerdote español), cuando combatiendo el
fundamentalismo dice:
“Es muy importante caer en la cuenta de que toda
la Escritura no es Palabra.
Más bien la Palabra discurre entre la
Escritura, la riega como un río de agua sanadora, fecunda, orientadora,
que recorre una concreta historia humana (la de los judíos y primeros
cristianos), durante un concreto tiempo.
No podemos confundir el río con
sus orillas agrestes, ni con sus monstruos, ni con la vegetación
invasora. Hay que distinguir claramente entre el río y la historia que
riega.
En muchas ocasiones esa historia está habitada por hombres
perversos, rudos, ignorantes, que tan pronto reniegan de Dios como le
creen inspirador de sus propios crímenes.”
Algunos pasajes
-totalmente secundarios que no explicitan el mensaje central del Primer
Testamento- son pura bazofia y su lectura no es recomendable.
Esa es la
razón por la que la Biblia fue un libro prohibido o no divulgado durante
muchos años. Conviene decirlo porque parece, que ahora, todo está
bendecido por el hecho de estar en el Libro.
Tampoco podemos pensar que
la mano que escribe es sabia, incontaminada, guiada al dictado. Todo lo
contrario.
Está limitada por su personalidad, por su ambiente humano y
material, por su nivel cultural, etc.
Es decir, la Escritura no sólo
está contaminada por la precariedad o bajura de la historia humana que
describe, sino también por los subjetivismos y condicionamientos de
quien la escribe.
Esto ocurre de forma relevante en el primer o antiguo
testamento porque el primitivismo era mayor y menor la evolución humana.
Pero también puede afirmarse del nuevo testamento. Es más, esto ocurre y
ocurrirá siempre, porque los humanos somos limitados e incapaces de
agotar la Palabra.
Sólo podemos recoger algunos de sus destellos para
iluminar nuestra humana oscuridad.
En una entrevista realizada
al Pbro. Raúl Lugo Rodríguez por Lorena Aguilar Aguilar, para Kaos en la
Red, se señala lo siguiente. No hay un solo pasaje en los evangelios
que pueda interpretarse en ese sentido sin falsear gravemente el texto y
su contexto.
Por otro lado, la constancia con que los evangelios
canónicos hacen referencia al hecho de que Jesús nunca rechazó a nadie,
que se acercó a las personas que eran despreciadas y marginadas en su
tiempo, que tenía una intención clara de reintegrar a quienes eran
marginados o excluidos de sus comunidades, que lo caracterizan como una
persona esencialmente misericordiosa, pero que luchaba a brazo partido
contra quienes utilizaban la religión para marginar y excluir y que,
precisamente por eso, recibió amenazas y fue finalmente ajusticiado,
todo ello indica que el Jesús que nos transmiten los evangelios no
condenó nunca la homosexualidad ni a las personas homosexuales, aunque
esta afirmación pueda parecer un anacronismo, pues el concepto de
“persona homosexual” es bastante reciente.
Desde luego que esto
no quiere decir que el campo de la sexualidad sea un campo ajeno al
seguimiento de Jesús.
La dignidad de la persona, el respeto a las
diversidades, la justicia y la equidad en las relaciones
interpersonales, son todos valores que entran en juego en el ejercicio
de la sexualidad.
Cuando la iglesia recomienda relaciones humanas y no
cosificantes, respetuosas y no impositivas, fieles y no mentirosas, no
hace otra cosa que arrojar una luz de evangelio sobre esta realidad que
es tan decisiva para la felicidad de la persona.
Reconocer la
homosexualidad como una señal de diversidad que no tiene por qué merecer
un calificativo moral negativo, y no implica que las personas
homosexuales tengan necesariamente que ajustarse a los estándares
morales cristianos en sus relaciones interpersonales.
Podríamos
decir, en consecuencia, que hay dos realidades en confrontación.
Por un
lado, a pesar de que la discriminación a las personas homosexuales sigue
estando presente en muchos países, el panorama actual marca una
tendencia irreversible a su aceptación y al reconocimiento legal de la
diversidad sexual como un hecho irrefutable.
La cantidad de países que
continúan considerando las relaciones entre personas del mismo sexo como
delito a perseguir son cada vez menos.
Por otro lado, se va llegando
cada vez con más claridad a la concepción de que la democracia, para
serlo cabalmente, tiene que ser ajena a la exclusión, a la marginación y
a la desigualdad, asegurando el pleno ejercicio de los derechos y de
las libertades de las personas.
Este cambio que se está dando en la
conciencia de los individuos y las colectividades.
Se va abriendo paso
una nueva concepción, que muchos llaman “cambio antropológico”, en el
que las personas homosexuales comienzan a ser vistas, consideradas y
tratadas, como personas diferentes, pero sin que esa diferencia marque
una desigualdad en la dignidad y los derechos.
Todas las
consideraciones anteriores, las citas de estudiosos y publicaciones
serias, tienen la intención de aportar alguna información adicional para
que, aquellos que luchan contra los monstruos de ignorancia y estupidez
como el personaje citado, posean puntos de vista diferentes a la lacra
del fundamentalismo cristiano, inhumano, absurdo, antidemocrático, y más
propio de seres primitivos sumidos en una ignorancia insuperable, que
de un representante de los ciudadanos en el primer poder de la
república.
Lamentablemente, desde hace muchísimos años llegan a
las curules de la Asamblea Legislativa ciertos personajes lamentables:
ignorantes irremisibles, fundamentalista de diversas pintas, ladrones,
corruptos, hipócritas y mentirosos, aunque de vez en cuando alguno se
salva de estos epítetos.
Así que no es de extrañar que el diputado que
se dedica a hacer el papel de profeta de la debacle social, parezca más
un payaso de circo que un ser pensante con la responsabilidad enorme que
significa representar al pueblo y defender la ley y la justicia.
Pero
gracias a que el tiempo lo cura todo y las sociedades rectifican sus
errores, aunque sea tardíamente, abrigamos la esperanza de que el tema
se aborde científicamente, además de que con justicia, ponderación y
buena voluntad.
¡Y que no priven los fundamentalismos religiosos
irracionales !