A menudo me he preguntado cuáles fueron los momentos cruciales que
marcaron mi vida y la de muchos otros militantes comunistas de mi
generación.
Muchas veces, sin que nos demos cuenta siquiera, las
cosas suceden solas.
Parecen fatalidades, coincidencias, pero en
realidad son emociones, vibraciones, impulsos, momentos decisivos
transmitidos por el mundo real que te rodea; alimentan tu conciencia
hasta formar un único pensamiento racional que luego te guía en las
grandes decisiones impuestas por la vida.
El 7 de noviembre de
1941, 24º aniversario de la Revolución de Octubre, fue para mí uno de
esos momentos, del que conservo, 70 años después, un recuerdo
imborrable.
Todo parecía perdido en aquellos días. Las
«democracias» europeas se derrumbaban como cartón piedra aplastadas por
las divisiones acorazadas del Tercer Reich, las cruces gamadas se
propagaban por doquier, el fascismo y el terror no encontraban
obstáculos, los regímenes de Hitler y Mussolini parecían destinados a
durar mil años.
Las esperanzas de que los grandes ideales de la
Revolución de Octubre nos ayudasen a cambiar nuestro futuro de obreros
oprimidos por el fascismo parecían desvanecerse ante el drama que en
aquellas horas se estaba desarrollando en las afueras de Moscú.
La
maquinaria bélica alemana parecía invencible.
En pocos meses los
ejércitos hitlerianos habían avanzado arrolladoramente por el territorio
soviético y en octubre de 1941 las tropas acorazadas de Von Guderian ya
estaban a 20 kilómetros del centro de Moscú.
Todo parecía indicar que
la campaña de Rusia terminaría como las otras guerras relámpago libradas
en Europa por un ejército hasta entonces invencible.
La prensa y la
radio de Berlín ―y la de Roma― anunciaban como inminente la conquista de
la capital soviética, el desfile de los panzer en la Plaza
Roja y la capitulación de la URSS.
En la fábrica no se hablaba de otra
cosa. Pegados a Radio Moscú, seguíamos con angustia el desarrollo de esa
batalla.
Luego, de repente, cuanto todo parecía perdido, el 7
de noviembre de 1941 el pueblo soviético y la generación de «así se
templó el acero», arrastrados por su dirigente, celebran a su manera el
aniversario de la Revolución: se alzan en pie como un gigante que rompe
todas las cadenas y transmiten a los pueblos de Europa oprimidos por el
nazifascismo un gran mensaje de esperanza.
La noche de aquel día oímos
por Radio Moscú por primera vez la voz de Stalin con traducción
simultánea para Europa entera, ocupada por los nazis.
El traductor era
un tal Ercoli, alias de Palmiro Togliatti.
Debo decir que en aquellas
horas decisivas mi modesta preparación de obrero comunista, que luego me
ha sostenido toda la vida, recibió un impulso extraordinario,
imborrable. Las pocas virtudes que poseo, creo que casi todas las
adquirí aquella noche.
La imagen de Stalin solo dentro del
Kremlin, con los alemanes a 20 km en la carretera de Sheremétievo, ha
quedado en la historia del siglo XX (cualquiera que sea el juicio sobre
Stalin) como el mejor ejemplo de un dirigente que sabe guiar a su pueblo
en los momentos más difíciles. Hasta Churchill lo recuerda en sus
memorias.
Aquel día, no en una sino en dos ocasiones, mientras
Moscú estaba bajo el fuego de los bombarderos alemanes, Stalin hizo oír
su voz. Por la mañana en una estación del metro, delante de los cuadros
del partido y del Komsomol.
Más tarde, desde lo alto del mausoleo de
Lenin, ante las tropas de reserva del Ejército Rojo y los destacamentos
obreros de las fábricas de Moscú que se disponían a ir al frente, a
pocos kilómetros de allí, pronunció uno de los discursos más célebres,
mezclando en una asombrosa simbiosis los pasajes gloriosos de la
historia rusa con los de la Revolución de Octubre.
«¡Camaradas soldados y
marinos rojos, jefes e instructores políticos, guerrilleros y
guerrilleras! Todo el mundo os ve como la fuerza capaz de aniquilar a
las hordas de los bandidos alemanes.
Los pueblos esclavizados de Europa,
caídos bajo el yugo de los invasores alemanes, os miran como a sus
liberadores.
La gran misión de liberación está en vuestro destino. ¡Sed
dignos de esta misión! La guerra que emprendéis es una guerra de
liberación, una guerra justa. ¡Que os inspiren en esta guerra las
figuras de nuestros grandes antepasados: de Alejandro Nevski [que venció
a los invasores suecos] a Mijaíl Kutúzov [que derrotó en Rusia al
ejército de Napoleón]!»
Después del discurso, cuando sus
colaboradores le apremiaban para que saliera de Moscú y se refugiara en
Kúibishev, Stalin les contestó con serenidad: «Nada de evacuaciones.
Estaremos aquí hasta la victoria y todos ustedes se quedarán conmigo».
La batalla de Moscú fue para los nazis el principio del fin.
Que
no se me malinterprete: al recordar aquel lejano 7 de noviembre que
marcó a fuego mi conciencia de joven militante (y millones de otras
conciencias), no pretendo decir que después de Octubre toda la historia
soviética fuera siempre una serie de luchas nobles y heroicas y aún
menos un banquete de gala.
Pero, como obrero comunista que
creció inspirado en los grandes ideales del Octubre soviético y se vio
arrastrado por ellos, la sigo considerando mi historia, la que ha
afianzado mi compromiso ideal y político en las condiciones más
difíciles, en la Resistencia, en los campos de concentración nazis y en
las manos de la Gestapo.
No se me escapa lo difícil que es, en
los tiempos que corren, reivindicar pasajes de una historia que se trata
de destruir con furia iconoclasta.
También comprendo que defender la
memoria y las razones del comunismo y los comunistas del siglo XX
―incluso en ámbitos que consideramos territorio amigo― es algo así como
proponer dietas vegetarianas a los caníbales de Nueva Guinea.
Pero
muchas veces me he preguntado cuál habría sido la historia de Europa y
del mundo entero si aquel 7 de noviembre de 1941 las cosas hubieran sido
distintas y si el lugar del denostado georgiano lo hubiera ocupado
algún «neocomunista» de cultura bertinottiana.
Aunque sean días muy
lejanos, hay ahí materia sobre la que vale la pena meditar.
Los
«diez días que estremecieron al mundo» fueron y siguen siendo el inicio
de nuestra historia, cuya continuidad reivindicamos.
Pero también
debemos ser capaces de evitar las tentaciones apologéticas de quienes
pretenden reducirla a una serie de luchas nobles, heroicas y sin tacha.
En ninguna época del «siglo breve» y en ningún lugar se abrieron de par
en par las puertas de un paraíso comunista. Los que se hicieron
ilusiones y buscaron atajos tuvieron luego que enfrentarse a la
ineludible duración secular requerida por los procesos de cambios
históricos.
Hemos sufrido derrotas enormes y retrocesos
políticos dolorosos.
Pero también sabemos que aquella historia produjo
cambios sociales y geopolíticos grandiosos, gracias a los cuales,
incluso en los días que estamos viviendo, caracterizados por la
persistente saña de la fiera imperialista, implacable como siempre con
los débiles y los asalariados, los nuevos modelos de edificación
económica surgidos de las experiencias creativas de las grandes
revoluciones socialistas del siglo XX sacaron a grandes áreas del mundo
de la esclavitud y la miseria.
El balance histórico, por lo
tanto, es impresionante. Precisamente por eso debemos ser capaces de
acoger y asumir, junto con las rosas que ensalzan sus momentos más
gratificantes, también las espinas, los lados oscuros, condenables, que
acompañan a esa historia y son parte de ella.
Si rechazásemos
esa clase de lectura materialista y cediésemos a las simplificaciones
retóricas, acabaríamos por avalar de alguna manera la avalancha de
manipulaciones y tópicos que nos está propinando el revisionismo desde
hace años.
Como marxistas, debemos distinguir claramente entre
la necesidad de explicar científicamente el desarrollo a menudo pendular
y contradictorio de los procesos históricos, y las valoraciones
moralistas, esas que al parecer se han convertido en práctica llamada
innovadora del neocomunismo «no violento» de muchas almas cándidas.
Juicios moralistas que, en lugar de atenerse a la valoración objetiva de
los hechos históricos, pertenecen a un estado de ánimo subjetivo, más o
menos vacilante, sobre todo cuando la coyuntura política brinda
oportunidades de trepar.
La mejor manera de celebrar la
Revolución de Octubre es seguir haciéndonos preguntas sin dogmas ni
nostalgias, pero buscando respuestas en el gran potencial creativo del
marxismo y el leninismo. Siempre con la modestia de quien, por vivir en
las continuas contradicciones diarias, no tiene respuestas simples e
inmediatas.
Traducción: Juan Vivanco