

La democracia queda limitada en
España a votar cada cuatro años sin que se le ofrezca a la ciudadanía la
oportunidad de participar en referéndums vinculantes y otras formas de
democracia directa que permitieran una mayor capacidad de incidencia de
los ciudadanos en el quehacer común.
Es cierto que hay posibilidades de
hacer referéndums a nivel del Estado central, pero no es ni fácil ni
frecuente, como demuestra la escasez de referéndums que ha habido en
España durante el periodo democrático.
La única expresión de
desaprobación que los representados tienen a su alcance es dejar de
votar o votar por opciones distintas cada cuatro años.
Ello es un
indicador de lo enormemente limitada que es la democracia española.
Hemos estado viendo recientemente cómo partidos gobernantes (tanto a
nivel central como autonómico) están aprobando medidas altamente
impopulares, que no estaban incluidas en sus propuestas electorales, y
que se están llevando a cabo supuestamente por mandato de los mercados
financieros, a quienes nadie ha elegido.
El 82% de la ciudadanía estaba
en contra, por ejemplo, del retraso de la edad de jubilación; el 86% en
contra de la congelación de las pensiones; el 68% en contra de los
recortes del gasto sanitario, y así un largo etcétera, lo cual no fue un
obstáculo para que la mayoría de las Cortes españolas aprobaran tales
medidas.
Una consecuencia de ello es la enorme distancia que se está
creando entre representados y representantes, con la pérdida de
legitimidad de los últimos.
No es de extrañar que la clase política
dominante esté considerada por la población como el tercer gran problema
que tiene el país.
Y estamos a punto de ver otro caso en el que
una decisión de enorme trascendencia (la reforma de la Constitución,
para garantizar un límite al gasto público) se está proponiendo por la
dirección de los dos partidos mayoritarios, medida que no estaba en el
programa electoral de ninguno de ellos (y que afectará negativamente a
la calidad de vida de la mayoría de la población).
Y ello sin que se
haya consultado al pueblo español, argumentándose, además, que el Estado
–como ha dicho en varias ocasiones Rajoy (el dirigente político español
que ha promocionado tal medida de limitación de gasto público con mayor
frecuencia)– no puede vivir por encima de sus posibilidades.
En
realidad, España se gasta mucho menos en su sector público (del cual, el
capítulo más grande es el del Estado del bienestar) de lo que debiera
por su nivel de desarrollo económico.
El PIB per capita de España es ya
el 94% del promedio de la UE-15, mientas que el gasto público social por
habitante (que incluye gasto en pensiones, en sanidad, en educación, en
servicios domiciliarios a personas con dependencia, en escuelas de
infancia, en servicios sociales, en ayudas a las familias, en vivienda
social, entre otros) es sólo el 74% del promedio de la UE-15.
Si fuera
el 94% (como debiera ser), nos gastaríamos 66.000 millones de euros más
en nuestro Estado del bienestar de lo que nos gastamos ahora.
El
problema del sector público (del cual el mayor componente es el Estado
del bienestar) no es que sea excesivo, sino que está poco desarrollado.
España está a la cola de la Europa social (su gasto público social por
habitante es el más bajo de la UE-15).
Como resultado de ello, sólo uno
de cada diez españoles adultos trabaja en los servicios públicos
(primordialmente en los servicios públicos del Estado del bienestar).
En
Suecia, sin embargo, es uno de cada cuatro.
Si en España fueran cuatro,
se crearían casi cinco millones de puestos de trabajo, eliminándose el
desempleo.
Y no nos engañemos. Lo que desean las fuerzas
conservadoras, lideradas por Merkel y Sarkozy en la UE, y por Rajoy en
España (y ahora por Zapatero), es salir de la crisis a base de reducir
todavía más los ya escasamente financiados estados del bienestar de los
países periféricos de la eurozona, incluyendo España.
De ahí su
propuesta de escribir en piedra (poniéndolo en la Constitución) la
limitación del gasto público exigiendo una eliminación del déficit
público.
Su aplicación a España significaría un obstáculo para la
corrección de su enorme déficit social.
Exigir limitaciones de tal gasto
(en un contexto de escaso crecimiento y de reducción de impuestos) no
es sólo un suicidio económico (pues se pierde la oportunidad de
estimular la economía), sino también una condena a mantener
subfinanciado el Estado del bienestar español.
Los ingresos al
Estado español son de los más bajos de la eurozona, representando sólo
un 34% del PIB (el promedio de la UE-15 es un 44%, y en Suecia un 54%) y
ello resultado de una política fiscal sumamente regresiva que favorece
enormemente a las rentas superiores a costa de las rentas del trabajo
(en las que se incluye a la mayoría de la ciudadanía).
De ahí el bajo
gasto público, incluyendo el social.
Querer frenar este gasto significa,
en la práctica, congelar (por mucho que lo nieguen los que proponen tal
medida) cualquier corrección de este enorme déficit.
De ahí que
se necesite una movilización popular para que tal medida pueda ser
confirmada o rechazada por la población española, de la cual deriva todo
el poder del Estado.
Es importante que a los representantes se les
recuerde este principio básico de cualquier democracia.