“Estoy convencido de que la matanza bajo el manto de la guerra no es otra cosa que un acto de asesinato”.
Albert Einstein
El
sábado 6 de agosto de 2011, un helicóptero de transporte militar
Chinook estadounidense fue derribado en Afganistán, matando a 30
soldados estadounidenses, incluidos 17 SEAL de elite de la Armada y ocho
afganos.
Los medios noticiosos dominantes estuvieron repletos de
sombrías informaciones sobre el “día más mortífero” para las fuerzas
estadounidenses desde el comienzo de la invasión y ocupación de
Afganistán.
Notablemente, numerosos medios como ABC, NBC, CBS y The Washington Post
afirmaron que la caída del helicóptero y sus 30 víctimas
estadounidenses marcaron “el día más mortífero de la guerra”, sin
agregar la vital salvedad: “para el personal militar de EE.UU.”
Incluso
el sitio progresista de la web Truthout, suministró en su envío
diario por correo electrónico ese día el titular:
“Día más mortífero en
la guerra de Afganistán que dura una década: 31 soldados muertos en
derribo”.
La implicación obvia de esos informes fue que en
ni un solo día desde el 7 de octubre de 2001, cuando comenzó la
invasión y la campaña de bombardeo dirigidas por EE.UU., había resultado
muerta tanta gente en Afganistán como el 6 de agosto de 2011.
Tal vez el más cínico y santurrón respecto a esta afirmación fue el presentador de la mejor hora de MSNBC,
Lawrence O'Donnell.
Al introducir el segmento “Rewrite” [reescribir] de
su programa del lunes 8 de agosto de "The Last Word", O'Donnell miró
directamente a la cámara y, con su voz mesurada y más sincera, dijo a
sus televidentes:
“Este fin de semana presenció la mayor pérdida de vidas de los diez años de la Guerra afgana”.
Mentía.
A menos, claro está, que como muchos estadounidenses, O’Donnell no
cuente a los civiles afganos como seres humanos dignos de seguir vivos.
De hecho, la invisibilidad de la población nativa de Afganistán es tan
omnipresente en los medios que O’Donnell y sus escritores probablemente
ni siquiera pensaron que debían reconocer las bajas mortales civiles a
manos de ejércitos extranjeros.
Como dijo a los reporteros en la Base
Aérea Bagram en marzo de 2002 el general Tommy Franks, quien dirigió las
invasiones de Afganistán e Iraq, cuando le preguntaron cuánta gente ha
muerto a manos de los militares de EE.UU.:
“No lo sé, no contamos
cuerpos”.
Después de mostrar un vídeo de la declaración del director de
la CIA y también secretario de Defensa, León Panetta, de que la caída
del helicóptero sirve de “recuerdo al pueblo estadounidense de que
todavía somos una nación en guerra”, O’Donnell ocupó siete minutos de
transmisión para sermonear a sus televidentes sobre un país que ha
olvidado la adversidad de la guerra, debido a la falta de un servicio
militar obligatorio o de racionamiento, o tributación de guerra.
Evidentemente apasionado y frustrado, se preguntó retóricamente:
“¿A qué
tipo de nación hay que recordarle que todavía está en guerra?” Siguió
diciendo:
“Habrá otras noches para que discutamos el camino futuro o la manera de salir de Afganistán. No es esta noche. Esta noche es para recordarnos que esta nación sigue en guerra.
Y esta noche es para recordar a la nación el precio de la guerra. El sacrificio máximo.”
En
ese momento O’Donnell mostró fotografías de algunos soldados muertos en
el derribo mientras presentaba breves biografías, una especie de
obituario.
En su esfuerzo para suscitar las emociones y
sentimientos más profundos de sus televidentes, O’Donnell nos habló de
un joven soldado que solo había “estado en Afganistán menos de dos
semanas”. Otro fue descrito por su madre como “un gigante gentil”.
Un
miembro del Team 6 de los SEAL también muerto en el derribo, nos
dijeron, tenía mujer, un hijo de dos años y un bebé de dos meses
mientras otro soldado dejó a su mujer embarazada y tres hijos. O’Donnell
exaltó a cada uno de los soldados muertos contándonos su historia
personal como luchador del colegio y su sueño de toda la vida de llegar a
ser un SEAL de la Armada.
O’Donnell concluyó el segmento
con la afirmación de que ninguno de los familiares de los soldados que
habían muerto –a diferencia de los millones de estadounidenses a cuyas
vidas no afecta en ningún sentido la actual ocupación– necesitaba algún
“recuerdo” de que “somos una nación en guerra”.
En ningún
momento de esta apología de los militares hizo O’Donnell ni una sola
referencia pasajera a los miles y miles de afganos, hombres, mujeres y
niños que han matado EE.UU. y las fuerzas de la OTAN en su propia
patria, su propio país, sus propias ciudades, sus propias comunidades,
sus propias casas, hospitales, mezquitas y escuelas, y en sus propias
bodas.
La aldea afgana de Karam resultó completamente
destruida el 12 de octubre de 2001 cuando las fuerzas estadounidenses
lanzaron una bomba de una tonelada y mataron a más de 100 personas.
El
21 de octubre de 2001 “por lo menos veintitrés civiles, en su mayoría
niños pequeños, murieron cuando cayeron bombas estadounidenses en una
remota aldea afgana” según un informe de Human Rights Watch.
No
se expresó ni una sola sílaba para honrar a los siete niños
despedazados “mientras desayunaban con su padre” cuando “una bomba
estadounidense arrasó una frágil casa de adobe en Kabul” el domingo 29
de octubre de 2001.
The Times of India, citando un informe de Reuters, reveló que “la explosión destruyó la casa de un vecino matando a otros dos niños”.
Unas
pocas semanas después, el 17 de noviembre de 2001, bombas de EE.UU.
lanzadas contra la aldea Chorikori asesinaron a “dos familias enteras,
una de 16 miembros y la otra de 14, que vivían y perecieron juntas en la
misma casa”, informó The Los Angeles Times.
Poco después, se
informó de que los fuertes bombardeos estadounidenses en Khanabad, cerca
de Kunduz, mataron a 100 personas.
El mismo día bombardearon una
escuela religiosa en Khost, matando a 62 personas.
Aproximadamente
a la misma hora James S. Robbins, profesor de Relaciones
Internacionales de la Universidad Nacional de la Defensa, publicó un
artículo en The National Review titulado: “Humanidad en la guerra aérea: ved a dónde hemos llegado”.
El artículo comenzó como sigue:
“¿Pensáis que el poderío aéreo no puede lograr la victoria en Afganistán? Volved a pensar.”
Robbins
continuó su afirmación de que “la campaña aérea sobre Afganistán ha
sido efectiva según la mayor parte de los informes” y que “críticos de
la campaña aérea en el interior y el exterior calculan las víctimas
civiles según lo que conviene a sus intenciones, pero los argumentos
sobre si han muerto unas pocas, una docena o cientos de personas solo
muestran cuán civilizada se ha hecho la guerra”.
Aseveró que
“cualesquier muerte de civiles causadas por bombas aliadas son muertes
involuntarias”; declaró que EE.UU. utiliza los “instrumentos y medios
del humano” para bombardear regularmente hasta la muerte a civiles
afganos, y concluyó:
“La campaña aérea aliada está demostrando lo moral
que puede ser una guerra.”
El 31 de diciembre de 2001,
fuerzas terrestres de EE.UU. confirmaron un objetivo enemigo en la aldea
Qalaye Niazi y “tres bombarderos, un B-52 y dos B-1B, hicieron el resto
aniquilando a dirigentes talibanes y de al-Qaida mientras dormían,
aparte de un depósito de municiones”.
Un portavoz militar, Matthew Klee,
dijo orgullosamente a los periodistas que el ataque fue un éxito
decisivo, y dijo: “los informes de seguimiento indican que no hubo daño
colateral”.
Sin embargo, The Guardian informó:
Algunas de las cosas que sus informes de seguimiento omitieron: faldas y zapatos ensangrentados de niños, textos escolares ensangrentados, el cuero cabelludo de una mujer con trenzas de cabellos canosos, caramelos de mantequilla con papel rojo, adornos de boda.
Laos trozos negros de carne carbonizada pegados a los escombros podrían ser de los hombres de confianza de Osama bin Laden, pero los sobrevivientes dijeron que eran restos de agricultores, sus mujeres e hijos, e invitados al matrimonio.
Dijeron que más de 100 civiles murieron en esa aldea de Afganistán oriental.
En
tres primeros meses del ataque a Afganistán Carl Coneeta, del Proyecto
de Alternativas para la Defensa, estableció que entre 4.200 y 4.500
civiles afganos, o más, habían muerto como resultado de la campaña de
bombardeo dirigida por EE.UU. y la “hambruna, desabrigo, enfermedades
resultantes o heridas sufridas mientras huían de las zonas de guerra”
que vinieron después de la invasión y los ataques aéreos.
En mayo de
2002 Jonathan Steele de The Guardian informó de que, hasta ese
momento: “Hasta 20.000 afganos pueden haber perdido la vida como
consecuencia indirecta de la intervención de EE.UU.”
Para
O’Donnell, parece que “el precio de la guerra” no incluye los 48 civiles
muertos y 117 heridos, muchos de ellos mujeres y niños, cuando los jets estadounidenses
bombardearon una boda en Oruzgan en julio de 2002, los 17 civiles, en
su mayoría mujeres y niños, eliminados por las bombas de la coalición en
Helmand en febrero de 2003, los ocho civiles muertos por un avión
artillado y bombardero de EE.UU. en el Valle Bagram ese mismo mes, los
once civiles muertos, incluidas siete mujeres, por una bomba
estadounidense guiada por láser que dio en una casa en las afueras de la
aldea Aranj en octubre de 2003, o los nueve niños (siete muchachos y
dos niñas entre 9 y 12 años) asesinados por dos aviones A-10 Thunderbolt
II estadounidenses que atacaron la aldea Hutala donde los niños jugaban
a la pelota.
El coste humano de la ocupación afgana, en
lo que respecta a O’Donnell, no incluye a las once personas, cuatro de
ellas niños, que mató un helicóptero estadounidense que disparó contra
la aldea Saghatho en enero de 2004, los numerosos civiles muertos por
las de los ataques aéreos de la OTAN en octubre de 2006, ocho civiles
muertos a tiros por soldados estadounidenses en Kandahar en 2007.
Los
más de 100 civiles muertos en numerosos bombardeos de EE.UU. y la OTAN
en mayo de 2007, los siete niños muertos en un ataque aéreo dirigido por
EE.UU. en junio de 2007, el grupo de pasajeros de autobús muertos a
tiros por tropas estadounidenses el 12 de diciembre de 2008.
Los siete
civiles muertos por soldados estadounidenses en una aldea rural cerca de
Nad-E'ali en 2009, los 26 civiles, incluidos 16 niños, muertos por
fuerzas británicas, los numerosos civiles muertos en Kunduz y Helmand
por bombas de 225 kilos lanzadas por jets estadounidenses en
septiembre de 2009, los 27 civiles muertos por un ataque de la OTAN en
la provincia afgana de Uruzgan en febrero de 2010, los cinco civiles,
incluidas dos mujeres embarazadas y una adolescente, muertos en Khataba,
los 45 civiles (en su mayoría mujeres y niños) asesinados por un cohete
de la OTAN en Afganistán en julio de 2010, los 30 o más civiles muertos
en dos ataques aéreos de la OTAN a dos aldeas en la provincia Nangarhar
en agosto de 2010, o los numerosos civiles hombres, mujeres, niños,
perros, asnos y pollos masacrados por la Fuerza de Tareas 373, una
unidad clandestina de operaciones ocultas que la OTAN utiliza como un
escuadrón de la muerte.
El 23 de marzo de 2011, el
especialista del ejército de EE.UU. Jeremy Morlock fue sentenciado a 24
años de prisión por el asesinato y mutilación intencional de tres
civiles afganos –un muchacho de quince años, un hombre retrasado mental y
un dirigente religioso.
Otros miembros del pelotón de Morlock, la 5ª
Brigada de Combate Stryker, han sido acusados de “descuartizar y
fotografiar cadáveres, así como de conservar un cráneo y otros huesos
humanos”, informó previamente The Washington Post.
Al principio
del procedimiento de la corte marcial, Morlock admitió ante el juez
militar que dirigía el caso y que los asesinatos de los que le acusaban a
él y a otros cuatro soldados habían sido deliberados e intencionales.
“El plan era matar gente, señor”, dijo.
Informando en vivo
a todo el país esa noche, Lawrence O'Donnell no cubrió esa historia.
En
su lugar, gastó una cantidad considerable de espacio de tiempo
justificando la decisión de Barack Obama de comenzar a bombardear Libia,
entrevistó a Anthony Weiner sobre la atención sanitaria y se burló de
posibles candidatos republicanos a presidente. Terminó el programa esa
noche, sin embargo, con un recuerdo emocionante y serio de alguien que
había muerto hacía poco: Elizabeth Taylor.
Para O'Donnell, el
“máximo sacrificio” del que habló esta semana naturalmente no incluyó al
hombre, cinco mujeres y un bebé afganos asesinados en una boda por un
ataque polaco con morteros contra la aldea de Wazi Khwa el 16 de agosto
de 2007, en el que también resultaron heridas otras tres mujeres, una de
ellas embarazada de nueve meses.
Tampoco incluye a los “diecinueve
civiles desarmados muertos y 50 heridos” cuando, durante “un frenético
escape” el 4 de marzo de 2008, los marines de EE.UU. “abrieron fuego con
armas automáticas y arrasaron un trecho de 10 kilómetros de la
carretera, atacando a casi cualquiera en su camino: muchachas
adolescentes en los campos, automovilistas en sus coches, ancianos
mientras caminaban por la carretera”.
La incursión estadounidense de
abril 2009 contra Khost, que mató a cuatro civiles, incluidos una mujer y
dos niños, tampoco mereció un triste obituario en la televisión por
cable en prime time.
Los soldados estadounidenses en ese ataque
“también dispararon a una mujer embarazada y mataron a su hijo que
estaba a punto de nacer”.
Para O’Donnell, la “peor pérdida
de vidas” en Afganistán durante la última década no fueron los más de
140 civiles que, según las informaciones, murieron cuando los “aviones
estadounidenses bombardearon las aldeas del distrito Bala Boluk de la
provincia occidental Farah de Afganistán” el 3 de mayo de 2009 en lo que
ahora se conoce como el ataque aéreo Granai. Reuters reveló que “93 de
los muertos eran niños –el más pequeño de ocho días– y que “según los
aldeanos, las familias estaban agazapadas de miedo en las casas cuando
los aviones estadounidenses las bombardearon”. La cantidad de víctimas
mortales solo en este ataque aéreo es cinco veces mayor que en el
derribo del helicóptero estadounidense, que no costó la vida a un solo
civil, y mucho menos a un niño.
255 civiles murieron en
operaciones militares en junio de 2008. A principios de julio de 2008,
cerca de la aldea Kacu, “un ataque aéreo de EE.UU. mató a 47 civiles,
incluidos 39 mujeres y niños, mientras viajaban a una boda en
Afganistán… La novia fue una de las víctimas”.
El mes
siguiente, 90 civiles, incluidos 60 niños y 15 mujeres, murieron durante
las operaciones militares solo en la provincia Herat.
Sesenta
y cinco civiles, incluidos 40 niños, fueron eliminados en un ataque de
la OTAN a Kunar en febrero de 2011.
Unas semanas después, los artilleros
de helicópteros de la OTAN mataron a nueve niños –de entre 9 y 15 años–
mientras recogían leña.
El 28 de mayo de 2011 las bombas de la OTAN
mataron a dos mujeres y 12 niños en Helmand. En el mes anterior a la
caída del helicóptero Chinook la semana pasada, docenas de civiles
afganos murieron en ataques aéreos e incursiones de la OTAN.
O'Donnell
no consideró necesario mostrar imágenes de ninguna de estas víctimas o
de citar lo que sus seres queridos dijeron sobre ellas.
El
“día más mortífero” desde el punto de vista de O’Donnell probablemente
no pudo ser sido cuando, en julio de 2007, “las fuerzas especiales de
EE.UU. lanzaron seis bombas de 1 tonelada contra un complejo en el que
creían que se ocultaba “un individuo de alto valor”, ‘después de
asegurarse de que no había afganos inocentes en el área circundante’.
Un
alto comandante estadounidense informó de que 150 talibanes habían
muerto.
La gente del lugar, sin embargo, dijo que habían muerto hasta
300 civiles.”
Lawrence O'Donnell no informó a sus
televidentes de las esperanzas y sueños de los cientos de niños afganos
liberados para siempre de este mundo por los nobles soldados
estadounidenses y sus incondicionales aliados. No mencionó que a algunos
de los niños asesinados por misiles estadounidenses les gustaba jugar
al fútbol y ansiaban aprender a conducir.
No señaló solemnemente que
muchas de las muchachas muertas a tiros por soldados que aman lo que
hacen querían llegar a ser doctoras, y abogadas, y activistas por los
derechos humanos, y maestras, y esposas y madres.
No dedicó un segmento
de su show al asesinato de Mohammed Yonus, “un imán de 36 años y
respetada autoridad religiosa”, asesinado en Kabul a principios de 2010
mientras viajaba a una madraza donde enseñaba a 150 estudiantes”. The New York Times informó: “un convoy militar acribilló su coche, desgarrando su pecho mientras sus dos hijos estaban en el vehículo”.
O'Donnell
no señaló con lágrimas en los ojos que las balas y bombas que han
matado a tantos hombres y mujeres han dejado a innumerables huérfanos y
viudas y han arrancado a innumerables hijos de innumerables padres,
sacrificados todos en el altar de la denominada “Guerra contra el
Terror” y de la seguridad y la excepcionalidad estadounidenses.
Ninguno
de estos inocentes –gente exterminada en sus propias casas, en sus
propios campos, en sus propios coches o en sus propias carreteras– tuvo
derecho a un solo segundo en la pantalla o un momento de reconocimiento
durante "Rewrite” de O'Donnell.
No es sorprendente que, en
marzo de 2010, el general Stanley A. McChrystal dijera a los soldados
estadounidenses en una vídeoconferencia sobre muertes civiles en puntos
de control en Afganistán: “hemos matado a tiros a una cantidad
sorprendente de personas, pero que yo sepa, ninguna era una amenaza”.
A
pesar de todo, después de la retirada deshonrosa de McChrystal solo unos
pocos meses después, el secretario de Defensa, Robert Gates, presentó
el siguiente tributo:
“Durante la última década, se puede decir que
ningún estadounidense ha infligido más miedo, más pérdida de libertad y
más pérdidas de vidas a nuestros enemigos más malignos y violentos que
Stan McChrystal”.
Lawrence O'Donnell, mientras reprendía
al público de EE.UU. por no prestar suficiente atención a nuestra
miríada de invasiones militares, ocupaciones y crímenes de guerra, dijo
que solo “una nación cuyos medios noticiosos están más preocupados de la
pérdida de las calificaciones crediticias que de la pérdida de vidas”
podría actuar de tal manera.
No quería decir, claro está, la pérdida de
vidas afganas, solo las de soldados estadounidenses.
El gobierno de
EE.UU. opera de la misma manera; todavía no compila la cantidad de
víctimas mortales de sus operaciones asesinas. Antes, en este año, la
Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en
inglés) reveló:
"El Departamento de Defensa ha confirmado que no compila estadísticas sobre el número total de civiles que han resultado muertos por sus aviones drone sin tripulación [...]
Según el
Departamento de Defensa, los cálculos de los militares de las víctimas
civiles no distinguen entre las muertes causadas por drones de control
remoto y las causadas por otros aviones.
Aunque parece que cada ataque
de drone se somete a una evaluación individual después del hecho, no
existe una compilación del número total de víctimas.
Además, la
información contenida en cada evaluación individual es confidencial, lo
que imposibilita que el público sepa cuántos civiles han muerto en
general."
El 5 de julio de 2005, el periodista Peter Symonds escribió:
En lo que no puede considerarse más que como un sangriento acto de venganza, los militares de EE.UU. mataron hasta a 17 civiles en un ataque aéreo a la remota aldea Chechal en la provincia del noreste afgano de Kunar. El ataque tuvo lugar a solo cinco kilómetros de donde fue derribado un helicóptero Chinook estadounidense cuatro días antes causando la muerte de 16 miembros de las fuerzas especiales de EE.UU., la mayor pérdida por sí sola de tropas estadounidenses desde la invasión del país dirigida por EE.UU. en 2001.
Aunque
queda por ver qué clase de castigo letal a los civiles afganos
resultará como represalia por el último derribo de un Chinook con su
récord de bajas mortales estadounidenses, una cosa es segura: Lawrence
O'Donnell no presentará palabras de dolor o condolencia, ningún homenaje
melancólico a los muertos, ninguna arenga decorosa al público
estadounidense por no preocuparse lo suficiente, por no saber los
nombres, caras e historias de los muertos a manos de nuestros soldados,
cuyos salarios pagamos y por las bombas que fabricamos.
Llorar
solo a los soldados caídos del propio país y no darse siquiera cuenta
de los civiles a los que matan en su propio país, es reescribir la
historia de la guerra y de la violencia y arraiga aún más la vil
ideología de “nosotros contra ellos”, invierte al agresor y a la
víctima, y elogia a la invasión y al imperio. Lawrence O'Donnell, al
ignorar deliberadamente a las miles de víctimas mortales afganas en su
panegírico de los soldados estadounidenses muertos, ha demostrado que,
en lo que respecta a los medios dominantes, la justicia nunca tiene la
última palabra.
ACTUALIZACIÓN:
17
de agosto de 2011. Hay que señalar que la omisión intencional de
Lawrence O’Donnell de los cientos de miles de personas muertas por
operaciones militares de EE.UU. al discutir precisamente esas
operaciones y sus consecuencias trágicas y letales, no es nada nuevo.
Después
de la información de que Osama bin Laden fue eliminado por los SEAL de
la Armada en mayo pasado, O’Donnell salió a las ondas en su segmento
“Rewrite” para condenar el enfoque de la lucha contra el terrorismo en
todo el globo de Bush/Cheney. Habló de que John Kerry tuvo razón cuando
sugirió que el terrorismo debe tratarse como un tema de mantenimiento
del orden, en vez de militar. Como de costumbre, O’Donnell mostró
confianza en su comentario y utilizó una serie de argumentos muy
potentes y penetrantes respecto a la incompetente prisa por ir a la
guerra y su manejo posterior.
Pero veamos cómo describió la sangre y el tesoro gastados en Afganistán e Iraq y su conexión con la muerte de bin Laden:
“El domingo por la noche, después de una década de guerra ininterrumpida que ha causado más de 49.000 soldados estadounidenses muertos y heridos, y que costó –en términos económicos reales– unos cuatro billones [millones de millones] de dólares y el despliegue de nuestro armamento más sofisticado del Siglo XXI, Osama bin Laden fue atrapado utilizando los instrumentos básicos del trabajo policial: interrogatorio, trabajo de detective, investigación de pistas, recopilación de evidencias e intuicións, escuchas, vigilancia…” (Énfasis agregado)
O’Donnell
continuó: La última década no tenía que ser una década de guerra”, y
señaló que, con un hombre más experimentado e inteligente en la Casa
Blanca, “se podría haber ahorrado a EE.UU. miles de víctimas y años de tiempo perdido” en Medio Oriente. (Énfasis agregado)
En
ninguna parte de sus comentarios menciona O’Donnell que una de las
tragedias de lo que llamó la “sobre-reacción” de EE.UU. al 11-S, fueron
los cientos de miles de civiles iraquíes y afganos muertos como
consecuencia de nuestras acciones.
Uno quisiera creer que O’Donnell lo
implicaba o que esas muertes estaban incluidas en los totales
mencionados, pero es más que evidente que no es así y que no fue su
intención.
Solo se han desperdiciado, arriesgado y destruido sin cuidado
las vidas estadounidenses, no las de otros, según lo que O’Donnell dijo
esa noche.
Incluso podría haber simplificado para no
ofender la sensibilidad de los televidentes de oídos tiernos y haber
dichos que una década de guerra interminable e innecesaria ha costado
miles de vidas estadounidenses, afganas e iraquíes. Pero no lo hizo.
En
el análisis de O’Donnell las desgraciadas consecuencias de las acciones
militares de EE.UU. constituyen un desperdicio de tiempo, dinero,
maquinaria, y soldados estadounidenses. Nada más.
(Frances,
la madre de Lawrence O’Donnell, de 93 años, murió el domingo 14 de
agosto de 2011. Mis sinceras condolencias a Lawrence y su familia).
Nima
Shirazi es escritor y músico. Es columnista colaborador de Foreign
Policy Journal y Palestine Think Tank. Sus análisis de política de
EE.UU. y temas de Medio Oriente, en particular sobre los actuales
eventos en Palestina e Irán, se encuentran en numerosas publicaciones en
línea e impresas, como Palestine Chronicle, Monthly Review, ColdType,
Information Clearing House, OpEdNews, VoltaireNet, World Can’t Wait,
CASMII, Ramallah Online, Kenya Imagine, InfoWars, y Woodstock
International. Vive actualmente en Brooklyn, NY.