© Richard Dawkins
Traducción de Anahí Seri
Traducción de Anahí Seri
Discurso pronunciado con motivo de la visita del Papa al Reino Unido y publicado en The Guardian.
¿Debería Joseph Ratzinger haber sido recibido con la pompa y ceremonia que merece un jefe de Estado? No. Como ha mostrado Geoffrey Robertson, la pretensión de la Santa Sede de ser considerada como estado soberano se basa en un pacto fáustico por el cual Benito Mussolini entregó 3 kilómetros cuadrados del centro de Roma a cambio de que la Iglesia apoyara su régimen fascista. Nuestro gobierno aprovechó la ocasión de la visita del Papa para anunciar su intención de «hacer la obra del Señor».
Como señaló un amigo mío, presumiblemente deberíamos esperar una inminente entrega de Hyde Park al Vaticano, para cerrar el trato.
Entonces, ¿se debería haber recibido a Ratzinger como cabeza de una Iglesia? Desde luego que si los católicos, como individuos, quieren pasar por alto sus muchas transgresiones y extenderle una alfombra roja para que la pisen sus elegantes zapatos rojos, muy bien.
Pero que no nos pidan a los demás que paguemos por ello. Que no se le pida al contribuyente británico que subvencione la misión propagandística de una institución cuya riqueza se mide en decenas de miles de millones; una riqueza a la cual el adjetivo «mal habida» le viene como anillo al dedo. Y que nos ahorren el espectáculo nauseabundo de la Reina, el Duque de Edimburgo y los diversos tenientes y demás dignatarios deshaciéndose en adulaciones y lisonjas como si se tratara de alguien a quien debiéramos respetar.
Al predecesor de Benedicto, Juan Pablo II, algunos lo respetaban como hombre virtuoso. Pero nadie podrá calificar a Benedicto XVI de virtuoso sin que le dé la risa. Este individuo de mirada lasciva será cualquier cosa, pero no es virtuoso. ¿Es un intelectual? ¿Un erudito? Eso se afirma con frecuencia, pero no está nada claro qué significa erudición cuando se trata de teología. Nada respetable, desde luego.
El pequeño detalle desafortunado de que Ratzinger estuviera en las juventudes hitlerianas ha sido objeto de una moratoria ampliamente respetada. Yo también la he respetado, hasta el momento. Pero después del escandaloso discurso del Papa en Edimburgo, en el que hizo al ateísmo responsable de Adolf Hitler, no puedo evitar la sensación de que ya todo vale en este combate. ¿Oyeron ustedes lo que dijo?
«Incluso en nuestra propia generación, podemos recordar como Gran Bretaña y sus líderes se enfrentaron a la tiranía nazi que pretendía erradicar a Dios de la sociedad y le negaba a muchos la naturaleza humana, especialmente a los judíos . . . Es aleccionador reflexionar sobre el extremismo ateo del siglo XX . . . ».
«Incluso en nuestra propia generación, podemos recordar como Gran Bretaña y sus líderes se enfrentaron a la tiranía nazi que pretendía erradicar a Dios de la sociedad y le negaba a muchos la naturaleza humana, especialmente a los judíos . . . Es aleccionador reflexionar sobre el extremismo ateo del siglo XX . . . ».
Es como para cuestionarse las dotes de relaciones públicas de los asesores que dieron por bueno ese párrafo. Pero claro, se me olvidaba, su asesor jefe es ese cardenal que echa un vistazo a los funcionarios de inmigración en Heathrow y llega a la conclusión de que debe haber aterrizado en el Tercer Mundo. Al pobre hombre sin duda le prescribieron una arroba de ave marías, además de su repentino ataque de gota diplomática.
En un primer momento me sentí molesto por el miserable ataque del Papa a los ateos y laicistas, pero luego lo vi como reconfortante. Sugiere que los hemos sacudido tanto que se ven obligados a insultarnos, en un desesperado intento por desviar la atención del escándalo de la pederastia.
Probablemente sería mucho pedir el esperar que Ratzinger, a los 14 años, hubiera calado a los nazis. Como católico devoto, le habrían inculcado, junto con el catecismo, la execrable idea de que todos los judíos son responsables de la muerte de Jesús, la calumnia de los asesinos de Cristo que no fue repudiada hasta el Segundo Concilio Vaticano (1962-1965). La mentalidad católica alemana de la época aún estaba empapada del antisemitismo de siglos.
Hitler era católico. O en cualquier caso igual de católico que los 5 millones de personas de este país considerados católicos. Hitler nunca renunció a la fe bautismal católica, y ese sin duda es el criterio en que se basa el recuento de los supuestos 5 millones de británicos católicos. O una cosa o la otra. O bien tenemos a 5 millones de británicos católicos, y entonces también tenemos a Hitler.
O bien Hitler no era católico, y entonces hay que dar una cifra honrada del número de auténticos católicos en Gran Bretaña a día de hoy; el número de los que realmente creen que Jesús se convierte en una oblea, como probablemente cree el ex profesor universitario Ratzinger.
En cualquier caso, es seguro que Hitler no era ateo. En 1933 afirmó que había «erradicado el ateísmo», tras prohibir la mayoría de las organizaciones ateas alemanas, incluida la Liga alemana de librepensadores, cuyo edificio convirtió en una oficina de información para asuntos eclesiásticos.
Como mínimo, Hitler creía en una «Providencia» personificada, probablemente similar a la Divina Providencia invocada por el arzobispo de Munich en 1939, cuando Hitler salió indemne de un intento de asesinato y el arzobispo ordenó un Te Deum especial en la catedral de Munich: «Para dar gracias a la Divina Providencia en el nombre de la archidiócesis por la afortunada escapatoria del Führer».
Tal vez nunca lleguemos a saber si Hitler identificaba su «Providencia» con el Dios del cardenal. Pero no cabe duda de que conocía a su electorado, mayoritariamente cristiano, los millones de buenos cristianos alemanes que llevaban en sus hebillas la inscripción «Gott mit uns» («Dios con nosotros»), los que le hicieron a él el trabajo sucio. El conocía la base que le apoyaba. Hitler seguro que «hizo la obra del Señor». Lo que sigue es un extracto del discurso que dio en Munich, el corazón de la Baviera católica, en 1922:
«Mis sentimientos como católico me dirigen hacia mi Señor y Salvador como un luchador. Me llevan a un hombre que una vez, en su soledad, rodeado por unos cuantos discípulos, reconoció a estos judíos como lo que eran e hizo un llamamiento a los hombres para que lucharan contra ellos, un hombre que, es la verdad divina, sobresalió más como luchador que como persona que sufre. Pleno de amor como cristiano y como hombre, leí el pasaje que nos narra cómo el Señor al final se creció en su poder y expulsó del templo a las víboras. Qué terrible fue su lucha contra el veneno judío. Hoy, 2000 años después, con honda emoción, reconozco con mayor profundidad que nunca jamás que fue por esto por lo que Él vertió su sangre en la cruz».
Este no es más que uno de los muchos discursos y pasajes de Mein Kampf en los que Hitler invoca su fe cristiana. No es pues de extrañar que fuera tan bien recibido por la jerarquía católica de Alemania. Y el predecesor de Benedicto, Pío XII, no está libre de culpa, como demostró el escritor católico John Cornwell en su desolador libro Hitler’s Pope (El Papa de Hitler).
Sería poco amable insistir más en este punto, pero el discurso de Ratzinger el jueves pasado en Edimburgo fue tan ignominioso, tan hipócrita, tan evocador de quien tira piedras sobre su tejado, que me sentí obligado a responderle.
Incluso si Hitler hubiera sido ateo (como lo fue sin duda Stalin), ¿cómo se atreve Ratzinger a sugerir que el ateísmo guarda relación con sus terribles crímenes? No, no hay relación alguna, como tampoco están relacionados con el hecho de que ni Hitler ni Stalin creyeran en duendes ni en unicornios. Tampoco tiene nada que ver que llevaran bigote, al igual que Francisco Franco y Saddam Hussein. No hay ninguna conexión lógica entre el ateísmo y la maldad.
A menos, claro está, que uno esté inmerso en la vil obscenidad que constituye el núcleo de la teología católica. Me estoy refiriendo (y le debo este punto a Paula Kirby) a la doctrina del pecado original. Estas personas creen, y se lo enseñan a los niños pequeños, al mismo tiempo que les hablan de las aterradoras mentiras del infierno, que todos los bebés nacen «en pecado». Se trata, por cierto, del pecado de Adán; de ese Adán que, según admiten ahora, jamás existió.
El pecado original significa que, desde el momento de nuestro nacimiento, somos malvados, corruptos, estamos condenados. A menos que creamos en su Dios. O a menos que nos cuelen lo del palo del infierno y la zanahoria del cielo. Esta, señoras y caballeros, es la repugnante teoría que les lleva a concluir que fue el ateísmo lo que convirtió en monstruos a Hitler y Stalin. Todos somos monstruos salvo que Jesús nos redima. Que teoría más vil, depravada, inhumana en la que basar nuestra vida.
Ratzinger es un enemigo de la humanidad.
Es un enemigo de los niños, de cuyos cuerpos ha permitido que se abuse, y cuyas mentes él ha animado a infectar de culpabilidad. Es vergonzosamente patente que la Iglesia está menos preocupada por proteger a los cuerpos de los niños de quienes abusan de ellos que por salvar a los sacerdotes del infierno; y lo que más le preocupa es salvar la reputación a largo plazo de la propia Iglesia.
Es un enemigo de los homosexuales, a quienes trata con la intolerancia fanática que la Iglesia antes reservaba para los judíos.
Es un enemigo de las mujeres, a quienes mantiene alejadas del sacerdocio como si el pene fuera una herramienta esencial para el ejercicio de los deberes pastorales. ¿A qué otro patrón se le permite una discriminación en razón del sexo cuando se trata de un empleo que es evidente que no requiere ni fuerza física ni ninguna otra cualidad que pudiera atribuirse en exclusiva a los varones?
Es un enemigo de la verdad, difundiendo mentiras flagrantes como que los preservativos no protegen del SIDA, especialmente en África.
Es un enemigo de los más pobres del planeta, a quienes condena a tener grandes familias que no pueden alimentar, manteniéndolos así esclavos de la pobreza perpetua. Una pobreza que encaja mal con la obscena riqueza del Vaticano
Es un enemigo de la ciencia, pues pone impedimentos a la investigación con células madre, basándose, no en cuestiones morales, sino en supersticiones pre científicas.
A un nivel menos serio, desde mi punto de vista, Ratzinger incluso es enemigo de la propia Iglesia de la Reina, pues respalda de forma arrogante a un predecesor que calificó las órdenes anglicanas como «absolutamente inválidas y totalmente vacuas», a la vez que intenta, descaradamente, arrebatarle curas anglicanos para reforzar su propio clero, en penoso declive.
Por último, y lo que a mí personalmente quizá me preocupe más, es un enemigo de la educación. Dejando de lado el daño psicológico de por vida, causado por la culpabilidad y el miedo, que tan mala fama le ha dado a la educación católica en todo el mundo, él y su Iglesia promueven la doctrina, perniciosa para la educación, de que la evidencia representa una base menos fiable para la creencia que la fe, la tradición, la revelación y la autoridad– su autoridad.