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Un Plan Colombia para México



La Secretaria de Estado de EE.UU. Hillary Clinton afirmó el miércoles pasado que México y Centroamérica están enfrentando una “insurgencia” que exige aplicar el equivalente del Plan Colombia en la región. Sus comentarios despertaron al instante la ira del gobierno mexicano, así como temores de una intervención militar más extensa de Estados Unidos.

“…nos enfrentamos a la amenaza creciente de una red bien organizada de narcotráfico que en algunos casos se transforma o está haciendo causa común con lo que consideraríamos una insurgencia en México y en Centroamérica”, declaró Clinton, añadiendo que “estos cárteles de la droga están demostrando índices cada vez mayores de insurgencia; de súbito aparecen coches bomba donde antes no los había.”

Irónicamente, la pregunta a la que Clinton estaba respondiendo fue en torno a qué ha estado haciendo Estados Unidos en lo tocante a su “responsabilidad en el hecho de que las drogas vengan hacia el norte y las armas vayan hacia el sur”.

En lugar de contestar la pregunta, Clinton comparó a México con Colombia y pronunció la declaración más audaz hasta la fecha sobre la intervención estadounidense, que incluye apoyo militar, en la guerra de México contra el narcotráfico.

“Se está pareciendo cada vez más a la Colombia de hace 20 años”, dijo Clinton. “Y Colombia… llegó hasta el punto en donde más de una tercera parte del país, casi el 40 por ciento del país en una u otra época estaba controlado por los insurgentes, por las FARC. 

Pero se requerirá una combinación de capacidad institucional y cumplimiento de la ley mejorados y, cuando sea apropiado, respaldo militar a ese cumplimiento de la ley, conjugados con la voluntad política para ser capaz de evitar que el problema se extienda y procurar reducirlo…” Clinton sostuvo que el Plan Colombia dio resultados positivos y añadió que “necesitamos idear cuáles serían los equivalentes para América Central, México y El Caribe.”

La respuesta mexicana

Miembros del Congreso Mexicano reaccionaron con indignación. En sesiones para analizar el cuarto informe de gobierno del presidente Felipe Calderón, un diputado señaló que en el gobierno estadounidense “son buenos para criticar a otros países y no reconocer que son una parte importante de esta negra cadena de narcotráfico y crimen organizado. El pueblo mexicano debe rechazar cualquier actitud injerencista de parte del gobierno de Estados Unidos.” Algunos congresistas demandaron que la Secretaria de Relaciones Exteriores envíe una nota formal de protesta al gobierno de Obama.

La Secretaria de Relaciones Exteriores Patricia Espinosa declaró que “no comparto una apreciación en este sentido”, refiriéndose a las declaracines de su contraparte estadounidense. A su vez, el vocero del gabinete Alejandro Poire rechazó la comparación con Colombia.

En Washington, funcionarios de Obama se apresuraron a tratar de reparar el daño. El Secretario de Estado Adjunto Arturo Valenzuela corrigió a su jefa, explicando que el empleo “[d]el término ‘insurgencia’ no debería ser visto de la misma forma en que nos referimos a una insurgencia colombiana. No una insurgencia de un grupo militarizado que opera dentro de una sociedad e intenta apoderarse del Estado por motivos políticos.” Posteriormente el Presidente Obama descartó la comparación en observaciones hechas a La Opinión.

El comentario desató un remolino dentro del gabinete de Obama y en las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y México.

La comparación colombiana

Lo único sorprendente de los conceptos vertidos por Clinton es que los mencionó en voz alta. La Iniciativa Mérida originalmente se propuso como “Plan México” hasta que el nombre fue desechado. La comparación directa con el Plan Colombia se consideró como una desventaja. En México, la idea de la presencia militar estadounidense inflama el sentimiento nacionalista. Mientras tanto, en Estados Unidos el impacto insignificante sobre el tráfico de drogas y el incremento de violaciones de derechos humanos que implicó el Plan Colombia a un costo de 7.300 millones de dólares vuelve preocupante el que sea copiado en la frontera con México.

Cualquiera que sea su nombre, el plan de Bush para México y Centroamérica siempre guardó una relación estrecha con su antecesor del cono sur. El Plan Colombia comenzó como un plan antinarcóticos estructurado según los lineamientos del modelo de guerra antidrogas de aplicación de la ley, bloqueo y uso del ejército, todo ello con la cercana participación de Estados Unidos. El Plan México no incluye la presencia del ejército estadounidense pero sigue el mismo modelo.

La fusión intencional que establece Hilary Clinton de la insurgencia con el narcotráfico surge de una de dos fuentes posibles: ignorancia o desinformación maliciosa. 

Una insurgencia busca apoderarse de territorio para producir un cambio profundo en la estructura de la sociedad y, por lo general, tomar a su cargo el gobierno. Los narcotraficantes, pese a declaraciones de Calderón en contra, no lanzan ofensivas contra el Estado para sustituirlo. Su ocupación principal es proteger y expandir su extremadamente lucrativo negocio. 

El malentendido –al parecer intencionado- respecto de esta distinción es en parte el fundamento de la fallida política con la que se libra la guerra contra las drogas.

Si la distinción se entendiera, la estrategia obvia debía ser atacar el negocio, no a quienes lo manejan. Contratar sustitutos dentro de un cártel es extremadamente fácil en México. 

La estructura de los cárteles es flexible, en ellos nuevos dirigentes o pandillas rivales reemplazan a los eliminados o debilitados. Existe una fuente inagotable de hombres jóvenes con escasas perspectivas en la vida en un país donde el gobierno ha fracasado en proporcionarles oportunidades educativas o laborales adecuadas.

Atacar el negocio significa ir tras las estructuras financieras trasnacionales que lo soportan, y ambos gobiernos han parecido renuentes a hacerlo con decisión dado que el dinero de la droga fluye a través de las principales poderosas instituciones financieras, aporta liquidez y financia empresas exteriormente legítimas.
La adopción de políticas regresivas

Poco antes de los señalamientos de Hillary Clinton, el Congreso de EE.UU. asignó $175 millones de dólares más para la guerra antinarco mexicana sin ninguna revisión o análisis estratégico comprehensivos de los terribles resultados que el modelo ha arrojado hasta la fecha.

La violencia vinculada con la droga estalló al sur de la frontera con cerca de 30.000 muertos desde que se declaró la guerra a finales de 2006. Las violaciones de derechos humanos de que se acusa al ejército se habían sextuplicado el año pasado, y justo en los últimos meses efectivos del ejército han matado a tiros a varios civiles.

Los representantes elegidos por los estadounidenses deberían asignar los dólares de sus impuestos con base en un minucioso análisis de cómo los recursos alcanzarán efectivamente los objetivos relacionados con el bien público. Hoy, cuando se trata de asignar recursos para la defensa en general, y el Plan México es un ejemplo extremo, el modus operandi es: gastar ahora y lidiar con los resultados desastrosos después… gastando todavía más. 

De acuerdo con un informe reciente de la General Accounting Office (Oficina de la Contraloría General de E.U.), la Iniciativa Mérida ni siquiera contiene objetivos a alcanzar por medio de los cuales evaluarla.

La asignación suplementaria para México estipula que las normas bajo el rubro “Control y Cumplimiento de Leyes Antinarcóticos a nivel Internacional” (INCLE) requieren que el Departamento de Estado emita un informe que demuestre el cumplimiento de los requisitos de su Sección 7045(e). Estas “condiciones de derechos humanos”, que algunos legisladores y grupos de Washington impulsaron, reflejan serias preocupaciones de que los fondos estarían fluyendo a fuerzas de seguridad mexicanas notoriamente corruptas y abusivas.

No obstante, en la práctica el Congreso diluyó las condiciones de tal manera que proporcionen una cortina de humo para esconder preocupaciones más graves respecto a la estrategia. El Congreso ignoró las críticas contra la Iniciativa Mérida de la AFL-CIO y organizaciones de ciudadanos y aprobó cinco asignaciones separadas que en total suman casi 1.500 millones de dólares. La iniciativa se transformó de un compromiso de tres años a un pacto permanente.

El 5 de septiembre la Secretaria de Estado Clinton anunció que el gobierno de EE.UU. estaba reteniendo el 15% de la nueva asignación suplementaria con base en las “condiciones de derechos humanos”. El gobierno mexicano se quejó públicamente y en voz alta pero lo celebró en privado. 

Las matemáticas son bastante claras: ‘te daremos 175 millones de dólares en fondos extraordinarios pero te retendremos 26 millones de dólares’–de lo que resulta una ganancia neta de 149 millones de dólares. Ambos gobiernos hicieron declaraciones santurronas. El de Estados Unidos criticó a México “olvidando” el hecho de que el crimen trasnacional no podría funcionar sin corrupción dentro de sus propias fronteras. 

El gobierno de Calderón protestó contra el escándalo sobre los derechos humanos que hacía su vecino cuando tiene una guerra que librar. Hasta la prensa convencional señaló las contradicciones del juego de cifras.

A estas alturas se pensaría que la estrategia de imponer condiciones para lograr una guerra antinarco más bondadosa y amable (como diría Bush padre) estaría absolutamente desacreditada. La interpretación más generosa es que fue una estrategia de parte de grupos y congresistas que malentendieron tanto la situación en México como la nueva relación binacional del Pentágono que se estaba forjando a través del Plan. 

En lugar de proceder a la necesaria rectificación inmediata, la administración Obama planea pedir todavía más fondos públicos para la política fracasada mientras, de dientes para afuera, defiende los derechos humanos.
Dudas cada vez mayores

La última controversia sobre políticas para el narcotráfico en México sobreviene en medio de las dudas a ambos lados de la frontera. Los senadores mexicanos de todos los partidos políticos, excepto el de Calderón, criticaron con acritud el “fracaso” de la guerra contra las drogas del presidente en un análisis del cuarto informe anual de la administración. 

El Partido Revolucionario Institucional señaló que el informe anual presentado por el presidente Calderón mostraba menos incautaciones y ningún aumento notable en arrestos comparados con niveles históricos, y una asignación de tan sólo 1.500 millones de pesos a la prevención de adicciones. Un miembro del Partido de la Revolución Democrática deploró la ecuación de “a más recursos, más muertes”, ya que a la fecha, la guerra contra las drogas le ha costado al castigado presupuesto mexicano cerca de 7.000 millones de dólares.

En Estados Unidos también han crecido las dudas en cuanto a la eficacia de la estrategia. El Subdirector del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) Alonzo R. Peña lamentó que el gobierno mexicano a menudo no tome en cuenta los servicios de inteligencia de EE.UU. antes de actuar.

Peña comentó que en ocasiones el motivo podía ser simple precaución pero que en otras “era completamente corrupción”. En Washington, el aumento de consecuencias negativas ha conducido a inquietudes sobre la falta de una estrategia de salida o un camino claramente definido hacia el éxito.

No hay fórmulas mágicas que se presenten, en particular si se atiende al grave deterioro de la situación en México. No obstante, el Congreso de EE.UU. no debe ignorar la violencia desencadenada bajo los términos de la política actual, y no puede aceptar los asesinatos como daño colateral. 

En México, los especialistas calculan que a este paso las muertes relacionadas con el narcotráfico alcanzarán más de 70.000 hacia el final de la presidencia de Calderón, a un ritmo de 50 muertes diarias en todo el país.

Estados Unidos debe empezar por reconocer la responsabilidad que comparte en el crecimiento del crimen organizado en México. Estados Unidos se enfrenta también a enormes desafíos dentro de sus fronteras y comparte la responsabilidad por respaldar una estrategia que de forma tan evidente ha incrementado la brutalidad de los cárteles de la droga. 

Hay muy escasa información sobre las actividades anticorrupción en Estados Unidos que no sólo no han prevenido, sino que de hecho han facilitado el trasiego transfronterizo de sustancias ilegales para su distribución a ciudades de una a otra costa. Los programas de tratamiento contra adicciones y prevención de abuso de drogas tienen un presupuesto de miseria. Medidas como la del referendo sobre la regulación de la mariguana podrían eliminar una enorme parte del ingreso de los cárteles sacando la droga del mercado negro.

Las declaraciones de Hillary Clinton revelan las fuertes corrientes dentro del gobierno estadounidense que buscan intensificar la injerencia de EE.UU. en la guerra mexicana contra las drogas. Nunca es fácil admitir un fracaso de tal magnitud en las políticas, o revertir planes como el Plan México que involucran a los poderosos grupos cabilderos de empresas de defensa y de seguridad privada.

Pero el Presidente Obama ha demostrado valor para admitir errores en el pasado y buscar rectificarlos. Tanto su administración como el Congreso de EE.UU. deben demostrar hoy ese valor para reorientar decisivamente la descontrolada guerra contra las drogas.

* Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas del Center for International Policy. Este artículo se publicó originalmente en la columna de Laura Carlsen para Foreign Policy in Focus.

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