Pablo Gonzalez

George W Bush: Golpe a la Norteamericana del 2000


Soy un ciudadano de Estados Unidos de América. Nuestro gobierno ha sido derrocado y el presidente electo se ha visto forzado al exilio.
La capital de la nación ha sido ocupada por hom­bres blancos y viejos que beben martini y llevan pechera.

Estamos sitiados. Somos el gobierno de Estados Unidos en el exilio.

No se pueden pasar por alto nuestros números. 

Somos 154 millones de adultos y 80 millones de niños, en total 234 millones de personas que no votaron por el régimen que se ha hecho con el poder y que no nos representa.

Al Gore es el presidente electo de Estados Unidos. Obtuvo 539.898 votos más que George W Bush. Sin embargo, no es él quien ocupa el Despacho Oval. 

En cambio, nuestro presidente electo erra por el país como alma en pena sin dar señales de vida más que para pronunciar alguna conferencia que le permita rea­bastecer su reserva de bizcochos.

Al Gore ganó. Al Gore, presidente en el exilio. ¡Viva el presidente Albertooooo Gorrrrre!1

Entonces, ¿quién es el hombre que mora en el número 1600 de la avenida Perinsylvania? 

Es George W Bush, «presidente» de Estados Unidos. 

El ladrón en el poder.

Habitualmente, los políticos esperan a tomar posesión del cargo antes de convertirse formalmente en criminales. 

Pero éste es un caso prefabricado, que comporta un delito de allanamiento de una sede federal: hay un okupa en la Casa Blanca. 

Si les dijera que esto es Guatemala, se lo creerían sin más, sea cual fuere su tendencia política. 

Pero dado que este golpe venía en un paquete envuelto con la bandera estadounidense en su tono favorito de rojo, blanco 0 azul, sus responsables creen que van a salirse con la suya.

Éste es el motivo por el que, en nombre de los 234 millones de americanos a quienes han tomado como rehenes, he solicitado a la OTAN que haga lo que ya hizo en Bosnia y en Kosovo, lo que Estados Unidos hizo en Haití, lo que Lee Marvin hizo en Doce del patíbulo:

¡Manden a los marines! ¡Lancen misiles SCUD! ¡Tráigannos la cabeza de Antonin Scalia!2

He cursado una solicitud personal al secretario general de la ONU, Kofi Annan, para que atienda nuestra petición. Ya no so­mos capaces de gobernarnos ni de celebrar elecciones libres y limpias. ¡Necesitamos observadores, tropas y resoluciones de la ONU!

¡Maldita sea, queremos a Jimmy Carter!

Por fin nos hemos rebajado al nivel de una república bana­nera cualquiera. Y ahora nos preguntamos por qué deberíamos molestarnos en levantarnos cada mañana para trabajar como bu­rros con el fin de producir bienes y servicios que sólo sirven para enriquecer más a la Junta y sus cohortes de la América Empresa­rial (un feudo autónomo en el seno de Estados Unidos al que le está permitido ir por libre). 

¿Por qué hemos de pagar impuestos para financiar su golpe? Qué sentido tendrá mandar a nuestros hijos a la guerra para que se sacrifiquen defendiendo «nuestro estilo de vida» cuando esto ya no significa más que el estilo de vida de un puñado de hombres grises atrincherados en los cuarteles que tomaron por asalto junto al río Potomac?

¡Oh, Virgen Santa, no puedo más! Que alguien me pase el mando a distancia universal. Tengo que sintonizar el cuento de hadas en el que yo era ciudadano de una democracia con derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de opíparas comilonas.

 Aquella historia que me contaron de niño decía que yo importaba, que era igual a cualquiera de mis conciudadanos y que ninguno de nosotros podía ser tratado de manera diferente o injusta, que nadie accedería al poder sin el consentimiento de los demás. La voluntad del pueblo. América, tan hermosa. La tierra que amo. El último... brillo... del crepúsculo. Bueno, ¿cuándo llegarán las fuerzas de pacificación belgas?

El golpe se fraguó mucho antes que la mascarada de las elecciones del año 2000. En el verano de 1999, Katherine Harris, que merece el título honorario de hombre blanco estúpido y fue co­directora de la campaña presidencial de George W Bush y secretaria del estado de Florida a cargo de las elecciones, pagó 4 millones de dólares a Database Technologies para repasar el censo del estado y eliminar del mismo a cualquier “sospechoso” de tener antecedentes policiales.

 Contó para ello con la bendición del gobernador de Florida, el hermano de George W., Jeb Bush, cu­ya esposa fue sorprendida por agentes del servicio de inmigra­ción tratando de introducir en el país un alijo de joyas valoradas en 19.000 dólares sin declararlo ni pagar impuesto alguno... Un delito en toda regla. Pero ¿de qué se quejan? Esto es América, y aquí no perseguimos a delincuentes ricos o emparentados con la familia Bush.

La ley sostiene que los ex convictos no tienen derecho a votar en Florida. Lamentablemente, eso significa que el 31 % de los hombres negros de Florida no puede votar por el hecho de contar con antecedentes penales (y estoy seguro de que el sistema judicial de Florida es intachable). Harris y Bush sabían que al tachar del censo los nombres de ex convictos impedirían el acceso a las urnas a miles de hombres negros.

Ni que decir tiene que los negros de Florida son demócratas en su inmensa mayoría, como quedó patente el 7 de noviembre de 2000: Al Gore recibió el voto de más del 90 % de todos ellos. De todos los que tuvieron permiso para votar, se entiende.

En lo que parece ser un fraude masivo cometido por el estado de Florida, Bush, Harris y Compañía no sólo borraron del censo a miles de negros con antecedentes, sino también a miles de ciudadanos negros que no habían cometido un delito en su vida, junto con otros miles de votantes potenciales que no ha~ bían cometido más que faltas.

¿Cómo pudo ocurrir algo así? El equipo de Harris pidió a Database una empresa estrechamente vinculada a los republicanos que aplicase criterios de exclusión tan amplios como fuera posible para desembarazarse de estos votantes. 

Sus subalternos incluso exhortaron a la compañía a incluir en su lista a personas con nombres similares a los de los delincuentes, e insistieron en que Database comprobara los antecedentes de los indi­viduos que tenían la misma fecha de nacimiento que delincuen­tes reconocidos o un número de la Seguridad Social parecido. Según las instrucciones de la oficina electoral, una coincidencia del 80 % de los datos señalados bastaba para que Database añadiera un nombre más a la lista de votantes despojados de su derecho a voto.

Estas directrices resultaban chocantes incluso para una empresa amiga como Database, pues implicaban que se prohibiria a miles de votantes legítimos ejercer su derecho el día de las elecciones por el mero hecho de tener un nombre y apellido parecidos al de otra persona o porque su fecha de nacimiento coincidiese con la de algún atracador de bancos.

 Marlene Thorogood, la directora de proyectos de Database, mandó un mensaje de correo electrónico a Eminett Bucky Mitchell, abogado de la oficina electoral de Katherine Harris, alertándolo de que «desgracíadamente, una programación de ese tipo podría arrojar falsos resultados positivos» o identificaciones erróneas.

No pasa nada, repuso nuestro amigo Bucky. Su respuesta: «Obviamente, más vale equivocarnos por exceso que por defec­to, y dejar que los supervisores [electorales del condado] tomen una decisión final respecto a los nombres que posiblemente no coincidan.»

Database hizo lo que se le había mandado. De un plumazo, 173.000 votantes registrados en Florida fueron eliminados a perpetuidad del censo electoral. En Miami Dade, el mayor condado de Florida, el 66 % de los votantes borrados del censo eran negros. En el condado de Tampa, lo eran un 54 %.

Sin embargo, Harris y su departamento parecían no tener bastante con esa selección de nombres. Ocho mil habitantes más de Florida fueron borrados del censo debido a que Database se sirvió de una lista falsa elaborada por otro estado en la que supuestamente figuraban ex convictos que se habían trasladado al estado de Florida.

La verdad del caso es que los delincuentes de la lista ya ha­bían cumplido con su condena y habían recobrado su derecho a voto. 

En la lista también constaban nombres de personas que sólo habían cometido alguna falta, como aparcar en lugar indebido. ¿Y qué estado fue el que decidió echar una mano a jeb y George entregando esa lista amañada?

Texas.

El chanchullo clamaba al Cielo, pero los medios de comunicación estadounidenses hicieron la vista gorda. Hizo falta que la BBC hurgara en la historia y emitiese en los telediarios de máxima audiencia segmentos de quince minutos en los que. revelaba todos los sórdidos detalles de la operación y responsabilizaba del pelotazo electoral al gobernador Jeb Bush. 

No hay nada más triste que tener que mirar a tu propio país desde 8.000 kilóme­tros de distancia para conocer la verdad acerca de tus elecciones. (Finalmente, Los Angeles Times y el Washington Post publicaron artículos al respecto, pero despertaron poco interés.)

Esta vulneración del derecho a voto de las minorías se extendió hasta tal extremo en Florida que llegó a afectar a personas como Linda Howell. Linda recibió una carta en la que se le ad­vertía que tenía antecedentes y que, por tanto, no se molestara en acudir a su colegio electoral pues se le impediría votar.

 El problema está en que Linda Howell, además de tener el expediente inmaculado, era la supervisora electoral de Madison County, Florida.

 Ella y otros funcionarios electorales exigieron una rec­tificación al estado, pero todas sus peticiones cayeron en saco roto. Se les dijo que todo aquel que se quejara por habérsele ne­gado el derecho a voto debía someterse a un cotejo de huellas dactilares con el fin de que el estado determinara si se trataba o no de delincuentes.

El 7 de noviembre de 2000, cuando los habitantes negros de Florida acudieron a las urnas en un número sin precedentes, muchos fueron rechazados con un rotundo «Usted no puede votar».

 En varios distritos de las ciudades más degradadas de Florida, los colegios electorales estaban fuertemente vigilados por la policia para impedir que votara alguien incluido en la «lista de delincuentes» de Katherine y Jeb. Se coartó el derecho constitucional a voto de cientos de ciudadanos honrados, sobre todo en barrios negros y latinos, bajo amenaza de arresto si protestaban.

Oficialmente, en Florida, George W Bush obtuvo una ventaja de 537 votos sobre Al Gore. No resulta temerario afirmar que si se hubiera permitido votar a los miles de ciudadanos negros e hispanos eliminados del censo, el resultado habría sido otro y le habría costado le presidencia a Bush.

La noche de las elecciones, después del cierre de los colegios electorales, se produjo una enorme confusión en torno al recuento de votos en Florida. Por fin, el hombre a cargo de la cobertura de la noche electoral para Fox News tomó la decisión de anunciar en antena que Bush había ganado en dicho estado y que, por tanto, la presidencia era suya. Y eso es exactamente lo que ocurrió. 

La cadena de noticias de la Fox declaró formalmente a Bush como ganador.

No obstante, en Tallase 3 el recuento no había finalizado. De hecho, Associated Press insistió en que por el momento los resultados estaban muy igualados y se negó a seguir el ejemplo de la Fox.

 Sin embargo, las otras cadenas corrieron como posesas tras el señuelo de aquella emisora, temerosas de que se las viera como lentas o fuera de onda, a pesar de que sus propios corresponsales en el lugar insistían en que era demasiado pronto para declarar un ganador 

¿Pero quién necesita corresponsales cuando uno juega a seguir la voz de su amo? 

El amo en este caso es John Ellis, el directivo encargado de la cobertura de la noche electoral por parte de la Fox. ¿Y quién es John Ellis?

Es el primo de George W y Jeb Bush.

Una vez que Ellis echó el anzuelo y todos picaron mansamente, ya no había vuelta atrás, y nada resultó más devastador psicológicamente para las posibilidades de Gore que la repentina impresión de que ÉL era un aguafiestas por pedir recuentos, demorar la admisión de su derrota e inundar los tribunales con abogados y demandas. 

La verdad del caso es que en aquellos momentos Gore iba por delante tenía más votos , pero los medios de comuni­cación no se dignaron presentar la cruda verdad.

El instante de aquella noche electoral que jamás olvidaré se produjo a primera hora, después de que las cadenas anunciaran correctamente que Gore había ganado en el estado de Florida. Las televisiones conectaron entonces con la habitación de un hotel en Texas, donde se encontraba George W con su padre, el ex presidente, y su madre, Barbara. 

El progenitor se mostraba tan fresco, a pesar de que la cosa pintaba mal. Un reportero le preguntó al joven Bush qué pensaba acerca de los resultados.

«Todavía no... doy nada por hecho en Florida soltó un Bush junior algo inconexo . Ya sé que ustedes se fían de todas esas predicciones, pero la gente sigue contando votos...

 Las cadenas se han precipitado tremendamente al dar los resultados y la gente que cuenta los votos tiene otra perspectiva, así que ... » Fue, sin duda, un momento insólito de la alocada noche electoral: los Bush, con sonriente serenidad, parecían una familia de gatos que acabara de zamparse una nidada de canarios. Era corno si supiesen algo que todos desconocíamos.

Y así era. Sabían que Jeb y Katherine habían cumplido con su trabajo meses atrás. Sabían que el primo John se había hecho fuerte en su feudo de la Fox. Y si todo lo demás no funcionaba, cabía echar mano de un equipo con el que papá siempre podía contar: el Tribunal Supremo de Estados Unidos.

Por lo que sabemos, eso es exactamente lo que pasó a lo largo de los siguientes 36 días. Las fuerzas del Imperio contraataca­ron sin piedad. Mientras Gore se concentraba estúpidamente en lograr el recuento en algunos condados, el equipo de Bush se afanaba tras el Santo Grial: los votos de los residentes en el extranjero. Un buen número de los mismos procedería de los militares, que suelen votar a los republicanos y que acabarían por dar a Bush la ventaja que no había conseguido negando el voto a negros y abuelas judías.

Gore lo sabía y trató de asegurarse de que los votos fueran debidamente examinados antes de ser contados. Sin duda, esto contradecía la petición de «dejemos que se cuenten todos los votos» que él mismo había predicado. Sin embargo, tenía de su lado la ley de Florida, que es sumamente clara a ese respecto y establece que los votos de los residentes en el extranjero sólo se pueden contar en caso de que hayan sido enviados y matasellados en otro país en fecha no posterior a la de la jornada electoral.

Sin embargo, mientras Jim Baker recitaba su letanía de «no es justo cambiar las reglas y las pautas que rigen el recuento de votos sólo porque un bando concluya que es la única manera de obtener los votos que necesita», él y sus fuerzas operativas se dedicaban justamente a eso.

Una investigación llevada a cabo en julio de 2001 por el New York Times demostraba que de los 2.490 votos de residentes en el extranjero que se aceptaron como válidos, 680 eran defectuosos o cuestíonables. Se sabe que 4 de cada 5 electores afincados en otros países votaron por Bush. Según ese porcentaje,544 de los votos obtenidos por Bush tendrían que haber sido anulados. ¿Pillan el cálculo? De pronto, el «margen ganador» de Bush de 537 votos queda reducido a un margen negativo de 7.

Así pues, ¿cómo llegaron a contarse en favor de Bush todos esos votos? Pocas horas después de las elecciones, la campaña de George W había lanzado su ofensiva. El primer paso consistía en asegurarse de que entrara el máximo número posible de votos. 

Los soldados republicanos mandaron carretadas de frenéticos mensajes de correo electrónico a navíos de la marina pidiéndoles que sacasen votos de donde fuera. Incluso llamaron al secretario de defensa de Clinton, William S. Cohen (un republicano) para pedirle que ejerciera presión sobre los militares destinados en el extranjero. Éste declinó la oferta, pero no importó mucho: se enviaron y contaron miles de votos, a pesar de que parte de los mismos se había emitido en fecha posterior al día de las elecciones.

Ahora, todo lo que tenían que hacer era asegurarse de que la mayor cantidad posible de esos votos acabara en las arcas de W Y ahí empezó el verdadero atraco.

Según el Times, Katherine Harris había planeado mandar una nota informativa a sus escrutadores en la que aclaraba el pro­cedimiento para contar los votos procedentes del extranjero. En esa misma comunicación se recordaba que las leyes del estado exigían que todas las papeletas hubieran sido «mataselladas o firmadas y fechadas» a más tardar el día de las elecciones.

 Cuando quedó patente que la ventaja de Bush menguaba rápidamente, Harris decidió no enviar la nota. En su lugar, mandó una circular que especificaba que no era indispensable que las papeletas estuviesen mataselladas «en fecha no posterior al día de las elecciones». Vaya, vaya.

¿Qué es lo que la llevó a cambiar de parecer y jugar con la ley? Quizá no lo sepamos nunca, visto que los archivos informáticos donde constaban datos sobre lo ocurrido han sido misteriosamente borrados, lo que representa una posible violación de las floridas leyes del estado. A toro pasado, una vez que su asesor informático los hubo «comprobado», Harris permitió que sus ordenadores fueran examinados por los medios. Actualmente, esta mujer planea presentarse al Congreso. ¿Se puede tener mayor desfachatez?

Envalentonados por la bendición del secretario de Estado, los republicanos lanzaron su ofensiva para cerciorarse de que se tuviese la manga más ancha posible en el recuento. «Representación igualitaria» al estilo de Florida significaba que las reglas que regían la aceptación o rechazo de los votos por correo variaban según el condado en que uno residiese. Quizás ése sea el motivo por el que en los condados donde ganó Gore, sólo se contaron 2 de cada 10 votos timbrados en fecha incierta; en tanto que en los condados donde Bush se alzó con el triunfo se contaron 6 de cada 10.

Cuando los demócratas adujeron que los votos que no observaban las reglas debidas no debían contarse, los republicanos orquestaron una cruenta campaña para presentarlos como enemigos de todos los hombres y mujeres que arriesgaban la vida por nuestro país.

 Un concejal republicano del ayuntamiento de Naples, Florida, se mostró característico en su hipérbole demenci «Si les alcanza una bala o un fragmento de metralla terrorista, ese fragmento no lleva matasellos ni fecha alguna.»

 El congresista republicano Steve Buyer de Indiana consiguió (posiblemente de manera ilegal) los números de teléfono y las direcciones de correo electrónico de personal militar con el fin de acumular relatos de militares preocupados por la posibilidad de ver su voto rechazado y ganarse de este modo la simpatía de «nuestros guerreros y gue­rreras». Hasta el león del desierto Norman Schwarzkopf intervino con la reflexión de que era «un día muy triste para nuestro país» pues los demócratas habían empezado a hostigar a los vo­tantes de las fuerzas armadas.

Toda esa presión desgastó a unos demócratas apocados y sin nervio, que acabaron por asfixiarse. En su aparición en el programa televisivo Meet the Press,el candidato a la vicepresidencia, Joe Lleberman, apuntó que los demócratas debían dejar de armar alboroto y de poner en duda la validez de cientos de votos militares por el simple hecho de que no iban «matasellados». Lleberman, como tantos otros de la nueva camada demócrata, debería haber luchado por sus principios en lugar de preocuparse por su imagen. ¿Por qué? Entre otras cosas porque el New York Times averiguó lo siguiente:
- 344 papeletas no presentaban prueba alguna de haber sido enviadas en fecha no posterior al día de las elecciones.

- 183 papeletas llevaban matasellos de Estados Unidos. 

- 96 papeletas no tenían la acreditación debida. 

- 169 votos procedían de personas no inscritas en el censo electoral, venían en sobres sin firmar o fueron emitidos por gente que no había solicitado el voto. 

- 5 papeletas llegaron después de la fecha límite del 17 de noviembre. 

- 19 votantes en el extranjero ejercieron su derecho por par­tida doble, y se les contó el voto en ambas ocasiones.

Todos estos votos contravenían las leyes del estado de Florida aun así, acabaron contándose. ¿Queda suficientemente claro? ¡Bush no ganó las elecciones¡ 

Las ganó Gore. Esto no tiene nada que ver con los votos aparentemente defectuosos ni con la violación evidente del derecho a voto de la comunidad afroamericana de Florida.

 Sencillamente, se violó la ley. Todo está documentado, y todas las pruebas disponibles en Tallahassee demuestran que las elecciones se sirvieron en bandeja a la familia Bush.

La mañana del sábado 9 de diciembre de 2000, el Tribunal Supremo tuvo noticia de que los recuentos en Florida, a pesar de todo lo que había hecho el equipo de Bush para. amañar las elecciones, favorecían a Al Gore. A las dos de la tarde, el recuento no oficial mostraba que Gore estaba alcanzando a Bush: «¡Sólo 66 votos por debajo y avanzando!», anuncio un apasionado locutor.

El hecho de que las palabras «Al Gore va por delante» no se oyeran jamás en la televisión estadounidense resultó decisivo para la victoria de Bush. Sin tiempo que perder, los malos hicie­ron lo que debían: a las 2.45 de la tarde, el Tribunal Supremo detuvo el recuento.

El tribunal contaba entre sus miembros con Sandra Day O'Connor, nombrada por Reagan, y estaba presidido por WiIllam Rehnquist, hombre de Nixon.

 Ambos eran septuagenarios y esperaban poder retirarse bajo una administración republicana para que sus sucesores compartieran su ideología conservadora. Según testigos, en una fiesta celebrada en Georgetown la noche de las elecciones, O'Connor se lamentó de no poder permanecer otros cuatro u ocho años en el cargo. Bush junior era su única esperanza de asegurarse un feliz retiro en su estado natal de Ari­zona.

Entre tanto, otros dos jueces abiertamente reaccionarios se encontraron ante un conflicto de intereses. La esposa de Claren­ce Thomas, Virginia Lamp Thomas, trabajaba para la Heritage Foundation, un destacado think tank conservador de la capital; sin embargo, George W. Bush acababa de contratarla para que le ayudara a reclutar colaboradores con vistas a su inminente toma del poder.

 Al mismo tiempo, Eugene Scalia, hijo del juez Antonin Scalia, era abogado del bufete Gibson, Dunn & Crutcher, el mismo que representa a Bush ante el Tribunal Supremo.

A pesar de ello, ni Thomas ni Scalla apreciaron conflicto de intereses, por lo que se negaron a retirarse del caso. De hecho, cuando el tribunal se reunió, Scalla fue quien dio la tristemente célebre explicación de por qué debía detenerse el recuento: «El recuento de votos que son cuestionables legalmente amenaza irreparablemente, a mi parecer, con perjudicar al demandante [Bush] y al país, al ensombrecer lo que él [Bush] considera que es la legitimidad de su triunfo en estas elecciones.»

 En otras palabras, si dejamos que se cuenten todos los votos y éstos acaban por dar la victoria a Gore, no hay duda de que eso entorpecerá la capacidad de Bush para gobernar una vez que lo hayamos nom­brado presidente.

Y no le faltaba razón: si los votos demostraban que Gore había ganado y eso fue lo que sucedió , no sería descabellado suponer que los ciudadanos perderían algo de su fe en la legitimidad de la presidencia de Bush.

Para defender su decisión, que justificaba el robo, el Tribunal Supremo echó mano de la cláusula relativa a la protección igualitarla de la Decimocuarta Enmienda, la misma enmienda que ha­bía desestimado de manera flagrante a lo largo de los años cuando los negros recurrían a ella para luchar contra la discriminación racial.

 Adujeron que, dada la diversidad de métodos de recuento, los votantes de cada distrito no estaban siendo tratados por igual y, por tanto, se estaban violando sus derechos. (Resulta curioso que sólo los disconformes en el tribunal mencionaran que el anticuado equipamiento electoral, que se había utilizado sobre todo en los barrios pobres o habitados por minorías, había creado en el sistema una desigualdad totalmente diferente... y mucho más turbadora.)

Finalmente, la prensa se decidió a llevar a cabo su propio recuento, contribuyendo con su granito de arena a la confusión pública reinante.

 El titular delMíamí Herald decía: «La revisión de votos que da como ganador a Bush habría superado la prueba del recuento manual.»

 Pero más abajo se podía leer el siguiente párrafo, perdido en medio del artículo: «La ventaja de Bush se habría desvanecido si el recuento se hubiera llevado a cabo bajo las pautas severamente restrictivas que algunos republicanos defendían [ ... ]. 

Los encargados de la revisión concluyeron que el resultado habría sido otro si cada panel de escrutadores de cada condado hubiera examinado cada uno de los votos [ ... ]. [Si se hu­biese aplicado] el criterio más inclusivo [es decir, un criterio que tuviese en cuenta la auténtica voluntad de todo el pueblo], Gore habría ganado por 393 votos [ ... ]. Si se hubiesen registrado los votos que [parecían indicar] un fallo bien en la maquinaria electoral, bien en la capacidad del votante para usarla [ ... ] Gore habría ganado por 299 votos.»

Yo no voté por Gore, pero creo que cualquier persona justa concluiría que la voluntad del pueblo de Florida le era favorable.

 Da igual si lo que corrompió los resultados fue el desastre del recuento o la exclusión de miles de ciudadanos ne£rros: no cabe duda de que el pueblo había elegido a Gore.

Es posible que no exista peor ejemplo de la abusiva negación del derecho a un escrutinio justo que la que se dio en el condado de Palm Beach. 

Se ha hablado mucho de la «papeleta mariposa», que daba lugar a equivocaciones porque en ella los nombres de los candidatos y las casillas que había que perforar están desali­neadas respecto de los nombres de los candidatos.

 Los medios de comunicación no dejaron de señalar que la papeleta había sido diseñada por uno de los miembros de la comisión electoral del condado, una demócrata, y que una junta local de mayoría demócrata le había dado su visto bueno.

 ¿Qué derecho tenía Gore a quejarse si su propio partido era el responsable del defectuoso diseño de la papeleta?

Si alguien se hubiera molestado en comprobarlo, habría des­cubierto que uno de los dos «demócratas» del comité la diseñadora de la papeleta, Theresa LePore era una republicana que había cambiado su afiliación en 1996.

 Luego, justo tres meses después de que Bush accediera al cargo, renunció como de­mócrata y se registró como independiente. En la prensa, nadie se molestó en preguntarse qué estaba pasando en realidad.

Así las cosas, el Palm Beach Post estima que más de 3.000 votantes, en su mayoría ancianos y judíos, que creían estar votando por Al Gore, habían perforado la casilla equivocada, dándole su voto a Pat Buchanan. Hasta el propio Buchanan salió en televisión para declarar que esos judíos no habían votado por él ni de coña.

El 20 de enero de 2001, George W. Bush se apostó al fren­te de su junta en los escalones del Capitolio y, en presencia de Relinquist, presidente del Tribunal Supremo, pronunció el jura­mento que hacen todos los presidentes al asumir el cargo. Una lluvia fría y persistente cayó sobre Washington durante todo el día. 

Los nubarrones oscurecían el sol, y el recorrido del desfile hasta la verja de la Casa Blanca, abarrotado en ocasiones simila­res por decenas de miles de ciudadanos, aparecía inquietante­mente desierto, salvo por los 20.000 disconformes que abuchea­ron a Bush a lo largo del trayecto. Enarbolando pancartas que lo acusaban de haber robado las elecciones, los empapados ma­nifestantes se erigieron en conciencia de la nación. 

La limusina de Bush no pudo sortearlos y, en lugar de una muchedumbre de partidarios entregados, lo recibió una multitud movilizada para recordar a un gobernante ilegítimo que él no había ganado las elecciones y que el pueblo no lo olvidaría.

En el punto donde todos los presidentes electos, desde Jimmy Carter, se han apeado de sus limusinas para recorrer a pie las cuatro últimas manzanas (como recordatorio de que somos un país gobernado no por reyes, sino por nuestros iguales, al menos en teoría), el vehículo de Bush, con blindaje triple y las lunas tintadas de negro a la manera de los gánsters , frenó en seco.

 La multitud coreaba cada vez más alto: ¡VIVA EL LADRON! Se podía ver a los del servicio secreto y a los consejeros de Bush apiñados bajo la gélida lluvia, tratando de decidir qué hacer. 

Si Bush salía para caminar hacia la Casa Blanca, lo abuchearían, lo acallarían a gritos y lo acribillarían a huevazos. La limusina permaneció allí durante unos cinco minutos.

 Seguía lloviendo y, efectivamente, varios huevos y tomates impactaron en el coche, mientras los manifestantes retaban a Bush a salir y encararse con ellos.

De pronto, el coche del presidente se puso en marcha y avan­zó calle abajo. Habían decidido darle gas y salir cuanto antes de entre el gentío. 

Los agentes del servicio secreto que corrían junto a la limusina se rezagaron, y los neumáticos del coche los salpicaron con el agua sucia de la calle. 

Es una de las mejores escenas que he presenciado jamás en Washington D. C.: un aspirante al trono de Estados Unidos forzado a escabullirse de miles de ciudadanos estadounidenses armados únicamente con la verdad y los ingredientes de una buena tortilla.

Después de apretar el acelerador, la Mentira Americana corrió a refugiarse en la caseta acorazada construida enfrente de la Casa Blanca. 

Buena parte de la familia Bush y de los invitados ya había abandonado el lugar para guarecerse. 

Aun así, George se quedó allí, saludando orgulloso a las bandas de música con sus instrumentos inutilizados por el aguacero y el prolongado desfile de carrozas empapadas y deshechas. 

De vez en cuando pasaba un descapotable en cuyo interior viajaba, calada hasta los huesos, alguna de las celebridades que Bush había convencido para que lo honraran con su presencia: KeIsey Grammer, Drew Carey, Chuck Norris.

 Al final del desfile, hasta sus padres habían desertado para ponerse a cubierto y Bush permanecía solo en la caseta, como una sopa. Era una visión patética: el pobre niño rico segundón que reclama su premio sin que nadie lo anime.

Pero más tristes todavía estábamos los 154 millones de personas que no habíamos votado por él.

 En un país de 200 millo­nes de votantes, resulta que éramos mayoría.

Y sin embargo, ¿qué otra cosa iba a pensar George en esos momentos sino «todo esto me la suda»? Ya había mogollón de manos contratadas para instalarse en la Casa Blanca y mover los hilos de su presidente marioneta.

 Los viejos amiguetes de papá regresaban a Washington para echar una mano, y Georgie no te­nía más que ponerse cómodo y presentarse como alguien con capacidad para delegar. Los titiriteros habían tomado las riendas y el negocio de gobernar el mundo podía fácilmente dejarse en sus manos.

¿Y quiénes eran estos intachables pilares patrióticos de la junta Bush? Representan a las humildes y generosas filas de la Amé­rica empresarial y aparecen ennumerados más abajo, para facilitar su identificación a las fuerzas de Naciones Unidas y de la OTAN cuando lleguen a apresarlos para restaurar el orden y la democracia. Miles de ciudadanos agradecidos abarrotarán las plazas y avenidas para jalearlos a su llegada.

A título personal, yo me contentaría con un juicio múltiple emitido por televisión y con su deportación inmediata a una au­téntica república bananera. ¡Díos bendiga a Estados Unidos de América!

Tomado del Libro Estúpidos Hombres Blancos de MICHAEL MOORE

EL SIGUIENTE MENSAJE, ENVIADO DESDE ALGUN PUNTO DE AMÉRICA DEL NORTE, FUE INTERCEPTADO POR LAS FUERZAS DE LA ONU A LAS 6.00 H. DEL 1 DE SEPTIEMBRE DE 2001:

http://ley.se-todo.com/pravo/5164/index.html?page=2

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