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Literatura en tiempos de tortura


El 75 fue un año movido para la escritora chilena Mariana Callejas.
 
 A sus 43 años ganaba el primer premio en el concurso de cuento del diario El Mercurio con el relato “¿Conoció usted a Bobby Ackerman?”, el monólogo de un sastre judío que es perseguido por grupos antisemitas, y su nombre comenzaba a figurar entre los círculos intelectuales de la época como una de las promesas de las letras chilenas. 
 
Ese mismo año, la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) —también conocida como la policía secreta del régimen de Pinochet, la misma que entre 1973 y 1977 asesinó a 2.279 personas—, le regaló a ella y a su esposo Michael Townley una casa en el exclusivo sector de Lo Curro en Santiago de Chile. 
 
La residencia, una mole blanca de concreto parecida a un hospital abandonado o a un desolado fuerte, contaba con más de 1.000 metros cuadrados construidos y tenía tres pisos para la comodidad de la familia. 
 
En el tercer piso Callejas realizó exclusivos talleres literarios en donde abundaban el pisco y los relatos de jóvenes escritores que después se convertirían en los abanderados de la Nueva Narrativa Chilena. 
 
Mientras tanto, en el primer piso, Michael convertiría el garaje en un laboratorio de electrónica y química en donde se planearon y ejecutaron los más escabrosos crímenes de lesa humanidad que se dieron en el período de la dictadura.

En su relato “Un parque pequeño y alegre” (publicado en su libro de 1981, autoeditado y de escasísima difusión, La larga noche), Callejas describe las cavilaciones de Max, un hombre sensible, lector de Walt Whitman, que está a punto de accionar un carro bomba: 
 
“Tenemos dos kilos de C-4 para este trabajo.
 
 Ves que es importante. 
 
Dos kilos para el caballero. 
 
No puede fallar.
 
 Pero el trabajo de relojería lo tienes que hacer tú, de otro modo el peligro es tremendo, tú sabes.
 
 Pero qué pasa con las metralletas, dice Max, si el hombre vive tan tranquilo como ustedes dicen, le pueden dar cuando salga de su casa, como de costumbre.
 
 No, Max, dicen ellos, lo que buscamos es el efecto psicológico. 
 
Un baleo es un baleo, ya la gente está acostumbrada. 
 
Tiene que ser algo grandioso, para que aprendan los otros como él, los enemigos”. 
 
Estamos ante un relato de fuerte carga sicológica, de descripciones vívidas y precisas. 
 
Sin embargo, en el caso de las ficciones de Callejas, siempre estará presente una pregunta por lo autobiográfico que trascienden los análisis críticos de un texto y que se transforman en la macabra sensación de que lo que leemos sucedió en verdad.

En 1999, Michael Townley confesó ante un tribunal la autoría material del atentado del 30 de septiembre de 1974 en el que murió Carlos Prats, comandante militar simpatizante de Salvador Allende. 
 
Townley viajó a Buenos Aires con la misión de asesinar a Prats, plantó los explosivos en su carro y accionó el detonador que acabaría con la vida del militar chileno.
 
 Mariana Callejas estaba con él.
 
 Es más, según la confesión de Townley, Callejas intentó accionar el botón pero falló, pasó el control remoto a Townley y él completó el trabajo. 
 
No hay que olvidar que ese control remoto y ese sistema de detonación fueron construidos en la casa de Lo Curro, mientras Callejas discutía sobre creación de personajes y estructuras narrativas en sus talleres literarios del piso de arriba.

Cuando se le pregunta a Callejas por el asesinato de Prats, o por la confesión de Townley, ella hace como si no supiera de qué le están hablando. 
 
En Siembra vientos, sus memorias escritas en 1995, describe detalladamente cómo sus amigos le dieron la espalda cuando en 1978 su esposo fue identificado no sólo como miembro activo de la DINA, sino también como el asesino del político chileno Orlando Letelier (quien también murió en un atentado de carro bomba); pero no dedica ni media línea a hablar de estos crímenes. 
 
En una entrevista concedida al Centro de Investigación Periodística de Chile en meses pasados, Callejas aseguró ignorar lo que sucedía en la planta baja de su casa y también ignorar lo que sucedía dentro de la DINA:
 
 “No estoy segura de que fueron tales horrores. 
 
Me caben dudas de que en esos cuarteles se torturaba y se hacía desaparecer a la gente”.

Y es tal vez esa disociación moral, ese estoicismo frente al asesinato, esa impavidez frente a la culpa y esa separación entre el horror y las rutinas —la misma que se replicaba en Lo Curro en donde en el primer piso se fabricaba gas sarín, una de las armas químicas más potentes usadas en contra de los torturados, y en el tercero se escribían cuentos fantásticos—, que han hecho que la figura de Mariana Callejas se haya convertido en un mito negro de la literatura chilena. 
 
Por un lado, escritores como Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Carlos Iturra, quienes asistieron a sus talleres, parecieran no poder escapar del fantasma de esta realidad y se han dedicado a escribir varias ficciones al respecto. 
 
Por otro, su historia ha sido contada por escritores como Pedro Lemebel y Roberto Bolaño quien recreó los talleres en su novela Nocturno de Chile, sobre la cual Callejas comentó: “(La novela dice) que en el subterráneo se torturaba pero la casa no tenía subterráneo”, como si ella fuera la única que pudiera escribir sobre esa macabra realidad para crear relatos que, desde que se supo todo, ninguna editorial chilena ha querido publicar por razones morales o políticas.

Actualmente, Callejas, de 79 años, vive en un modesto apartamento.
 
 En julio, la condena de 20 años por ser cómplice del crimen de Prats fue anulada y ahora está condenada a 5 años de libertad condicional. 
 
Sin embargo, la jueza argentina María Servini de Cubría, quien ha estado trabajando el caso desde hace 7 años, la ha pedido en extradición. 
 
A Callejas la cárcel no la asusta, “la vida en prisión no haría gran diferencia con la que he estado llevando en los últimos años”, la vida de una paria literaria cuya realidad superó cualquier relato negro. 
 
http://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/literatura-tiempos-tortura/24420

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