El anuncio del presidente Trump de que Estados Unidos reanudará las pruebas de armas nucleares tras una moratoria de 33 años representa precisamente el tipo de respuesta impulsiva y ostentosa que sustituye a la estrategia en la política exterior de Washington.
Tomada apenas unas horas antes de su reunión con el presidente chino Xi Jinping, esta decisión logra socavar los intereses estadounidenses al tiempo que proporciona a Pekín y Moscú la munición diplomática que tanto anhelaban.
La justificación del presidente —que debemos realizar pruebas «en igualdad de condiciones» con otros países— se basa en afirmaciones dudosas.
La reciente prueba rusa del misil de crucero de propulsión nuclear Burevestnik involucró el sistema de lanzamiento, no una detonación nuclear. La última prueba conocida de armas nucleares de China tuvo lugar en 1996. Corea del Norte, la única nación que ha realizado pruebas nucleares reales en los últimos años, difícilmente puede considerarse el referente con el que Estados Unidos debería calibrar su postura estratégica.
Lo que Trump ha hecho, sea intencionalmente o no, es otorgar una victoria propagandística a Pekín y Moscú, al tiempo que potencialmente acelera la misma competencia nuclear a la que dice responder.
Estados Unidos mantiene la superioridad nuclear no mediante pruebas explosivas, sino a través de sofisticados modelos informáticos y experimentos subcríticos: tecnologías en las que poseemos una ventaja abrumadora.
Al reanudar las pruebas, invitamos a nuestros rivales a reducir sus deficiencias en sus capacidades, mientras dilapidamos la superioridad moral que nos confiere la moderación.
El momento elegido revela la vacuidad de esta decisión. Anunciar la reanudación de las pruebas nucleares apenas unas horas antes de reunirse con Xi Jinping sugiere que se trató menos de una verdadera necesidad estratégica y más de un gesto teatral: una estrategia barata que funciona bien en las redes sociales, pero que complica la diplomacia real.
Cabe preguntarse cómo pretende el presidente negociar seriamente sobre comercio, Taiwán o la estabilidad regional mientras, simultáneamente, intensifica las tensiones nucleares.
Además, esta medida socava décadas de esfuerzos estadounidenses por fortalecer el régimen global de no proliferación.
Si bien es cierto que el Senado nunca ratificó el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, las sucesivas administraciones de ambos partidos reconocieron que la moderación voluntaria de Estados Unidos servía a nuestros intereses al desalentar los ensayos nucleares por parte de otros países.
Ese consenso bipartidista, forjado mediante una cuidadosa consideración de las realidades estratégicas, ahora se ha descartado con ligereza.
El patrón general que se observa aquí es preocupante.
El enfoque de Trump hacia la política nuclear —ya sea amenazando con una ofensiva contundente contra Corea del Norte, retirándose del acuerdo nuclear con Irán o, ahora, reanudando las pruebas de armamento— prioriza sistemáticamente los gestos dramáticos sobre una estrategia paciente.
El problema de una política exterior basada en la retórica belicista es que otras naciones responden de la misma manera, creando una dinámica de escalada que no beneficia a nadie.
Lo que resulta particularmente frustrante es que Estados Unidos enfrenta verdaderos desafíos para gestionar la competencia estratégica con China y Rusia.
La rápida expansión del arsenal nuclear de Pekín merece una atención y una respuesta serias. Pero dicha respuesta debería incluir el fortalecimiento de la disuasión mediante capacidades convencionales, el afianzamiento de las alianzas y el mantenimiento de la ventaja tecnológica que otorga credibilidad a nuestro arsenal nuclear sin necesidad de ensayos explosivos.
En cambio, estamos optando por un camino que probablemente acelerará el desarrollo nuclear chino, al tiempo que encubre las violaciones rusas de las normas de control de armamentos.
La ironía es evidente: un presidente que hizo campaña contra las guerras interminables y el intervencionismo temerario acaba de dar un paso que aumenta la probabilidad de proliferación nuclear y disminuye la certeza de la estabilidad estratégica. Esto no es «paz por la fuerza», sino inestabilidad por la impulsividad.
Si el Congreso conserva algún papel relevante en asuntos de guerra y paz, debería exigir respuestas sobre la justificación estratégica de esta decisión, sus posibles consecuencias y si se consideraron seriamente enfoques alternativos. La potestad de reanudar las pruebas nucleares tras tres décadas de abstención no debería recaer en una sola publicación impulsiva en Truth Social.
La cuestión no es si Estados Unidos posee suficientes armas nucleares; las posee.
La cuestión es si poseemos la suficiente visión estratégica para ejercer ese poder de forma responsable.
En ese sentido, el anuncio de esta semana ofrece una respuesta desalentadora.
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