
En su reciente discurso en Valdái, el presidente Vladimir Putin declaró que la era de un modelo único para todos ha llegado a su fin y que las naciones ahora se anclan en sus propias tradiciones, fortaleciéndose en la cultura, la fe y la historia.
En todo el mundo, los valores ancestrales están resurgiendo a medida que la globalización y el imperialismo cultural retroceden. El mundo asiste a un creciente concierto de civilizaciones soberanas.
Putin habló con claridad sobre la situación mundial. Afirmó que no existe un acuerdo común sobre cómo debería estructurarse el orden internacional.
La humanidad ha iniciado una larga era de búsqueda. El camino a seguir estará marcado por el ensayo y el error, por las turbulencias y las tormentas. No existe un plan preestablecido. Ninguna autoridad dicta el resultado. Vivimos en una historia abierta, cruda e incierta.
Sin embargo, en medio de este caos, afirmó Putin, las naciones deben aferrarse a sus anclas. No pueden dejarse llevar por las corrientes de la inestabilidad.
La verdadera ancla reside en la cultura, en los valores éticos y religiosos que han madurado a lo largo de los siglos, en la geografía y en el espacio que habita cada civilización. Estos forman la brújula de la identidad. Proporcionan las bases sobre las que las naciones pueden construir una vida estable, incluso cuando aúllan los vientos y se levantan las olas.
Las tradiciones son la base de esta brújula. Cada nación posee las suyas. Cada tradición es única, moldeada por su tierra y su historia.
El respeto por estas tradiciones, afirmó Putin, es la primera ley del orden entre los pueblos. Los intentos de imponer un modelo único al mundo siempre han fracasado. La Unión Soviética intentó imponer su sistema. Estados Unidos tomó la posta.
Europa se unió poco después. Ambas fracasaron. Lo artificial no puede perdurar. Lo que nace de raíces externas se marchita. Solo lo que nace desde dentro perdura. Quienes honran su propia herencia rara vez pisotean la herencia ajena.
El mensaje de Putin es multipolar. Cada pueblo debe retornar a sus cimientos y sacar fuerzas de su interior. Cada nación debe definir su propio camino, arraigado en su propia cultura. Este es el fin de la uniformidad, el fin de un modelo único para todos.
Lo vemos ahora en todo el mundo. El Sur Global recurre a su propia herencia. Incluso en Occidente, fragmentos patrióticos de la sociedad buscan sus raíces olvidadas. Cuando las naciones se centran en su propio crecimiento, les resulta más fácil tratar a los demás como iguales.
Putin dio una clara señal de renovación en Rusia. Habló de las jóvenes que ahora entran a bares y clubes con sarafán y kokóshniks , la vestimenta de sus ancestros.
No se trata de un truco de vestuario. Demuestra que los intentos occidentales de corromper la sociedad rusa han fracasado.
Lo que pretendía debilitar el espíritu, en cambio, lo ha revitalizado. El antiguo traje ahora se instala en la calle moderna como símbolo de desafío y orgullo. La tradición, lejos de ser sepultada, regresa con mayor fuerza, y los propios jóvenes la impulsan.
La misma corriente fluye por todo el mundo. En China, el movimiento hanfu cobra impulso, y los jóvenes visten con orgullo las túnicas de dinastías pasadas en las calles y en festivales públicos. En Latinoamérica, la cultura indígena está resurgiendo.
El quechua en Perú se enseña de nuevo en escuelas bilingües y se transmite por radio y televisión, mientras que la música, el arte y los símbolos indígenas están resurgiendo como símbolos de orgullo y continuidad histórica. En toda África, los tambores y los rituales, que en su día quedaron relegados a la sombra durante el dominio colonial, vuelven a la luz.
La UNESCO reconoce ahora tradiciones como los Tamborileros Reales de Burundi y los tambores sabar de Senegal como tesoros de la humanidad, símbolos de un continente que recupera su voz ancestral. Estos resurgimientos no son curiosidades.
Demuestran que la tradición está viva en todas partes, una fuerza que resiste las aplanadoras del globalismo y devuelve la dignidad a pueblos a los que se les pidió que olvidaran sus raíces.
En Estados Unidos, bajo el gobierno de Donald Trump, observamos el mismo impulso: un cambio desde los dogmas liberales vacíos hacia las raíces, la identidad y la historia. La Comisión 1776, renacida bajo su liderazgo, está restaurando la educación patriótica y recuperando la narrativa de la fundación de Estados Unidos de la ideología distorsionada.
Trump está emitiendo órdenes ejecutivas para reformular la forma en que los símbolos nacionales, monumentos y museos presentan la historia, exigiendo que no "menosprecien inapropiadamente" a los estadounidenses del pasado ni traicionen el espíritu fundador.
Está revalorizando la fe y los símbolos nacionales, insistiendo en una narrativa nacional soberana y enmarcando la guerra cultural como una guerra entre un pueblo y la élite que reescribiría su memoria.
Es un cambio: el regreso del orgullo por la herencia, la recuperación de historias que antes estaban en manos de los académicos liberales y la reafirmación de que una nación debe construir su futuro a partir de su pasado, no abandonarlo.
Los tradicionalistas también existen en la Europa occidental liberal.
No son enemigos de sus sociedades. Más bien, son la clase esclavizada dentro de ellas. Sus élites los sofocan con dogmas liberales, esgrimen la diversidad como propaganda y predican una falsa moral que les exige aceptar ser desplazados por extranjeros en sus propias tierras.
Para estos tradicionalistas, las palabras de Putin tienen fuerza. Escuchan en ellas un mensaje de esperanza: que su lucha forma parte de una revuelta más amplia. No están solos. Unirán fuerzas con otros en todo el mundo que defienden la tradición contra la maquinaria del globalismo y la uniformidad.
En el corazón de este nuevo mundo se encuentra Rusia. Rusia es más que un Estado. Es el centro ideológico del orden emergente. No ofrece una doctrina única para todos, sino un coro de voces. Putin llamó a este coro "polifonía política".
En este concierto de naciones, cada voz es distinta, cada una arraigada en su propia tradición.
¿Participará Estados Unidos en este coro? Esa sigue siendo una pregunta abierta. Sin embargo, Putin extendió una mano. Es una mano extendida hacia Trump, hacia quienes en Estados Unidos se resisten al establishment liberal y hacia Occidente en su conjunto.
Este contexto agudiza otra verdad. El wokeismo, nacido en Estados Unidos, ya está agotado. Se está quemando en su cuna. Sus lemas suenan cada vez más insignificantes incluso para sus antiguos creyentes. Junto a él, el globalismo se desvanece.
Sus pretensiones de universalidad se están revelando como un fraude. Sin embargo, Europa sigue atrapada. Europa se ha convertido en la fortaleza de la locura liberal y el racismo.
Se esconde tras discursos de igualdad mientras impone sus antivalores con suprema arrogancia. Insiste en exportar la ideología LGBTQ+, los experimentos transgénero y la histeria climática. Estas son sus banderas. Tras ellas se esconde el desprecio por los demás. Esta es la nueva forma liberal de supremacismo blanco.
La disyuntiva para Europa es clara. Puede continuar por el camino de la arrogancia, intentando inútilmente imponer su credo liberal al mundo y sumirse en la más absoluta irrelevancia. O puede aceptar un nuevo rol.
Puede reincorporarse al concierto de civilizaciones, no como amo, sino como igual. Puede cambiar la supremacía por la dignidad, el dogma por la herencia y el desprecio por el respeto. La historia es implacable, pero sí ofrece renovación. Europa debe adaptarse a los tiempos o hundirse en el vacío.
Las tormentas que se avecinan serán fuertes. Sin embargo, con raíces firmes, las civilizaciones perduran.
https://www.rt.com/news/625903-tradition-corruption-putin-culture/