Entrevista con el historiador Enzo Traverso, a propósito de su nuevo libro, Gaza ante la historia
Celebrado por sus trabajos sobre el Holocausto y el totalitarismo, Traverso publicó ahora un ensayo que interviene en el debate político y mediático en torno a Gaza.
En diálogo con Brecha, sostiene que la narración con la que Israel justifica su genocidio allí es un retorno a prejuicios colonialistas del siglo XIX y «un insulto a las víctimas del Holocausto», al tiempo que critica el paradigma de los «dos Estados».
Traverso es en la actualidad el más célebre de los historiadores de las ideas del siglo XX. Doctor por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, ocupa actualmente la cátedra Susan y Barton Winokur de Humanidades en la Universidad Cornell de Nueva York.
Su trabajo de los últimos 30 años ha abordado las guerras mundiales, el fascismo, los genocidios, las revoluciones y la memoria colectiva.
Algunos de sus trabajos más celebrados son La historia desgarrada: ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, La violencia nazi: una genealogía europea, Los judíos y Alemania: ensayos sobre la «simbiosis judío-alemana», A sangre y fuego: de la guerra civil europea (1914-1945), El final de la modernidad judía: historia de un giro conservador, La historia como campo de batalla: interpretar las violencias del siglo XX, entre otros.
Este año publicó Gaza ante la historia (Akal, 2024), un ensayo en el que se propone «escudriñar con ojo crítico el debate político e intelectual que ha suscitado la crisis de Gaza», «observar los usos públicos del pasado que la acompañan», así como «reflexionar sobre las instrumentalizaciones a menudo cuestionables y a veces despreciables de que este es objeto».
—Primo Levi, en un pasaje de Si esto es un hombre, a propósito del horror y la deshumanización experimentados en su confinamiento en Auschwitz, escribió: «Si desde el interior del campo algún mensaje hubiese podido dirigirse a los hombres libres, habría sido este: no hagáis nunca lo que nos están haciendo aquí». ¿Cómo fue posible que, algunas décadas después, el Estado de Israel se afirme sobre una política de apartheid y supremacismo?
—Esa observación la hizo el propio Primo Levi en 1982, pocos años antes de su muerte, en el momento de la guerra de Líbano, en una entrevista que hizo mucho ruido en la que describió al primer ministro Menájem Beguín como fascista. Es decir que el fenómeno no es nuevo, pero por supuesto ahora está pasando límites extremos. Con ello, la memoria del Holocausto ha cambiado profundamente.
Durante décadas, además de recordar a las víctimas del nazismo, el recuerdo del Holocausto se conformó como una memoria colectiva cuyo sentido fue el «nunca más»: hay que recordar para que nada parecido pueda ocurrir otra vez en el mundo. En ese sentido, la memoria del Holocausto jugó un papel de modelo para construir otras memorias de violencias y de genocidios, por ejemplo, en Latinoamérica y el caso de las víctimas de las dictaduras del Cono Sur.
Pero, después de algunas décadas, la memoria del Holocausto ha tenido una metamorfosis y se volvió una especie de legitimación a priori, incondicional, de la política israelí, que es una política de colonización, de despojo y de opresión de los palestinos.
La memoria del Holocausto fue instrumentalizada –en Estados Unidos se dice weaponized 1– para transformarse en una especie de inocencia ontológica de Israel, que entonces puede hacer lo que quiere, porque siempre lo hace con la legitimidad que surge de su pretensión de representar a las víctimas del Holocausto, con una legitimidad que proviene de la fundación de Israel como respuesta al Holocausto.
Hay que contestar esta narración, que es una mentira y que se puede decir que es un insulto a las víctimas del Holocausto, porque la paradoja realmente innoble es que la memoria de un genocidio es reivindicada para justificar otro genocidio.
Esa es una paradoja vergonzosa que puede tener consecuencias muy graves. Porque si ahora rechazar el genocidio en Gaza significa ser antisemita, la conclusión que se podría sacar es que el antisemitismo no es tan malo. Si la memoria del Holocausto sirve para legitimar el genocidio de los palestinos, entonces no sería tan buena memoria.
Muchos incluso empezarán a pensar que el Holocausto no existió, que es un mito creado por Israel con el objetivo de defender su política. Entonces, la paradoja es que esa instrumentalización política de la memoria del Holocausto y del antisemitismo puede tener como consecuencia última la legitimación del antisemitismo o el negacionismo.
—Históricamente, las ultraderechas occidentales fueron profundamente antisemitas, no solo en Europa, también en América Latina. Hoy esa misma ultraderecha hace de la estrella de David su emblema y de Benjamin Netanyahu un referente, mientras, como decías, acusa de antisemitismo a toda expresión de solidaridad con Palestina. ¿Cómo puede entenderse este viraje y qué consecuencias tiene?
—Precisamente, la transformación de la memoria del Holocausto es el espejo de otra metamorfosis tanto o más importante. Otra paradoja: las extremas derechas son hoy muy filosionistas, muy vigorosas en su apoyo incondicional al Estado de Israel y su política.
Es el caso de mi país, donde la jefa de gobierno, Giorgia Meloni, heredera orgullosa del fascismo en Italia, una tradición política que instaló las leyes antisemitas de 1938 y fue cómplice del Holocausto, hoy se apropia de la memoria del Holocausto y la reivindica para legitimar su fuerza política.
Es un fenómeno generalizado. Las extremas derechas han logrado una respetabilidad que no tenían antes. La reivindicación de la memoria del Holocausto y el apoyo incondicional a Israel son también los medios para legitimar sus propias políticas xenófobas e islamófobas.
Este es un fenómeno perverso que se dibujó en las últimas dos décadas, y produce el riesgo de debilitar la conciencia histórica común, la conciencia política, la definición misma de qué son los derechos humanos, qué significa luchar en contra de la opresión, la exclusión y el racismo, en un paisaje que se hace confuso, borroso, donde se invierten los términos de las cosas.
—Tu ensayo desarma el relato que presenta a Israel como una isla de civilización y democracia en una región oscurantista y fundamentalista. Ubicás al sionismo dentro de la genealogía intelectual del pensamiento antiilustrado y señalás que asistimos a una suerte de retorno al siglo XIX, cuando Occidente llevaba a cabo genocidios en nombre de la «civilización» contra la «barbarie». Ahora Netanyahu está llevando la guerra a toda la región. ¿Cómo ocurrió este proceso histórico de incorporación de Israel a Occidente y su conformación –tomando tu expresión– como «Estado teológico-colonialista»?
—Hay una visión que fue, y quizá aún es, bastante común en la cultura de izquierda, que es la de Israel como un Estado que fue creado por el imperialismo para defender sus proyectos geopolíticos en el mundo árabe. En realidad, Israel nació en circunstancias históricas bastante extraordinarias después de la Segunda Guerra Mundial, en virtud de un acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y otro con Reino Unido, en un momento de consenso del bloque aliado.
El último momento de unidad de la coalición antinazi. Cuando Israel fue creado en virtud de este voto en las Naciones Unidas, ya la Guerra Fría había empezado y esta coalición había sido desmantelada, pero Israel nació también con el soporte de la Unión Soviética. Israel combatió la primera guerra árabe-israelí con armas que llegaban de la República de Checoslovaquia. Se volvió más tarde un puesto de avanzada de los intereses geopolíticos de Estados Unidos en la región.
Yo diría que ese papel se hace claro a partir de 1967, con la guerra de los Seis Días. A partir de aquel momento se difunde una narración que es la que hoy repiten la gran mayoría de los jefes de gobierno del mundo occidental, que describe a Israel como una isla democrática rodeada de un oscurantismo islamista. Este discurso, que no es nuevo, después del 7 de octubre de 2023 se volvió muy fuerte a través del bombardeo mediático.
Lo que yo observo es una especie de renacimiento y revitalización espantosa de un viejo prejuicio orientalista. Es decir, una visión dicotómica del mundo en la que está, por un lado, Occidente como la encarnación de la racionalidad, del progreso y de los derechos humanos, y, por otro lado, el mundo árabe y el islam como la encarnación de la barbarie, del fanatismo y del oscurantismo. Es el discurso que Netanyahu hizo en las Naciones Unidas hace pocas semanas y es una especie de cliché.
Lo que me sorprende es que este discurso, que nació en el siglo XIX con el objetivo de legitimar la idea del colonialismo como misión civilizadora, vuelva a proponerse hoy, en el mundo global del siglo XXI. Pudiera parecer ridículo si no fuese trágico, porque es el discurso de la campaña mediática que justifica un genocidio en curso.
—Planteás que la consigna «Desde el río hasta el mar, Palestina será libre», lejos de ser una expresión antisemita, es una consigna que tiene un pasado ligado a un proyecto de una federación o Estado laico binacional, que defendían por igual la Organización para la Liberación de Palestina [OLP], corrientes de la izquierda israelí antisionista y numerosos intelectuales judíos y palestinos de diferentes épocas. ¿Cuál es el alcance de esa consigna en la coyuntura actual?
—Es el eslogan de las manifestaciones contra el genocidio en Gaza, y es una vieja consigna del movimiento de liberación nacional palestino. Tiene algunas variantes, como: «From the river to the sea everyone must be free» («desde el río hasta el mar, todo el mundo debe ser libre»). Decir que este eslogan es antisemita es, primero que nada, demagógico, desde el momento en el que, en los hechos, desde el río hasta el mar, el Ejército israelí tiene control sobre todo el territorio.
Yo creo que los palestinos tienen toda la legitimidad para reivindicar su liberación y su libertad entre el río y el mar. Decir que es una consigna antisemita significa asumir que la libertad puede ser definida solamente en términos excluyentes. Una concepción en la que mi libertad implica la negación de tu libertad y viceversa.
Hay una realidad muy clara. Hay una tierra que se llama Palestina, que es ocupada por un Estado (Israel), en la que hay dos pueblos que están compenetrados, que no están geográficamente separados y que tienen el mismo tamaño (7 millones de judíos y 7 millones de árabes de distintas religiones, en su gran mayoría musulmanes). Entonces, ¿qué se puede hacer? El proyecto de los dos Estados, que siempre se repite como una especie de fetiche, desde mi punto de vista, es hoy imposible de aplicar.
O solo podría lograrse a través de un proceso paralelo y cruzado de limpiezas étnicas, para crear dos territorios étnicamente homogéneos. Pero eso sería una tragedia, una enorme regresión histórica. La solución de los dos Estados es la consecuencia de la transposición a Oriente Medio de un modelo europeo de Estado nación. En Europa este modelo hizo estragos enormes si pensás en Europa central, que era un mosaico de culturas, idiomas, religiones, naciones y grupos étnicos que convivían ocupando el mismo territorio, enriqueciéndose recíprocamente por esta coexistencia.
Pensá en el pluralismo lingüístico de las capas intelectuales de Europa central, que podían pasar de un idioma a otro porque eran los idiomas del espacio en el cual vivían. Toda esa diversidad y pluralismo, toda esa riqueza, fue destruida creando Estados nación homogéneos, que nacieron por expulsiones, deportaciones y limpiezas étnicas. Eso ocurrió en Europa central entre las dos guerras, después de la Segunda Guerra Mundial y en la década de 1990 en la ex-Yugoslavia. No es mi papel decir lo que tienen que hacer los palestinos y los israelíes, pero me parece que la idea de un Estado binacional, que puede ser una federación u otra forma, es un proyecto mejor.
—El proyecto que defendía Edward Said.
—Es un proyecto que Edward Said recuperó y reivindicó en la década de l990, pero al principio era el proyecto de la OLP, también de corrientes de la izquierda israelí como el Mazpen, así como de muchos intelectuales judíos, árabes y palestinos. También de ciertas corrientes «sionistas culturales» en la primera mitad del siglo XX, que reivindicaban la creación de un hogar nacional judío en Palestina, no de un Estado judío. La idea es crear un Estado cuya forma institucional deberá inventarse, pero que pueda garantizar una total igualdad de derechos democráticos, religiosos, lingüísticos y de todo tipo para todos sus ciudadanos, sean cuales sean sus orígenes y sus pertenencias.
En este caso, es bastante obvio que sería un Estado por lo menos con dos idiomas oficiales, así como hay muchos Estados que tienen dos o tres idiomas oficiales o más, y son Estados que viven muy armoniosamente. O que tienen sus problemas, pero en donde, en cualquier caso, la idea de un genocidio es absolutamente inconcebible.
Aquí quiero retomar lo de la definición de Israel como Estado teológico. Israel se define oficialmente después de 2018 como un Estado judío, es decir, reservado a los judíos, para los judíos. Hay ciudadanos israelíes (unos 2 millones o más) que no son judíos, y que inevitablemente son ciudadanos de segunda clase y son escindidos de un conjunto de derechos.
El ser judío se puede definir solamente en términos de su origen religioso, a pesar de que hay ciudadanos israelíes que son ateos, anticlericales o que pueden tener las identidades más diversas. Esa es la fundación teológico-política de Israel, a pesar de las formas secularizadas que el Estado pudo tomar, y esta es la contradicción espantosa que caracteriza a todos los defensores del Estado de Israel.
Porque, por ejemplo, en Estados Unidos, nadie se animaría a decir que su país tiene que ser un Estado reservado a los blancos de origen anglosajón y religión protestante. Una idea así sería rechazada y aparecería como algo absurdo para el 99 por ciento de los ciudadanos de un país donde Asian American, Italian American, Jewish American, African American o Native American son identidades normales que conviven.
Los mismos que piensan que esa pluralidad es la esencia de Estados Unidos te dicen que es antisemitismo contestar la concepción del Estado de Israel como Estado judío. Un Estado etnorreligioso en el siglo XXI es una aberración, es un anacronismo. Decir esto me parece banal por lo obvio, pero necesario ante la campaña de criminalización contra el antisionismo.
—El Estado laico binacional es un horizonte que también se ve muy lejano en la actualidad. ¿Cuáles serían sus condiciones históricas y políticas?
—Lo que yo planteo es una perspectiva histórica. En largo plazo no veo una alternativa mejor, más interesante o más viable. En el contexto actual, esa opción por supuesto es imposible por la oposición tanto de los israelíes como de los palestinos, porque hay un genocidio en Gaza, una radicalización de la colonización en Cisjordania, la anexión de Jerusalén Este y la extensión del conflicto a Líbano. Hay dos pueblos traumatizados. Israel porque por primera vez después de su creación fue golpeado en su propio territorio, en el territorio que se suponía iba a proteger al interior de las fronteras del Estado, y porque el 7 de octubre fue una masacre de civiles. Eso traumatizó a los israelíes.
El resultado es que hoy nadie en Israel, salvo algunas voces y pequeños movimientos, está en contra de la guerra. Y por el lado de los palestinos, hay una desconfianza total en la posibilidad de un acuerdo con Israel porque el 7 de octubre nació del fracaso de los Acuerdos de Oslo y del sabotaje permanente por Israel de toda posibilidad de abrir un camino hacia los dos Estados. En este contexto, es muy probable que la solución de un Estado binacional solo pueda ser lograda pasando a través de varias etapas, unas de las cuales serían dos entidades estatales.
En este marco, no tengo duda de que el reconocimiento de un Estado palestino por los Estados de América Latina y de la Unión Europea sería un paso adelante muy significativo. Eso es cierto. Pero hay que ser consciente de cuál es el horizonte, porque de otra manera la perspectiva que propone hoy Estados Unidos (y Netanyahu quiere sabotear incluso eso) es una de «dos Estados» que en los hechos sería Israel, más dos simulacros de territorios autónomos: un par de bantustanes palestinos. Esa es hoy la perspectiva, con la complicidad de la Unión Europea. Lo digo con decepción y casi con vergüenza porque soy europeo.
—¿Qué efectos puede tener el triunfo de Donald Trump en la situación actual?
—Es muy difícil contestar esta pregunta porque Trump no tiene una agenda y su manera de funcionar es a veces impredecible. Hay algunas señales y también un precedente: en su primera presidencia, Estados Unidos trasladó su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, legitimando así la anexión de Jerusalén Este. Ahora Trump designó como embajador a un fundamentalista evangélico que es defensor a ultranza de la colonización de Cisjordania, y que incluso participó en la financiación de esa colonización. Hay personalidades que aportaron a la campaña de Trump que han participado abiertamente en la campaña por la colonización judía de Gaza.
Entonces, por una parte, están todas las premisas para una catástrofe: su promesa de acabar rápido la guerra podría ser «vamos a cumplir la etapa final, que es la expulsión de los palestinos y la recolonización de por lo menos una mitad de Gaza». Esa es una posibilidad. Pero, por otra parte, no creo que Trump esté dispuesto, como lo estuvo el gobierno de Biden, a seguir enviando armas y dinero sin límites.
También hay otros elementos geopolíticos que juegan su papel. No puedo analizarlos todos, pero sabemos cuál es la relación del gobierno de Trump con el capitalismo neoliberal, y el capitalismo no puede permitirse ahora una crisis mayor debido a la caída del precio del petróleo por causa de un conflicto abierto con Irán. Trump es muy cuidadoso de eso y tiene una estrategia de fortalecimiento de las relaciones con el mundo árabe.
Y el mundo árabe, que no rompió sus relaciones con Israel frente al genocidio, tampoco va a poder aceptar pasivamente la recolonización de Gaza. Entonces, creo que la política de Trump será el resultado de esa correlación de elementos. Israel hoy está en una especie de espiral de radicalización, de hýbris ciega.
Está haciendo guerras por todos lados, está listo para bombardear los sitios nucleares en Irán, etcétera. Pero no tiene la capacidad de seguir por sí solo así por un año o dos. Ya está viviendo una crisis económica espantosa, y solo podría seguir así con un soporte exterior permanente. Por lo tanto, hay un conjunto de incógnitas a resolver.
También hay otras dinámicas que son muy peligrosas. Por ejemplo, por causa de la situación que hay en Israel de control de la opinión pública y de los medios de comunicación, el ciudadano israelí medio no tiene una idea muy clara de lo que está ocurriendo en Gaza (véase «La nueva Esparta», Brecha, 11-X-24).
Los medios de comunicación hablan todos los días del 7 de octubre, de los fanáticos palestinos, del terrorismo, pero no de lo que está haciendo Israel en Gaza. En este contexto, lo que ocurre es que muchos israelíes que están en contra de la guerra, que rechazan a Netanyahu, que no pueden seguir aceptando lo que está pasando, ante la situación de union sacrée que impone una actitud de apoyo compacto al gobierno, se están yendo de Israel.
Y al mismo tiempo hay una nueva ola de inmigración a Israel por parte de sionistas fanáticos, sobre todo de Francia, que van a combatir para defender la causa del «Gran Israel», de la colonización de «Judea y Samaria» [nombre colonial de inspiración religiosa que Israel da a la Cisjordania palestina, N. de E.]. La combinación de estos dos procesos es muy peligrosa.
—Señalás que la acción internacional es clave para sostener la política de Israel, pero también lo es para enfrentarla. ¿Cómo ves la situación actual de la solidaridad internacional con Palestina?
—Gaza es una causa palestina y del Sur Global en su conjunto. Pude verlo en América Latina, que no es una región particularmente islamizada, sino mucho más católica. También en los países que atravesaron procesos de descolonización en el siglo XX. Allí la identificación es casi natural.
La declaración del jefe de gobierno de Sudáfrica fue el comienzo del proceso en Naciones Unidas para reconocer el genocidio. También en Irlanda, que es el único país europeo que ha conocido el colonialismo no como colonizador, sino como colonizado, que sabe qué significan el despojo, la privación de derechos, las humillaciones. Los movimientos que se han dado en las universidades, que son antenas de la sociedad civil. En el caso de Estados Unidos, las universidades tienen estudiantes que llegan de todo el mundo, y los estudiantes estadounidenses tienen ellos mismos orígenes diversos.
Los afroamericanos se identifican con los palestinos porque los ven como víctimas de racismo.
Hay además estudiantes provenientes de Asia, de África y de América Latina que ven en la causa palestina una causa antiimperialista o anticolonial. Hay judíos muy activos en el movimiento en contra de la guerra por su rechazo a la política sionista de Netanyahu. Ese es el impacto de Gaza y yo creo que las cosas no van a calmarse. Hay muchos frentes abiertos, es una guerra global.
Las manifestaciones en Estados Unidos en contra de la guerra y en solidaridad con Palestina abren otro frente, y quienes se movilizan saben que si el movimiento se hace poderoso será capaz de bloquear el soporte militar y financiero a Israel, como pasó en la época de la guerra de Vietnam.
Nota
De weapon, «arma», «convertida en arma»
Agustín Cano desde Ithaca, Nueva York
Brecha, 28-11-2024
Correspondencia de Prensa, 29-11-2024
https://correspondenciadeprensa.com/?p=44817