***La última batalla de Yahya Sinwar ha dejado al descubierto la debilidad de Israel, exponiendo la verdad sobre su “heroico ejército” que sólo sobrevive manteniéndose a distancia y protegiéndose tras maquinaria blindad, incapaz de enfrentarse a sus enemigos cara a cara.
Cuando los soldados israelíes se convencieron de que tenían delante el cuerpo de Yahya Sinwar se apresuraron a publicar sus fotos. Por fin habían conseguido la imagen de la victoria, la prueba del poder de Israel para alcanzar a sus enemigos y abatir a su adversario más resuelto.
En su prisa por declarar la captura de su valioso premio, los soldados no aparecían como vencedores, sino como un variopinto grupo de asaltantes tribales reunidos en torno al cuerpo sin vida de un enemigo caído.
Su victoria no fue un triunfo, sino una muestra de la desesperación de un ejército y un pueblo perdidos en la niebla de la conquista que se aferran a la ilusión del poder.
Aunque sigue siendo incierto, parece que la foto se difundió sin aprobación previa y antes de que Israel pudiera elaborar cuidadosamente el relato de su martirio.
A pesar del poder del censor militar y del férreo control de la información, Israel se apresuró a filtrar su éxito, sin apenas darse cuenta de que esas imágenes desentrañarían el relato que llevaba un año construyendo en torno a Sinwar y echarían por tierra su retrato de líder cínico e indiferente al sufrimiento de su pueblo.
Por el contrario, la «imagen de la victoria» puso de manifiesto la fragilidad de la historia que Israel quería contar, diseñada para convertir a los líderes palestinos en diabólicos y proyectar sobre ellos la cobardía y corrupción de su propio «Rey Bibi» (Netanyahu) y para sembrar divisiones en el seno de la sociedad palestina.
El uniforme militar, la kufiya que envolvía su rostro, su bravo último desafío: todo ello contenía la esencia del momento final de Sinwar.
Se trataba de un líder que no cayó a través de una operación precisa de inteligencia ni quedó atrapado en un oscuro túnel rodeado de cautivos, como Israel quiere hacernos creer, sino que fue asesinado en combate cuando sus enemigos, temiendo su propia muerte, le dispararon proyectiles de tanque desde la distancia en lugar de enfrentarse a él cuando estaba de pie frente a sus drones y máquinas.
Cuando comparamos a los líderes palestinos e israelíes el contraste no puede ser mayor. Estos últimos luchan por su supervivencia política, ocultando sus ambiciones con un lenguaje de guerra existencial, mientras los líderes palestinos luchan con uñas y dientes, aferrados al suelo que pisan, lanzando palos a los drones.
Los dirigentes israelíes manejan la retórica desde la distancia, mientras que los palestinos sangran en primera línea del frente.
Los líderes israelíes envían a sus hijos a tierras lejanas y seguras al otro lado del océano, mientras que los palestinos se ofrecen ellos mismos y a sus familias, sin encontrar otro refugio que la promesa de la resistencia.
Sus propios periódicos describen a los dirigentes israelíes como “psicópatas”, manipuladores, calculadores e indiferentes, incluso, a la suerte de los cautivos israelíes. Mientras tanto, los líderes palestinos están combatiendo y muriendo para liberar a sus propios prisioneros. El contraste entre una dirigencia motivada por su mantenimiento en el poder y otra ligada a la lucha por la liberación y sus sacrificios, tanto personales como colectivos no podría ser más agudo.
El poder mítico de la fuerza
Israel cree que los asesinatos tienen el poder de desmantelar la resistencia, que matar a un líder puede acabar de algún modo con la lucha. Aunque Sinwar no fue asesinado como se imaginaba, este mito sigue anclado en la convicción de que los árabes son poco más que tribus desorganizadas a punto de desmoronarse con la muerte de su «jeque».
A Israel le ha costado cara la creencia en esta fantasía racista y orientalista, especialmente cuando subestimó la fuerza de Hamás antes del 7 de octubre. Esa misma mentalidad confunde venganza con victoria, castigo con éxito militar, y táctica con cambio estratégico, una mentalidad que supone que sólo los israelíes construyen instituciones y poseen la capacidad de formas creativas de organización.
Los informativos israelíes calificaron la muerte de Sinwar de «cambio sustancial», revelando una mentalidad que subraya hasta qué punto Israel malinterpreta la intrincada dinámica de un movimiento mucho más complejo de lo que desea reconocer.
Además, apunta al deseo profundo de muchos israelíes de señalar a las fuerzas derechistas que conducen al país hacia una guerra perpetua, con sus cada vez más complejos enredos en múltiples frentes, que ha llegado el momento de un acuerdo político.
Como sugerían en sus cánticos los manifestantes israelíes que exigían un alto el fuego y un intercambio de prisioneros: «Ya tenéis a vuestro Sinwar, ahora traed a casa a nuestros prisioneros de Gaza».
A fin de cuentas, la muerte de un hombre no ha contribuido a modificar las placas tectónicas de la guerra y no ha alterado el compromiso más profundo de Israel con la expansión y la limpieza étnica. El declive económico sigue su marcha y las fracturas en el seno de la sociedad israelí siguen siendo profundas y sin cicatrizar.
Sus contradicciones subyacentes no solo no han desaparecido sino que han quedado expuestas de un modo aún más evidente, colocando a Israel en un atolladero del que ningún asesinato puede ofrecer una salida.
Cuando [el empresario y yerno de Donald Trump] Jared Kushner, ese niño privilegiado por antonomasia, se jactó alegremente en X (antes Twitter) de que el asesinato de [el líder de Hezbolá, Hasán] Nasralá era una victoria monumental que prometía invertir la marea en la región, ofreció una rara pincelada de la precaria y artificial sensación de confianza de Israel.
Su triunfalismo delataba una profunda ansiedad que ha ensombrecido durante mucho tiempo la política israelí, y casi se podía oír el eco de una nación desesperada por cerrar la ruptura existencial creada el 7 de octubre. Pero la herida abierta por aquel día es mucho más profunda de lo que cualquier asesinato pueda reparar.
En esto, Israel ha mostrado una notable incapacidad para aprender de la historia, depositando una fe cuasi mítica en el poder de la fuerza y sin comprender que la historia ha cambiado bajo sus pies. Tal vez en otros tiempos, en condiciones específicas, un asesinato podría haber proporcionado la victoria que Israel ansiaba tan desesperadamente, pero hoy el cálculo ha cambiado.
Las viejas herramientas de las operaciones encubiertas, los asesinatos selectivos o incluso las campañas de castigo a gran escala ya no consiguen el tipo de resultados concluyentes que prometían antaño.
En primer lugar, el campo de batalla ya no se reduce al terreno físico sino que se ha expandido al ámbito de la percepción, en el que Israel muestra su desesperación más que su preponderancia. En segundo lugar, palestinos y árabes han creado organizaciones sociales, ideológicas y políticas que sobreviven a sus dirigentes.
Aunque existen vínculos emocionales con determinados líderes, el impacto de un único asesinato sigue siendo, en el mejor de los casos, táctico. Los palestinos y los árabes se han acostumbrado a la pérdida de sus líderes y, a través de su prolongado enfrentamiento con Israel, se han adaptado en consecuencia.
Este es el caso de Yahya Sinwar, cuya muerte puede haber ofrecido a Israel una fugaz sensación de regocijada venganza.
La momentánea indulgencia de Israel con sus sombríos rituales de celebración, como nación que parece encontrar consuelo en el espectáculo de la muerte, encontró una ocasión para reunirse en torno al mito de la invencibilidad. Pero a pesar del fervor con el que se enmarcó la muerte de Sinwar, esta distaba mucho de ser el «cambio sustancial» transformador que Israel deseaba proyectar.
El niño y la imaginación
La vida de Yahya Sinwar es un reflejo de la vida de la propia resistencia palestina. Nacido en el campo de refugiados de Jan Yunis, donde la existencia se inicia en estrechos callejones, creció en un mundo en el que los niños juegan a “árabes y soldados”, una versión del juego del escondite que imita la brutal realidad en la que están destinados a vivir.
En el juego, los niños representan los papeles que pronto conocerán demasiado bien: los soldados chillando y disparando, y los árabes escapando y tirando piedras.
En esos estrechos corredores, bajo el imperturbable cielo y la siempre presente amenaza de las máquinas de muerte que se ciernen sobre ellos, la vida se revela no como un sueño lejano, sino como un campo de batalla.
En esas calles sitiadas la inocencia se erosiona rápidamente y la lucha por la supervivencia se convierte en el único lenguaje posible. En esas calles y callejones es donde la resistencia nace y se configura, no como elección sino como una necesidad grabada en las vidas de aquellos para quienes el enfrentamiento es el único camino hacia la dignidad.
Sinwar creció como siempre han crecido los palestinos, imaginando constantemente un mundo diferente donde la dignidad y la libertad son algo más que sueños lejanos. Vivir bajo la ocupación es vivir con una eterna pregunta: “¿qué se puede hacer?”.
Es una pregunta que no se plantea en términos abstractos, sino en la lucha diaria contra una realidad que niega la propia existencia. Hay muy poco tiempo para intelectualizar o teorizar, y quizá aún menos para desenmarañar la red de relaciones que produce el campo de refugiados. Para Sinwar, como para tantos otros, esta pregunta es una fuerza que le guía, una llamada a la acción que resuena en las estrechas calles de Jan Yunis y más allá, dando forma a su vida como ha dado forma a las vidas de innumerables palestinos, exigiendo no sólo la supervivencia, sino la creación de un nuevo mundo a partir de las ruinas del viejo.
A medida que los palestinos crecen, algunos terminan acomodándose a un mundo que les ha rechazado constantemente, agotados por el poder implacable de la maquinaria encarceladora de Israel o de su capacidad para matar.
El peso de esta maquinaria se alza imponente, como una fuerza que no solo encarcela los cuerpos sino que reprime los sueños. Para algunos, el miedo a desaparecer entre rejas es demasiado pesado para cargar con él y optan por retirarse para sobrevivir, transigiendo con un sistema que parece ineludible.
La desilusión se acentúa a medida que los camaradas, anteriormente unidos por un juramento compartido y secretos comunes, traicionan la causa, eligiendo la seguridad personal en lugar de la lucha colectiva. En esta realidad fracturada, el tirón de la resistencia aún perdura, pero para quienes han visto de cerca la traición y la derrota, suele ir acompañado del amargo conocimiento de lo que se ha perdido en el camino. Cuando se plantea la cuestión de lo que hay que hacer, se repliegan tras puertas cerradas o maldicen a quienes toman la iniciativa.
Sinwar no fue uno de esos que se rinden al miedo o a la decepción. Él siguió jugando a “árabes y soldados” toda su vida, aunque lo que estaba en juego ya no era un entretenimiento infantil. Para él, el juego se transformó en una lucha de toda la vida, en el que los papeles eran reales y el campo de batalla se extendía más allá de los callejones de Jan Yunis. Los soldados ya no eran imaginarios ni las piedras eran simbólicas.
Sobresalió en esos juegos, sacando a la luz el deshonor, la cobardía y la incapacidad de los soldados para luchar cuando las máquinas no estaban allí para protegerlos contra el fuego palestino el 7 de octubre, cuando su ejército se derrumbó como un castillo de naipes.
Sinwar puso de manifiesto la verdad sobre el “heroico ejército” de Israel que solo sobrevive a distancia, protegido por corazas y blindados y con total dependencia del excesivo uso de la potencia de fuego.
El mito de la valentía y el enfrentamiento directo se desvaneció hace tiempo, sustituido por un ejército que huye del enfrentamiento cercano y prefiere golpear desde la seguridad de los drones, la artillería y los bombardeos aéreos. La resistencia final de Sinwar mostró al desnudo este miedo: el de un ejército incapaz de mirar al enemigo cara a cara, que recurre a la destrucción a distancia, que reduce al mínimo el riego del verdadero combate.
Israel decidió bombardear a un combatiente herido que ya había perdido su arma, no por necesidad, sino por el placer de aniquilar y el miedo a encontrar ellos mismos la muerte. En vez de capturarlo –algo que podría haber proporcionado no solo valiosa información sino también la potente imagen de un líder capturado con vida– Israel optó por asesinar al hombre al que podría haber torturado para conseguir información sobre sus prisioneros.
De ese modo sacrificó una victoria potencialmente estratégica en pro de una destrucción inmediata, exponiendo la cobardía de su maquinaria bélica.
La decisión no constituye ninguna anomalía sino que refleja el enfoque general de Israel ante el conflicto: destrucción sobre estrategia, o, más bien, destrucción y masacres como estrategia. Su método está basado en el miedo y la poca disposición a enfrentarse a la resistencia palestina y en que el campo de batalla no puede ganarse solo por la fuerza.
El único valor que muestra Israel en la actualidad es el valor para emplear su maquinaria bélica de fabricación estadounidense.
Sin embargo, el influjo de Yahya Sinwar no se debió a que poseyera ningún poder singular. Su éxito radicó en algo mucho mayor: un movimiento de resistencia disciplinado, altamente organizado y competente que había sido meticulosamente construido y sostenido, incluso durante sus largos años entre rejas.
Por eso su historia no es sólo la de un enfrentamiento personal, sino la de una fuerza colectiva que ha sido capaz de volver a colocar a Palestina en el centro del tablero y de inquietar al imperio y a sus gestores. Recordó a los israelíes que los palestinos no cederán ni se someterán, y que la palabra rendición no está en su vocabulario.
Como respuesta, Israel escogió el camino del genocidio y lo hizo a conciencia, deliberada y cobardemente. Puso en marcha su fantasía pueril de construir una nación mediante la destrucción, de borrar a un pueblo y su historia para asegurar su propia frágil existencia.
Al elegir el exterminio en vez de la reconciliación, Israel ha demostrado su bancarrota moral y política, la vacuidad de su relato y la interminable resistencia que seguirá surgiendo de los escombros.
Sinwar abrió el abismo más profundo de la autocomprensión de Israel, plenamente consciente de que hacerlo le costaría la vida.
El niño de Jan Yunis, que una vez jugó a “árabes y soldados” en los estrechos callejones del campo de refugiados, se convirtió en el hombre que obligó a Israel a enfrentarse a sus propios miedos y a deshacer sus ilusiones, perseguido aún por la cuestión de su existencia y dirigiéndose a la muerte por su propia espada.
Incluso si Israel aniquila a todos los palestinos, el mundo sabrá la verdad: no fueron los israelíes quienes vencieron, sino sus máquinas.
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo