(Dedicado a la memoria de William Pomerance)
Primera tesis
Los “posmarxismos” surgen regularmente en aquellos momentos en que el propio capitalismo sufre una metamorfosis estructural.
El marxismo es la ciencia del capitalismo o, mejor aún, para profundizar de una vez ambos términos, es la ciencia de las contradicciones inherentes al capitalismo.
Esto significa, por una parte, que es incoherente celebrar la “muerte del marxismo” al mismo tiempo que se anuncia el triunfo definitivo del capitalismo y del mercado. Este último parecería más bien augurar un futuro seguro para el primero, dejando de lado la cuestión de cuán “definitivo” podría ser su triunfo.
Por otra parte, las “contradicciones” del capitalismo no son una disolución interna informe, sino relativamente legales y regulares, y sujetas al menos a teorización a posteriori. Por ejemplo, en un momento dado del capitalismo, el espacio que controla terminará por saturarse con las mercancías que es técnicamente capaz de producir. Esta crisis es, entonces, sistémica.
El capitalismo no es simplemente un sistema o modo de producción, sino el modo de producción más elástico y adaptable que ha aparecido hasta ahora en la historia de la humanidad y que ha superado con anterioridad este tipo de crisis cíclicas, mediante dos estrategias básicas: la expansión del sistema y la producción de tipos de mercancías radicalmente nuevos.
La expansión del sistema.
El capitalismo siempre ha tenido un centro, recientemente la hegemonía de Estados Unidos y antes la de Inglaterra.
Cada nuevo centro es espacialmente más grande y más inclusivo que los centros anteriores, y abre así un territorio más amplio para la mercantilización en general, y para nuevos mercados y nuevos productos por igual.
Según una versión algo diferente de la narrativa histórica, podemos hablar de un momento nacional del capitalismo que surgió a partir de la revolución industrial del siglo XVIII.
Este primer momento es el que el propio Marx experimentó y teorizó, aunque proféticamente. Fue seguido a fines del siglo XIX por el momento del imperialismo, en el que se rompieron los límites de los mercados nacionales y se estableció una especie de sistema colonial mundial.
Finalmente, después de la Segunda Guerra Mundial y en nuestra propia época, el antiguo sistema imperial fue desmantelado y se estableció en su lugar un nuevo “sistema mundial”, dominado por las llamadas corporaciones multinacionales.
El momento actual de un capitalismo “multinacional” se encuentra en un delicado equilibrio (tras la desaparición de la Unión Soviética) entre los tres centros de Europa, Estados Unidos y Japón, cada uno con su inmenso hinterland de estados satélites.
Este tercer momento, cuyas convulsas etapas de surgimiento no se completaron realmente hasta el fin de la Guerra Fría (si es que se completó entonces), es claramente mucho más “global” que la era precedente del imperialismo.
Con la “desregulación” (por así decirlo) de las inmensas áreas de la India, Brasil y Europa del Este, hay un margen para la penetración del capital y del mercado cualitativamente mayor que en etapas anteriores del capitalismo.
¿Debemos entonces considerar esto como el logro definitivo de lo que Marx profetizó como el mercado mundial y, por lo tanto, la etapa final del capitalismo, que incluye, entre otras cosas, “la mercantilización universal de la fuerza de trabajo”? Es dudoso.
La dinámica interna de clase del nuevo momento apenas ha tenido tiempo de resolverse, en particular el surgimiento de nuevas formas de organización laboral y de lucha política apropiadas a la escala en que la “globalización” ha transformado el mundo de los negocios.
La producción de tipos radicalmente nuevos de mercancías.
Existe un segundo requisito para superar las crisis sistémicas: es decir, el recurso a innovaciones e incluso “revoluciones” en la tecnología.
Ernest Mandel hace que estos cambios coincidan con las etapas que acabamos de describir: la tecnología del vapor para el momento del capitalismo nacional; la electricidad y el motor de combustión para el momento del imperialismo; la energía atómica y la cibernética para nuestro propio momento de capitalismo multinacional y globalización, que algunos han llegado a etiquetar como posmodernidad.
Estas tecnologías son a la vez productoras de nuevos tipos de mercancías y útiles para abrir nuevos espacios mundiales, “reduciendo” así el globo y reorganizando el capitalismo según una nueva escala.
Este es el sentido en el que las caracterizaciones del capitalismo tardío en términos de información o cibernética son apropiadas (y muy reveladoras culturalmente), pero necesitan ser acopladas nuevamente con la dinámica económica de la que tienden a separarse con bastante facilidad , retórica, intelectual e ideológicamente.
Si se aceptan las líneas generales de esta periodización del capital, resulta evidente enseguida que los diversos “posmarxismos” de, en particular, Bernstein a finales del siglo pasado o del posestructuralismo en los años 1980, junto con su postulada “crisis” o “muerte” del marxismo, han sido simultáneos precisamente a aquellos momentos en que el capitalismo se reestructura y se amplía prodigiosamente.
Y a estos, a su vez, les han seguido diversos proyectos teóricos del marxismo más moderno –o incluso posmoderno en nuestra época– que intentan teorizar las dimensiones nuevas e inesperadas que ha asumido su objeto de estudio tradicional, el capitalismo como tal.
Segunda tesis
El socialismo como visión de la libertad —libertad de restricciones económicas y materiales indeseables y evitables, libertad para la praxis colectiva— se ve amenazado en nuestros días en dos niveles ideológicos a la vez: el de la “lucha discursiva” (en palabras de Stuart Hall) en una discusión con el thatcherismo mundial sobre el sistema de mercado; y el que juega con ansiedades y temores antiutópicos aún más profundos al cambio.
Los dos niveles se implican claramente entre sí, en la medida en que el argumento del mercado presupone un conjunto de puntos de vista sobre la naturaleza humana que la visión antiutópica luego ensaya de maneras más apocalípticas y libidinosas.
La lucha discursiva (en contraposición al conflicto ideológico abierto) tiene éxito desacreditando sus alternativas y haciendo innombrables toda una serie de temas.
Apela a la trivialización, la ingenuidad, el interés material, la “experiencia”, el miedo político y las lecciones históricas como “fundamentos” para deslegitimar decisivamente posibilidades que antes eran serias, como la nacionalización, la regulación, el gasto deficitario, el keynesianismo, la planificación, la protección de las industrias nacionales, la red de seguridad y, en última instancia, el propio Estado de bienestar.
Identificar este último con el socialismo permite entonces que la retórica del mercado gane una doble victoria, sobre los liberales (en el uso estadounidense, como en los “ liberales del New Deal”) y sobre la izquierda.
Así, la izquierda se encuentra hoy en la posición de tener que defender el gran gobierno y el Estado de bienestar, algo que sus elaboradas y sofisticadas tradiciones de crítica de la socialdemocracia hacen embarazoso sin una comprensión más dialéctica de la historia que la que posee gran parte de esa izquierda.
En particular, es deseable recuperar cierta noción de la manera en que cambian las situaciones históricas y las respuestas políticas y estratégicas apropiadas a ellas.
Pero esto también exige un compromiso con el llamado fin de la historia, es decir, la ahistoricidad fundamental de lo posmoderno en general.
Mientras tanto, las ansiedades asociadas con la utopía, que surgen del temor de que todo lo que constituye nuestra identidad actual y nuestros hábitos y formas de gratificación libidinal desaparezcan bajo algún nuevo orden social, algún cambio radical en el orden social, son ahora mucho más fáciles de movilizar que en otros momentos del pasado reciente.
Evidentemente, al menos en la mitad más rica del mundo y no sólo en los estratos dominantes, la esperanza de cambio de la gente indigente en el período moderno ha sido reemplazada por el terror a la pérdida.
Estas ansiedades antiutópicas necesitan ser abordadas de frente, en una especie de diagnóstico y terapia cultural, y no evadidas por medio del consentimiento a tal o cual característica del argumento y la retórica general del mercado.
Todos los argumentos sobre la naturaleza humana –que es básicamente buena y cooperativa, o que es malvada y agresiva y requiere la domesticación del mercado, si no del Leviatán– son “humanistas” e ideológicos (como nos enseñó Althusser), y deberían ser reemplazados por la perspectiva del cambio radical y el proyecto colectivo.
Mientras tanto, la izquierda necesita defender agresivamente el gran gobierno y el estado de bienestar, y atacar continuamente la retórica del mercado basándose en el historial histórico de la destructividad del libre mercado (como lo teorizó Polyani y lo demuestra Europa del Este).
Tercera tesis
Pero estos argumentos, a su vez, presuponen la adopción de una posición sobre lo que seguramente es el concepto central de cualquier “unidad de teoría y práctica” marxista, a saber, la revolución misma. Esto es así porque la insostenibilidad de ese concepto es la principal prueba del arsenal posmarxista o antimarxista.
Sin embargo, la defensa de este concepto requiere una serie de preparativos preliminares: en particular, debemos abandonar a la iconología todo lo que sugiera que la revolución es un momento puntual en lugar de un proceso elaborado y complejo.
Por ejemplo, debemos dejar de lado muchas de nuestras imágenes icónicas más preciadas de las diversas revoluciones históricas, como la toma del Palacio de Invierno y el Juramento de la Cancha de Tenis.
La revolución social no es un momento en el tiempo, pero puede afirmarse en términos de la necesidad de cambio en lo que es un sistema sincrónico, en el que todo se mantiene unido y está interrelacionado con todo lo demás.
Un sistema de este tipo exige entonces una especie de cambio sistémico absoluto, en lugar de una “reforma” fragmentada, que resulta ser lo que es en sentido peyorativo “utópico”, es decir, ilusorio, no factible.
Es decir, el sistema exige la visión ideológica de una alternativa social radical al orden social existente, algo que ya no puede darse por sentado o heredarse, en el estado actual de la lucha discursiva, sino que exige reinvención.
El fundamentalismo religioso (ya sea islámico, cristiano o hindú), que pretende ofrecer una alternativa radical al consumismo y al “estilo de vida americano”, sólo cobra importancia cuando las alternativas tradicionales de izquierda, y en particular las grandes tradiciones revolucionarias del marxismo y el comunismo, de repente parecen no estar disponibles.
Debemos imaginar la revolución –como algo que es a la vez un proceso y la destrucción de un sistema sincrónico– como un conjunto de reivindicaciones que pueden ser desencadenadas por un acontecimiento puntual o político, como una victoria de la izquierda en una lucha electoral o el desmantelamiento de la autoridad colonial, pero que luego toman la forma de una difusión y radicalización popular cada vez más amplia.
Estas oleadas de nuevas reivindicaciones populares, que surgen de capas cada vez más profundas de la población hasta entonces silenciada y desposeída, radicalizan entonces incluso a un gobierno ostensiblemente de izquierda e imponen transformaciones cada vez más decisivas en el Estado.
La nación (pero en nuestra época también el mundo) se polariza entonces de la manera dicotómica clásica en la que todos, aunque sea a regañadientes, deben tomar partido.
La cuestión de la violencia se plantea entonces necesariamente: si el proceso no es realmente una revolución social, no tiene por qué ir necesariamente acompañado de violencia.
Pero si es así, el lado previamente dominante de la dicotomía necesariamente recurrirá a la resistencia violenta, y sólo en ese sentido, la violencia (por indeseable que sea) es el signo externo o síntoma visible de que está en curso un proceso revolucionario genuinamente social.
La cuestión más básica que se plantea aquí no es si el concepto de revolución sigue siendo viable, sino más bien el de autonomía nacional.
Debemos preguntarnos si, en el sistema mundial actual, es posible que cualquier segmento de sectores integrados se desvincule y se desvincule (para utilizar la expresión de Samir Amin) y luego busque un tipo diferente de desarrollo social y un tipo radicalmente diferente de proyecto colectivo.
Cuarta tesis
El colapso de la Unión Soviética no se debió al fracaso del comunismo, sino más bien al éxito del comunismo, siempre que se entienda este último, como suele hacer Occidente, como una mera estrategia de modernización.
Porque hace quince años se creía que la Unión Soviética había alcanzado virtualmente a Occidente gracias a una modernización rápida (perspectiva oficialmente inquietante que ya casi no recordamos).
Hay otras tres proposiciones que deben afirmarse en relación con el colapso de la Unión Soviética.
La primera es que la desintegración social y política interna forma parte de un patrón mundial más amplio en la década de 1980 que ha envuelto en una corrupción estructural tanto a Occidente (reaganismo y thatcherismo, otras formas paralelas en Italia y Francia) como a los países árabes (lo que Hisham Sharabi llama “neopatriarcado”).
Sería engañoso explicar causalmente esta corrupción estructural en términos morales, ya que surge del proceso social bastante material de acumulación de riqueza de manera improductiva en las capas más altas de estas sociedades.
Ha quedado claro que este estancamiento está íntimamente relacionado con lo que se ha conocido como capital financiero, ya que se distancia y diverge de su origen en la producción.
Giovanni Arrighi ha demostrado que los diversos momentos del capital parecen conocer una etapa final en la que la producción pasa a la especulación, en la que el valor se separa de su origen en la producción y se intercambia de manera más abstracta (algo que también tiene sus consecuencias culturales).
También es necesario subrayar que categorías como la eficiencia, la productividad y la solvencia fiscal son comparativas, es decir, sus consecuencias sólo entran en juego en un campo en el que compiten varios fenómenos desiguales.
La técnica más eficiente y productiva desplaza a la maquinaria y a las instalaciones más antiguas sólo cuando estas últimas entran en su campo de acción y, por lo tanto, se ofrecen o se ven desafiadas a competir.
Esto nos lleva al tercer punto, a saber, que la Unión Soviética “se volvió” ineficiente y se derrumbó cuando intentó integrarse en un sistema mundial que estaba pasando de su etapa modernizadora a su etapa posmoderna, un sistema que, por sus nuevas reglas de funcionamiento, funcionaba a un ritmo de “productividad” incomparablemente más alto que todo lo que se encontraba dentro de la esfera soviética.
Impulsada por motivos culturales (el consumismo, las nuevas tecnologías de la información, etc.), atraída por una calculada competencia militar-tecnológica, por el cebo de la deuda y por formas cada vez más intensas de coexistencia comercial, la sociedad soviética entró en un elemento en el que no podía sobrevivir.
Se puede afirmar que la Unión Soviética y sus satélites, hasta entonces aislados en su propia zona de presión específica como bajo una cúpula geodésica ideológica y socioeconómica, comenzaron ahora imprudentemente a abrir las esclusas de aire sin trajes espaciales preparados y, de ese modo, a permitir que ellos y sus instituciones se vieran sometidos a las presiones infinitamente más intensas características del mundo exterior.
El resultado puede compararse con lo que la presión de la explosión provocó en las frágiles estructuras que se encontraban en las inmediaciones de la primera bomba atómica, o con el peso grotesco y deformante de la presión del agua en el fondo del mar sobre organismos desprotegidos desarrollados para la atmósfera superior.
De hecho, este resultado confirma la advertencia profética de Wallerstein de que el bloque soviético, a pesar de su importancia, no constituía un sistema alternativo al capitalismo, sino simplemente un espacio o zona antisistémica dentro de él, que ahora evidentemente ha desaparecido, con sólo unos pocos reductos supervivientes en los que aún pueden continuar diversos experimentos socialistas.
Quinta tesis
Los marxismos (tanto los movimientos políticos como las formas de resistencia intelectual y teórica) que surjan del sistema actual de capitalismo tardío, de la posmodernidad, de la tercera etapa del capitalismo informacional o multinacional de Mandel, serán necesariamente distintos de los que se desarrollaron durante el período moderno, la segunda etapa, la era del imperialismo.
Tendrán una relación radicalmente diferente con la globalización y también, en contraste con los marxismos anteriores, parecerán tener un carácter más cultural, girando fundamentalmente en torno a los fenómenos hasta ahora conocidos como cosificación de la mercancía y consumismo.
La creciente importancia de la cultura, tanto para lo político como para lo económico, no es consecuencia de la tendencia a separar o diferenciar estos ámbitos, sino más bien de la saturación y penetración más universal de la propia mercantilización, que ha podido colonizar grandes zonas de ese espacio cultural hasta entonces protegido de ella y, en su mayor parte, hostil e incompatible con su lógica.
El hecho de que hoy la cultura se haya convertido en gran medida en negocio tiene como consecuencia que la mayor parte de lo que antes se consideraba específicamente económico y comercial se haya convertido también en cultural, una caracterización bajo la cual deben subsumirse los diversos diagnósticos de la llamada sociedad de la imagen o del consumismo.
En términos más generales, el marxismo disfruta de una ventaja teórica en este tipo de análisis: su concepción de la mercantilización es estructural y no moralizante.
La pasión moral genera acción política, pero sólo del tipo más efímero, rápidamente absorbida y reprimida y poco inclinada a compartir sus cuestiones y temas específicos con otros movimientos.
Pero sólo mediante esa amalgama y construcción pueden desarrollarse y hacerse más extensos los movimientos políticos.
De hecho, me siento tentado a plantear el punto al revés, es decir, que una política moralizante tiende a desarrollarse allí donde se bloquea la cognición y el mapeo estructurales de la sociedad.
La influencia de lo religioso y lo étnico hoy debe entenderse como una rabia ante la percepción del fracaso del socialismo y un intento desesperado y ciego de llenar ese vacío con nuevas motivaciones.
En cuanto al consumismo, es de esperar que resulte ser tan significativo históricamente como lo fue para la sociedad humana pasar por la experiencia del consumismo como forma de vida, aunque sólo fuera para elegir de manera más consciente algo radicalmente diferente en su lugar.
Pero para la mayor parte del mundo las adicciones al consumismo no estarán objetivamente disponibles; parece entonces posible que el diagnóstico profético de la teoría radical de los años 1960 –que el capitalismo era en sí mismo una fuerza revolucionaria en la forma en que producía nuevas necesidades y deseos que el sistema no podía satisfacer– encuentre ahora su realización en la escala global del nuevo sistema mundial.
En un nivel teórico, se puede sugerir que las cuestiones urgentes actuales del desempleo estructural permanente, de la especulación financiera y los movimientos ingobernables de capital, de la sociedad de la imagen, están todas profundamente interrelacionadas en el nivel de lo que podría llamarse su falta de contenido, su abstracción (en oposición a lo que en otra época podría haberse llamado su “alienación”).
El nivel más paradójico de la dialéctica se encuentra cuando volvemos a unir las cuestiones de la globalización y la informatización.
Existe un dilema aparentemente intransigente cuando las posibilidades políticas e ideológicas de las nuevas redes mundiales (tanto de izquierda como de negocios o de derecha) se combinan con la pérdida de autonomía en el sistema mundial actual y la imposibilidad de que cualquier área nacional o regional logre su propia autonomía y subsistencia o se desvincule o se desacople del mercado mundial.
Los intelectuales no pueden encontrar una manera de atravesar este pasaje con la mera adopción de un pensamiento.
Es la maduración de las contradicciones estructurales en la realidad lo que produce la anticipación naciente de nuevas posibilidades; sin embargo, podemos al menos mantener vivo este mismo dilema “aferrándonos a lo negativo”, como podría haber dicho Hegel, manteniendo vivo ese lugar desde el cual se puede esperar que lo nuevo surja, inesperadamente.
Acerca de Fredric JamesonFredric Jameson (1934-2024) fue un crítico literario, filósofo y teórico político marxista. Es autor, entre otros libros, de Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism (Duke University Press, 1991).
https://mronline.org/2024/09/26/five-theses-on-actually-existing-marxism/