“La independencia de Centroamérica del decadente imperio colonial español es un punto luminoso en la historia colectiva centroamericana.
Un acto incruento protagonizado por los criollos (su intelectualidad y sus grupos económicos, religiosos, políticos y militares) de las provincias unidas, que pronto se convertirían en la élite del poder post colonial en el Istmo.
Una etapa de genocidio, sufrimiento, destrucción del mundo socio-cultural aborigen había llegado a su fin, creando un parteaguas histórico que daba paso a un anhelado nuevo paradigma sociopolítico y económico, con actores locales y un mundo por construir basado en el desarrollo endógeno incluyente y donde la libertad y los principios humanísticos de la revolución francesa regirían la vida de todos en el nuevo Estado”.
El anterior, básicamente, fue el cuento que los criollos y mestizos ricos o intelectuales a través de sus historiadores, su sistema educativo, su cultura, sus artistas y literatos (que han funcionado como banda de transmisión de mitos y propaganda sistémica) nos han narrado a los pueblos centroamericanos y que hoy en día, gran parte de nuestra sociedad e instituciones siguen considerándola cierta.
En realidad, solamente algunos historiadores, con más sentido de pertenencia nacional e independencia intelectual de los grupos del poder político y económico han escrito que el proceso independentista de Centroamérica ( Independencia de España, anexión al imperio mexicano de Agustín de Iturbide, la conformación de las siete -luego seis y por último cinco- provincias unidas de Centroamérica y finalmente de la República Federal de Centroamérica y su posterior disolución), arranca con los sangrientos levantamientos de Granada, León, Masaya y Rivas en 1811 y principios de 1812, donde indios, mestizos y criollos son masacrados por el ejército realista, que a su vez será el combustible que avivaría la llama de otras escaramuzas y conflictos armados no menos violentos, con cientos (sino miles) de patriotas muertos o confinados en las cárceles centroamericanas o en ergástulas de la península ibérica.
Es relevante constatar que de los trece firmantes del acta de la independencia, del 15 de setiembre de 1821, ninguno nació en Nicaragua (el criollo teliqueño Miguel Gerónimo Larreynaga, estaba ahí en el relajo y el barullo de la sala del palacio invitado como supuesto co-redactor del acta, pero no como firmante de la misma) y la nómina de las principales autoridades nombradas para regir la Centroamérica “independiente”, estaba plagada de funcionarios españoles, criollos y uno que otro mestizo rico ligado a la corona española.
El brigadier Gabino Gainza, por ejemplo, era “chapetón” es decir español, con larga trayectoria militar y represiva en varios países y territorios del Imperio, como gobernador del Reino de Guatemala y en servicio activo como funcionario de su majestad y al mismo tiempo firmante del acta de independencia, fue designado como “primer jefe de gobierno político y militar de Centroamérica”, es decir que los criollos y mestizos ricos “independentistas” pusieron a cuidar el queso al ratón, resultando en que pocos meses después, este individuo entregó a las siete provincias al Imperio de Iturbide.
Los independentistas asumieron como propia la constitución española de Cádiz de 1812, restaurada en 1819, que a pesar de ser considerada por los contemporáneos como “liberal”, en su letra y espíritu seguía siendo una norma jurídica del imperio colonial español y donde la Iglesia católica feudal seguía teniendo un lugar indisputado y además se sentían atraídos hacia “El Plan de Iguala” mexicano.
¿Vamos entendiendo?
Es decir que a todas luces, lo acontecido el 15 de setiembre en el Real palacio de la ciudad de Guatemala, fue un acuerdo de conveniencia (envuelto en una conspiración contra las restantes provincias) entre la élite ilustrada guatemalteca, la corona española y sus autoridades locales, representadas por el brigadier Gabino Gainza, con la callada complacencia de México.
Para decirlo “suavemente” fue una simulación de independencia de todo el istmo centroamericano, más la Intendencia de ciudad real de Chiapas.
La antes poderosa monarquía feudal española entraba al siglo XIX muy debilitada, en franca decadencia y marchando inexorablemente hacia la desintegración de su enorme imperio colonial.
Los españoles y sus hijastros ideológicos americanos frecuentemente atribuyen las causas del proceso de declive del poder imperial colonial español a sucesos históricos contemporáneos como las decisivas derrotas navales de su flota de guerra ante Inglaterra a principios de siglo (que marcan el inicio de cien años de dominio ingles de los mares del mundo); la guerra peninsular de 1808 a 1814; las malas decisiones de la mayoría de los reyes borbones “que no continuaron las necesarias reformas de Carlos III y el “mal ejemplo” de la independencia de los Estados Unidos.
Sin embargo, no asumen la contundencia de las dos causas principales:
1. Tres siglos de rampante explotación explotación y violencia por parte de los invasores españoles en su imperio colonial llegaban a su fin ante la toma de conciencia y reafirmación de su identidad cultural por parte de los habitantes de estas tierras sojuzgadas, que se tradujo en resistencia ante el invasor y lucha a muerte por su expulsión, privando a la metrópoli de los recursos imprescindibles para mantener a una sociedad feudal, parasitaria y a un aparato administrativo ineficiente, evitando la modernización y ampliación de su ejército y sus flotas militar y mercante.
2. La obsolescencia del sistema feudal español (atrasado con respecto a sus vecinos de Europa occidental, principalmente con Inglaterra, pais donde se había entronizado el mercantilismo y el capitalismo temprano, gracias a la revolución industrial del siglo XVIII) y al influjo de las nuevas ideas socio-políticas e ideológicas de la Ilustración, que enfrenta a muerte al liberalismo burgués contra la monarquía absolutista.
Se hacía imposible que en todo el continente americano (desde California a los confines de Argentina) un ejército de 150, 000 soldados españoles pudiera mantener bajo la opresión colonial a 17 millones de personas ansiosas de libertad.
Para mantener el control militar y administrativo y asegurar el flujo constante de la riqueza y mercancías de América hacia la metrópoli, la jefatura del ejército realista se aseguró de crear una milicia local que asumiera sus misiones, así a principios del siglo XIX, el sesenta por ciento de la oficialidad y el ochenta por ciento de la tropa del ejército del rey eran súbditos locales. Parte de esta oficialía y soldados, serían más tarde la base de los ejércitos anti-realistas del continente.
Esta realidad impuso la necesidad al ejército invasor de enfrentar militarmente la llamada “guerra hispanoamericana” de 1810-1826 (que en realidad es el proceso de las luchas anticoloniales de los pueblos latinoamericanos contra el poder invasor español), dando prioridad a aquellos virreinatos de mayor importancia política, económica y territorial para la corona española.
Por esta razón de carácter estratégico, la pequeña y poco importante Capitanía General de Guatemala fue “negociada” con los criollos guatemaltecos, evitando así el ejército realista de comprometer tropas y recursos tan necesarios en otras regiones en conflicto en el continente.
Los Partidos (regiones administrativas y políticas coloniales) de Nicaragua asumieron de buena gana la declaración de Independencia “incruenta” firmada en Guatemala, pero los leoneses, muy apegados a la política y administración de la metrópoli colonial, hicieron que en realidad el territorio de lo que hoy conocemos como Nicaragua, solamente reconociera plenamente la independencia de Centroamérica, hasta finales de julio de 1850, con la firma de un tratado de paz entre España y la joven república.
Efectivamente (y como lo afirma el historiador Aldo Díaz en un trabajo titulado “Sincerar la Historia”) el 15 de setiembre de 1821, no hubo independencia de Centroamérica, sino, la independencia de Guatemala del Imperio español, bien gestionada por sus intelectuales y las élites.
Estas circunstancias fueron el combustible que avivó las llamas de un sangriento y destructivo periodo de guerras civiles en todo el territorio de lo que había sido la Capitanía General de Guatemala, que desde la década anterior venían anunciándose por medio de levantamientos y conflictos armados locales, principalmente en Nicaragua y El Salvador.
Durante y posteriormente a los dieciocho meses que duró la forzada anexión al imperio mexicano del general Agustín de Iturbide, detonaron las primeras guerras civiles en Centroamérica.
Despuntaron con la batalla dirigida por Gabino Gainza en contra de las independentistas hondureños, le siguió la embestida del ejército mexicano dirigida por Vicente Filísola (un ex general realista de origen italiano, que también sirvió bajo las ordenes de Iturbide) contra los patriotas salvadoreños; la primera guerra civil en Costa Rica entre las ciudades pro-anexionistas contra las independentistas, los levantamientos en León y el de Cleto Ordoñez en Granada, levantamiento calificado como popular, anticlerical, independentista y con participación indígena.
Tal inestabilidad en la recién inaugurada república federada centroamericana es clave para entender la poca eficacia y quienes realmente fueron los protagonistas de la “independencia” que en estos días celebramos.
La genuina y leal aspiración independentista centroamericana fue malogrado por fuerzas oscuras, principalmente los realistas solapados como Gainza, antiguos funcionarios, militares y parte de la elite criolla guatemalteca; los criollos independentistas mexicanos (interesados en construir su propio Estado imperial y neocolonial), la élite libero-conservadora criolla provinciana en pugna ideológica, pero a la que no le interesaba, ni la soberanía (un concepto completamente desconocido para ellos),ni el bienestar de la sociedad dividida en múltiples castas de la que ellos se servían en cada una de las provincias centroamericanas.
Una nueva acta de independencia fue aprobada (¡por fin!) el primero de julio de 1823 por los diputados electos para conformar una asamblea constituyente (convocada por Filísola, para entonces presidente general de la nueva república centroamericana, impuesto por Iturbide) que deberían redactar la primera constitución centroamericana.
Esta iniciativa para algunos se asemeja más a una “verdadera y primera independencia” y en ella fue ratificada la primer acta de 1821 y al mismo tiempo, la separación del disuelto efímero imperio de Iturbide. Un enredo tras otro.
Dos años después de la firma del acta del acta del 15 de setiembre en Guatemala, se inicia el relajo en Nicaragua: Revoluciones y guerras civiles entre León y Granada (que arrastraron a todo el país), conflictos de toda magnitud que llegaran a sumar más de veinticinco, en un período que aún no supera los dos siglos. Es tan insensata y cruel esta “Independencia” que el primer jefe de Estado de Nicaragua, muere fusilado.
La disolución de la Federación de Centroamérica, dio paso a la “independencia” política y administrativa de la provincia de Nicaragua, que es la primera en separarse de aquél fallido ensayo de Estado, pero en realidad, por diferentes factores que hasta hoy los historiadores discuten desde sus propias perspectivas políticas como uno que concluye en que:
“… el país resultante fue más que una tierra de paz y desarrollo, un sangriento e inicuo campo de batalla, donde la principal víctima fue el pueblo pobre del campo y las poblaciones urbanas, los pueblos aborígenes y sus descendientes, los mestizos pobres hijos de la mixtura racial propia de un mundo invadido, que el poderoso clasificó partiendo de la “proporción” de la sangre mezclada”.
El origen de este estado “permanente de guerra”, el poeta José Coronel Urtecho en sus “Reflexiones sobre la Historia de Nicaragua” lo intenta resolver con un razonamiento bien intencionado aunque plenamente identificado con su militancia ideológica conservadora: “…la Independencia de Centroamérica… a pesar de haberse realizado pacíficamente, trajo de todos modos la guerra civil.” Poniendo Coronel en boca de otros que “…piensan que si se hubiera conquistado por medio de las armas, se habría asegurado la unidad y la paz de las provincias que componían la Capitanía General de Guatemala”.
No obstante, a pesar de este triste lapsus de suma cero, el poeta nos regala otra reflexión- ahora si- bastante acertada donde opina que en los primeros años después de la separación de las provincias centroamericanas existió como una especie de inercia política donde casi todas buscaron caminos (no siempre pacíficos) para restablecer el antiguo Estado federativo, algo que con el tiempo fue imposible por la singularización económica, política e inclusive cultural que poco a poco se fue desarrollando en cada país centroamericano.
Aún hoy podemos leer en los textos de historia que la firma del acta de independencia de España del 15 de septiembre de 1821, fue "un acto hermoso", que requirió los más encendidos y floreados discursos libertarios de nuestros máximos letrados de la época, principalmente del sabio, rico y criollo conservador devenido en independentista de última hora, José Cecilio del Valle.
Sus grandes patillas, sus monóculos en marcos de plata, los altos cuellos de sus levitas, fraques y los puños bordados de sus camisas de lino, les daban fuerza y elegancia a su presencia en el gran salón del Real Palacio, sede de la Real Audiencia y hasta ese día, de la Capitanía General del Reino de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros del Reino de Guatemala (con todo esos títulos y letras mayúsculas), mientras afuera, sobre las calles empedradas, el pueblo gritaba exigiendo verdadera libertad y no anexión, asustando a los últimos burócratas castellanos y a los finos congregados con invitaciones de adentro del magnífico recinto.
Un acto tan "hermoso" como formalista, que no cambió en nada la situación de los estamentos de la base de la pirámide social del país que se quería construir.
El terrible primer tercio del siglo XIX, de inestabilidad política y guerras civiles y entre naciones centroamericanas, hoy merecidamente conocido en Nicaragua como “el período de la anarquía”, había llegado.
Miles de muertos en escaramuzas y guerras originadas en las disputas de una élite post- colonial partida en dos, belicosamente animadas por llenar el vacío de poder dejado por los conquistadores españoles.
Un período extremadamente cruel para las clases populares, que sirvieron de carne de cañón en conflictos que terminaban en la firma de un arreglo con vino espumante sobre el gran comedor de una casona señorial de Granada o León y que nunca consideraban reparaciones para los soldados heridos (jornaleros e indígenas descalzos, que iban al combate con una lanza o un machete entre sus manos) que debían regresar a sus faenas a las haciendas o para las familiar de los miles de muertos anónimos e insepultos que pasaban a abonar la tierra o alimentar a los animales carroñeros.
Las dos grandes ciudades fundacionales (cuya existencia y necesidad de prevalencia de una sobre la otra es una de las principales fuentes de nuestra desgracia histórica) con sus grandes templos, escuelas, seminarios, centros de esparcimiento, servicios y recursos (incluyendo a sus ciudadanos pobres), estaban al servicio exclusivo de los criollos, mestizos poderosos y de los extranjeros, que animados por la falta de leyes y la riqueza fácil, empezaban a llegar a Nicaragua.
Salud, educación, posición social, rango, acceso a la política eran privilegios (salvo en contadas circunstancias) de los altos estamentos sociales.
Los españoles ya no estaban, pero los que quedaron resultaron aún peores, pues como se dice popularmente, la peor cuña es la del mismo palo.
En Nicaragua, los notables, el clero y los generales leoneses, desde un principio (con su "Acta de los nublados") se opusieron ,primero a Guatemala y luego a Granada, deseosas de controlar políticamente a toda la provincia.
En Granada, al poderoso clan encabezado por el conservador Crisanto Sacasa, le sucedió la familia Chamorro.
Fruto Chamorro con su ambición de poder, intrigas, y belicosidad, dominaría un periodo corto pero violento, solamente interrumpido por su muerte repentina. Sin embargo, dejó en heredad un conflicto que trajo como consecuencia la llegada de los filibusteros de William Walker y la sangrienta guerra nacional, donde perdimos una parte importante de nuestro territorio.
El ciclo de la independencia y el periodo de la anarquía se saldaba trágica y pesadamente para el país y el pueblo nicaragüense.
¿Qué significa entonces la celebración del bicentenario?
Desde la perspectiva de la dialéctica histórica y la lucha de los pueblos, el bicentenario debe tener un gran contenido popular y no la mera celebración de un acto formal y amañado que trajo más penurias para nuestras sociedades.
Porque como hemos visto, no fue un acto civilizatorio, humanístico, con el cual se ponía fin a un periodo negro de nuestra historia que incluía la invasión, sojuzgamiento y genocidio de la los grandes y pequeños pueblos originales que daba paso a la libertad, autodeterminación e inclusión, sino de muchas maneras, ha sido la continuación por otros métodos y con otros actores de la inercia de denominación.
Son doscientos años de lucha de un total de quinientos veintinueve, primero, contra el Imperio colonial español, luego contra el imperio británico y desde hace ciento sesenta y seis años, contra el imperialismo yanqui, contra sus filibusteros, sus banqueros, sus marines, sus corporaciones, su política injerencista y sus sanciones.
Es la ininterrumpida resistencia indígena, la lucha de nuestros trabajadores del campo y la ciudad, de nuestra juventud, nuestras mujeres que con valentía siguen desde entonces enfrentando al invasor, a su cultura burguesa explotadora, alienante y consumista, a su forma de vida egoísta, racista y segregacionista.
El primer intento verdadero de emancipación nacional lo hizo el General Sandino con su heroica lucha en las Segovias contra la intervención yanqui, con su denuncia mundial y su ejemplo.
Y la verdadera independencia fue lograda a sangre y fuego y no con discursos floreados el 19 de julio de 1979 por el pueblo en armas y su vanguardia el Frente sandinista de Liberación Nacional.
Independencia es preservar el poder gubernamental para el pueblo trabajador mediante el voto popular o la acción revolucionaria; es luchar contra la alienación capitalista y enajenación religiosa, luchar contra cualquier forma de discriminación y pérdida de nuestra identidad cultural.
Hoy, la Independencia nacional es fortalecer permanentemente nuestra educación profesional, técnica, pero sobre todo, política e ideológica, es no olvidar los principios fundamentales de nuestra militancia revolucionaria, basados en la teoría marxista, el legado del pensamiento antiimperialista del General Sandino y para los compañeros creyentes, el humanismo cristiano que antepone al odio, el amor a nuestros semejantes.
Edelberto Matus