El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro. junto con los dimitidos ministro de Defensa y los comandantes del ejército. Créditos: Marcelo Camargo/Agência Brasil. Fotos Públicas]
En este artículo el autor sostiene que los últimos cambios ministeriales en el gobierno de Bolsonaro responden a la máxima gatopardiana: cambiar todo para que nada cambie.
En su novela El Gatopardo, el escritor italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa pone en boca del personaje Tancredi -el sobrino del príncipe Fabrizio Salina-, aquella frase que se ha transformado en un arquetipo clásico del análisis y la acción política: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Este parece ser el espíritu de los cambios ministeriales realizados por el ex capitán en puestos importantes de la estructura de poder, es decir, de aquellos ministerios más cercanos al Palacio do Planalto (Relaciones Exteriores, Casa Civil, Secretaria de Gobierno, Justicia y Seguridad Pública, Defensa y Abogacía General de la Unión). La mitad de ellos son enroques entre ministros, ajustes de piezas en un tablero pensado para darle mayor capacidad de articulación al gobierno.
El nuevo canciller que reemplaza a Ernesto Araujo, se caracteriza por su bajo perfil y por ser una figura irrelevante, también adicta a las ideas de Olavo de Carvalho, el delirante astrólogo que dirige desde Virginia a sus seguidores antiglobalistas y ultraconservadores. Por lo tanto, nada parece mudar bajo el sol de Brasilia en un contexto de indiscutible desgaste del gobierno y en especial de la figura del presidente que se siente arrinconado y muestra los dientes.
Quizás si el cambio más sensible en este momento sea el efectuado en la pasta de Defensa, pues repercutió inmediatamente en la decisión de los tres comandantes de las Fuerzas Armadas de solicitar la renuncia a sus respectivas jefaturas. Previamente, en su carta de despedida, el General Fernando Azevedo había expresado que trató de preservar al máximo la autonomía de la Fuerzas Armadas, considerando que ellas son instituciones del Estado brasileño y no una milicia de apoyo a los arrebatos gubernamentales, como ha sido la pretensión de Bolsonaro y de su grupo ideológico más radicalizado.
En definitiva, el ex ministro Azevedo se opuso a una operación militar como deseaba el mandatario, que implicaba decretar el estado de sitio y, de esa manera, intervenir en los Estados de la Federación para obligar a los gobernadores a suspender las medidas de aislamiento y lockdown que muchos de ellos han decretado, como uno de los mecanismos necesarios para impedir la expansión de la pandemia.
El ex capitán se resiste tajantemente a acatar estas medidas por el impacto que ellas tienen sobre la economía de las regiones. La decisión sobre la salida del ministro de defensa sería también una señal para las Fuerzas Armadas certifiquen su apoyo incondicional a un gobierno delirante que lucha contra enemigos poderosos, es decir, todos los detractores de su política de negar la gravedad de la pandemia a partir de una visión obtusa por recuperar la “normalidad”.
Aún más, en estos días el ex capitán supone que cuenta con la complicidad de los militares cuando el 1 de abril se rememora un nuevo aniversario del Golpe Militar de 1964, que derrocó al gobierno democrático de João Goulart, instalando una dictadura cruenta que duraría más de dos décadas.
Por lo mismo, la renuncia de los comandantes en jefe reposiciona el debate sobre la posible gestación de un autogolpe dentro del gobierno, el cual tendría como objetivo entregarle poderes extraordinarios al Ejecutivo para hacer y deshacer a su antojo, dentro del complejo escenario político en que se encuentra el país, marcado por la tragedia de la covid-19, el colapso sanitario, la recesión económica, el desempleo y el aumento acelerado de la pobreza.
Sin embargo, más que una asonada golpista avalada por los nuevos comandantes, lo que se puede producir es un distanciamiento cada vez mayor entre la cúpula militar y los anhelos del núcleo ideológico del gobierno que intentan cooptar y presionar a las Fuerzas Armadas para obtener su apoyo en el endurecimiento de las posiciones frente al Parlamento, gobernadores, alcaldes y poder judicial, especialmente sobre el Supremo Tribunal Federal.
Difícilmente las Fuerzas Armadas se involucrarán en el actual contexto en una aventura tan bizarra como un autogolpe. Este es sin indiscutiblemente uno de los peores periodos de la historia de Brasil, cuando su desprestigio por ser el mayor reservatorio del coronavirus en el planeta es del consenso de toda la comunidad científica y de organismos multilaterales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Brasil se ha transformado en un paria dentro de la comunidad internacional, no solamente debido a su ausencia de voluntad para combatir la pandemia, sino también por su política medioambiental de destrucción del ecosistema, de violación a los Derechos Humanos de Pueblos Indígenas, comunidades negras y grupos LGBTI, así como por su displicencia frente a los casos de corrupción que han recrudecido en los últimos dos años.
Efectivamente, la actual administración ha destinado una parte significativa del PIB para equipar y mejorar la infraestructura y las condiciones salariales de las diversas ramas del Ejercito, la Marina y la Aeronáutica, pero ello no ha sido suficiente para obtener el apoyo incondicional a su gestión desastrosa, que viene siendo cada vez más cuestionada en las esferas militares.
Asumiéndose como los “salvadores de la patria”, las Fuerzas Armadas se han empeñado en trabajar para acabar con la mortandad y la crisis humanitaria desatada en el país, entrando en ruta de colisión con el negacionismo mostrado por Bolsonaro y sus asesores más acérrimos.
Por su parte, el Congreso dominado por un agregado de partidos fisiologistas y pragmáticos (centrão), también viene acusando recibo del colapso generalizado de hospitales, clínicas y hasta de los servicios funerarios, que compromete la reelección de muchos de sus miembros. La iniciación de un proceso de impeachment, que parecía improbable hace dos meses atrás, es una posibilidad que no se puede descartar de plano en este nuevo escenario crítico y caótico que apunta a Bolsonaro como el principal responsable.
Con más de 310 mil fallecidos y casi 13 millones de contagiados, la tragedia de los brasileños no parece tener fin. Con un gobernante incompetente y extremista apoyado por una horda de simpatizantes neofascistas y oscurantistas, Brasil parece una nave a la deriva en un mar tempestuoso con una tripulación desesperada y acorralada entre el delirio y la ignorancia.
Por lo mismo, es de suma urgencia convocar a todas las fuerzas políticas y sociales que estén dispuestas a participar en la construcción de un pacto de salvación nacional que permita salir cuanto antes de esta pesadilla que amenaza seriamente la vida y los proyectos de la inmensa mayoría de sus habitantes.
Fernando de la Cuadra es doctor en Ciencias Sociales y editor del blog Socialismo y Democracia.
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