En julio de 2019, en un acto público de Trump, la muchedumbre comenzó a gritar, refiriéndose a una congresista estadounidense -mujer, no blanca y practicante del Islam-: «devuélvanla a casa», insinuando que no pertenecía a EE.UU. El Presidente de ese país dejó correr el cántico por varios segundos.
En diciembre pasado, cerca de Des Moines, Estados Unidos, una niña fue embestida en la acera por un auto conducido por una mujer que huyó de la escena. Al ser detenida, confesó que el hecho no había sido un accidente, sino un acto deliberado que se justificaba, porque la niña de 14 años era mexicana.
No muy lejos en el tiempo, un hombre ondeó una bandera con la esvástica en un acto electoral de Bernie Sanders, quien, en ese momento, aspiraba a ser candidato presidencial norteamericano. El más a la izquierda de todos los contendientes, es de ascendencia judía. Poco antes, la misma persona había sido vista gritando ofensas contra los negros fuera de la sede del acto.
Es conocido que el Presidente de EE.UU., cuando aún era candidato, exclamó que él podía asesinar a una persona públicamente y, a pesar de ello, sus votantes seguirían apoyándolo. Lo dijo exultante, orgulloso del sentimiento que lograba provocar más allá de cuestionamiento alguno.
Uno pudiera pensar, sin estirar mucho la pita, que como mismo se está orgulloso del perdón que le conceden, él estará, en reciprocidad, dispuesto a perdonar a un seguidor que haga lo mismo.
Cuando en agosto de 2017 un supremacista blanco arremetió su camioneta contra una muchedumbre que protestaba por una manifestación racista, el Presidente matizó su condena, señalando que «a ambos lados hay buenas personas», igualando con ello a los racistas y a sus enemigos. Hace unos días, un funcionario estatal de ese país, decía que había que dejar que el coronavirus actuara para que limpiara un poco al país de personas inútiles.
El 4 de abril de 1968, Martin Luther King Jr. fue asesinado en el balcón del motel Lorraine, en Memphis, Tennessee. El asesino, James Earl Ray, había sido un voluntario en la campaña presidencial de George Wallace, quien fungió como gobernador de Alabama por cuatro términos, y cuyo lema por aquel entonces lo resumía él mismo en «segregación hoy, segregación mañana, segregación siempre».
Declarado un racista arrepentido, Wallace fue gobernador de Alabama hasta 1987. El asesino, Earl Ray, era un admirador del régimen segracionista de Rodhesia, hoy Zimbawe, donde pensaba escapar una vez cometido el asesinato del Dr. King. El magnicida confesó que él creía firmemente que Wallace sería el próximo presidente de Estados Unidos y que, entonces, él sería amnistiado.
El impacto de la muerte del luchador contra la discriminación racial, junto a la angustia de los horrores que se develaban de la guerra de Vietnam, la Guerra Fría, la amenaza de un holocausto nuclear, las narraciones que llegaban de lo que era la urss, fueron obsesiones del pacifista norteamericano Alfred Hasler; quien temía que el odio fuera de control condujera al fin del género humano.
Alfred Hasler nació justamente en una época donde las guerras se tornaron globales como nunca antes, y los peligros, planetariamente apocalípticos. Consciente de tal hecho, practicó un pacifismo que lo llevó a la cárcel, al negarse a servir durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1969, Hasler publicó un libro pequeño, un folleto titulado El odio en el mundo actual, donde entrevista a 21 personas que él consideraba personalidades diversas, con algo que decir sobre el tema del odio.
Aunque Hasler logra distinguir entre el odio «de los opresores y explotadores que tienen miedo de perder sus privilegios», y aquel que es «el grito tardío de sumisiones y humillaciones sufridas a lo largo del siglo», es decir, el odio del oprimido, lo que emerge de las posiciones que explicita en el folleto es su certeza de que el odio es de los peores males de la humanidad: el odio como causa y no como síntoma.
El libro tiene el mérito, con sus encontradas perspectivas, de aproximarnos –a pesar del tiempo que ha transcurrido desde que fue escrito–, a entender y reflexionar sobre ello. Es un intento honesto de Hasler, ya fallecido, de presentar diversos puntos de vista.
El opresor usa el odio
El tema del odio es complejo por muchas razones, en no menor medida, porque detrás de la palabra se recogen un conjunto de posiciones emotivas irracionales –tanto de los individuos como de una colectividad– que pueden ser muy disímiles.
Hay que abstraerse del estigma de la palabra para entender el concepto. El odio persistente en el tiempo casi siempre es instrumental y, con ello, se expresa que es utilizado como recurso movilizativo, a la escala que sea, para inducir un comportamiento deseado. Su componente irracional hace que pueda ser un estallido, inducido desde fuera del individuo, con el peligro de salirse de control; o puede ser parte de una maquinaria calculada que, dosificando el sentimiento, lo encauza.
En la práctica se mezclan ambos. En muchas ocasiones, es resultado de la impotencia social y, en esa medida, resultado de la alienación. A nivel individual, casi siempre el odio es resultado de la enajenación. El odio siempre es consecuencia y no causa.
Por todo ello, no es igual el odio del supremacista blanco que lincha un negro cuando este se erige en un amenaza y, en ese sentido, es una continuidad a un sistema de explotación-humillación de siglos, que el odio implícito en la acción del esclavo haitiano de El reino de este mundo que, sublevado contra la opresión, envenena los pozos de agua o realiza algún acto de terror ciego. No es igual el odio al judío, fomentado al extremo como factor movilizativo por el fascismo como instrumento de poder y de proyección imperial, que el odio a sus verdugos de los judíos del Gueto de Varsovia, que lucharon heroicamente frente a la maquinaria de exterminio nazi. En fin, no es igual el odio que necesita inducir en sus huestes el déspota que, en términos liberadores, el «odio invencible a quien la oprime».
Como bien apunta el escritor Max Frish en el folleto de Hasler, «los que detentan el poder no necesitan odiar para desencadenar el espanto. El
desarraigo del odio les vendría a pedir de boca».
En su reflexión, el propio suizo argumenta cómo, en la guerra de Vietnam, el odio no estaba de parte del soldado que, con frialdad distanciadora, dejaba caer la bombas y el agente napalm sobre la selva asiática; sino de la víctima que, allá abajo, sufría las consecuencias del bombardeo.
El opresor usa el odio cuando ve que no le es posible mantener los pilares de su explotación. Mientras tanto pregona y acusa al que tiene razón para la lucha de fomentar el odio. Pero el odio del oprimido lleva potencialmente, en sí, una cualidad que lo rebasa. Si se encauza hacia el parto, su odio se transforma de ser ad hominem y se vuelve ad systema. El odio se vuelve en fuerza contra la explotación, y no contra sus agentes individuales, víctimas también de un orden de cosas que los convierte en verdugos. Esa es la prédica martiana contra el odio.
LA ÉTICA DE TRATAR CON HUMANIDAD
Carlos Marx nunca fomentó el odio de clases, sino que descubrió que la lucha de clases siempre había sido –con independencia de si él lo señalaba o no– el motor impulsor del cambio social, y que, en el caso del capitalismo, podía ser el último escalón hacia una sociedad sin odios. Su doctrina, por tanto, señaló que el odio sistémico de los oprimidos lleva función salvadora para todos, oprimidos y opresores. Y en esa redención, le brinda a estos últimos, como individuos, la posibilidad de liberarse del peso tremendo de ser injustos.
Es por ello que el odio irracional, y la humillación que lo acompaña, no puede ser instrumento del revolucionario. De la convicción de que no es contra personas, sino contra causas más objetivas, emana la ética de tratar con humanidad al peor de los enemigos; justo la ética que en Cuba se ha practicado desde los momentos más difíciles de la lucha contra Batista, y siempre ha sido pilar del credo de Fidel.
El mal de etiquetar, clasificar con fines denostadores, a veces nos acompaña, y se debe añadir que no fuimos los revolucionarios cubanos los que comenzamos. De hecho, un análisis objetivo del fenómeno verá que son mucho más las etiquetas que se producen contra los revolucionarios (y en el caso cubano contra el Estado y los defensores de este, visto el Estado como realización concreta de la Revolución), que viceversa.
Cuando los revolucionarios cubanos nos hemos apartado del ejercicio ético de la justicia, simbólica o real, el error han pretendido que persista. Nosotros no entronizamos el «vale todo» como curso de acción, que nos degradaría como seres humanos, hasta el punto en que no sabríamos distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo moral de lo inmoral, lo justo de lo injusto. Sabemos que al final solo quedaría, como cascarón, un discurso vacío de lo que ayer tuvo sentido y que ya hoy no sabríamos reconocerlo en el mérito que tuvo, sino en la justificación.
No hay espacio y razón para degradar nuestra lucha a una simple vendetta contra el instrumento de turno del enemigo de la nación cubana. No hay espacio y razón, incluso, cuando ese instrumento se entrega a su causa ideológicamente mercenaria, con el gusto del converso que alberga el odio de los impotentes.
Las batallas ideológicas se ganan con ideas, con argumentos que apelen, en el receptor, a una posición activa de entender y generar sus propios argumentos que retroalimentan el discurso de la Revolución.
Las estigmatizaciones no generan pensamiento, generan reflejos, que son propios de los enemigos de la Revolución, no de los revolucionarios.
Somos mejores que eso en el plano de las ideas. Hagamos valer siempre esa condición.
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