¿Qué hacer ante un tribunal que te juzga por tu actividad política? La pregunta ha rondado inevitablemente la cabeza de algunos de los principales dirigentes del independentismo catalán que afrontan en el proceso abierto en el Tribunal Supremo peticiones fiscales de 177 años de cárcel por posibilitar que la sociedad catalana pudiese votar para decidir su futuro político.
No son los primeros –ni serán los últimos– en enfrentarse a una decisión clave: defenderse simplemente de las acusaciones alegando una discutible inocencia o tratar de darles la vuelta, intentando destapar así el carácter político del proceso y utilizándolo para convertir al acusador en acusado.
Desde Sócrates hace 15 siglos hasta el Proceso de Burgos, pasando por Émile Zola o Djamila Bouhired, son muchos los que a lo largo de la historia optaron por la segunda respuesta.
Por Beñat Zaldua, Naiz, 11 septiembre 2019
El pasado 13 de enero se cumplieron 121 años desde que Émile Zola publicó en el periódico “L’Aurore” un emblemático artículo que acababa con una frase célebre: «Que traten pues de llevarme a los tribunales. Estoy esperando».
El texto tenía por título J’Accuse. Yo acuso, dos palabras que sintetizan el paradigma del juicio político en el que el acusado utiliza el proceso con el que un régimen determinado quiere anularlo para devolver el golpe. Convertir al acusador en acusado.
Zola lo hizo en 1898 arremetiendo públicamente contra los acusadores del capitán Dreyfus, que había sido condenado a deportación perpetua por haber entregado a los alemanes unos papeles del Estado Mayor francés.
No había pruebas que lo incriminasen, pero era el único judío presente en la alta instancia militar.
Zola puso en primer plano el conflicto político de fondo, que no era sino el antisemitismo, y aunque fue condenado por difamación por un asunto secundario, situó el tema en el centro de la agenda pública.
El Consejo de Guerra de Dreyfus se repitió y fue condenado a una pena menor de seis años de cárcel, obtuvo la gracia presidencial y fue finalmente rehabilitado.
Aunque esta forma combativa de encarar el juicio político se remonta, como mínimo, a la actitud de Sócrates ante el tribunal ateniense que lo condenó a muerte hace 2.418 años, un repaso al siglo XX basta para hacerse una idea de cómo funcionan estos procesos.
Georgi Dimitrov le dio la vuelta como a un calcetín al proceso propagandístico con el que el régimen nazi de primera hora quiso condenar al comunismo con el incendio del Reichstag como pretexto; Fidel Castro fue efectivamente absuelto por la historia pese a la condena por el asalto al cuartel Moncada; y el Proceso de Burgos sigue ocupando un lugar preferencial en la memoria íntima –vivida o reconstruida– de miles de vascos.
Ahora le toca al independentismo catalán, algunos de cuyos dirigentes políticos más destacados se enfrentan a penas de hasta 25 años por delitos de rebelión y malversación de fondos públicos.
De telón de fondo, el referéndum de independencia en el que más de dos millones de catalanes participaron democráticamente, pese a la represión de la Guardia Civil y de la Policía española, el pasado 1 de octubre de 2017.
Pero antes de seguir resulta necesario preguntarse qué es un juicio político. Sin embarrarnos demasiado, oigamos a Jacques Vergès, célebre abogado de la causa argelina en los años 50 y de los más variopintos acusados en décadas posteriores, desde jemeres rojos a nazis como Klaus Barbie, pasando por “Carlos el Chacal”.
«Todo proceso entraña un enfrentamiento político, la justicia está siempre preparada para defender el orden establecido», escribió en uno de los grandes clásicos sobre la materia, “Estrategia judicial en los procesos políticos”, publicado originalmente en 1968 y reeditado en castellano por Anagrama en 2009.
Al ser parte del poder del Estado, todo proceso llevado a cabo por el poder judicial tiene un componente político. Los tribunales no son entes etéreos caídos del cielo y no es casualidad que las cárceles estén llenas de pobres.
¿Puede sostenerse que una orden judicial de desahucio no es algo político? Vergès sugiere, de hecho, dejar de separar los juicios entre comunes y políticos, y centrar la atención en la actitud del acusado, a partir de la cual «se decide todo». Contrapone en este sentido dos actitudes: connivencia y ruptura.
En la primera, el acusado reconoce la legitimidad del tribunal que lo juzga, no hay una impugnación del sistema y se colabora con los jueces para que el proceso pueda desarrollarse sin sobresaltos.
El acusado podrá alegar que no realizó los hechos que se le imputan, pero nunca dirá que dichos hechos no suponen un delito.
En un juicio de ruptura ocurre lo contrario, el acusado asume los hechos pero reivindica que no constituyen ningún delito. Impugna la competencia del tribunal para juzgarle, contrapone la legitimidad de su causa y convierte en imposible el proceso judicial ordinario.
Dicho esto, el propio Vergès aclara que entre la connivencia pura y la ruptura pura caben todos los matices.
Miguel Castells, referencia dentro y fuera de Euskal Herria, añade: «Cada proceso es nuevo, no sirven esquemas preestablecidos».
Procesos paradigmáticos. Sin embargo, existen juicios cuya naturaleza política emerge de forma abrumadora, ya sea por su carácter o por la huella que han dejado. Son ejemplos palmarios, entre otros muchos, procesos como el de Burgos, el de la Mesa Nacional de HB, el sumario 18/98, Bateragune y el actual juicio contra los dirigentes catalanes.
Lo explica Castells: «El catalán es un proceso político de principio a fin quiéranlo o no lo quieran los jueces, los fiscales, los abogados o los mismos acusados.
Es político porque el tipo penal que se quiere aplicar es político –rebelión y sedición–, porque los acusados son políticos que son juzgados por una actividad política realizada en el ejercicio, en la mayoría de ellos, de su función pública política, porque son concernidos derechos fundamentales políticos –derecho a decidir, autodeterminación, inviolabilidad parlamentaria, etc.–, porque la coyuntura y contexto en los que se abre el proceso y a los que pertenece, son políticos, con causas, efectos, fines y repercusiones políticos.
Añade a esto que incluso los magistrados que lo juzgan –Tribunal Supremo– son elegidos indirectamente por los partidos».
Seis décadas de ejercicio de la abogacía contemplan a quien accede al despacho que Castells mantiene en el centro de Donostia, donde recuerda que el de Burgos, en 1970, fue «la culminación de una serie de procesos de ruptura».
Un juicio que, igual que a veces se pierde ganando, se ganó perdiendo: aunque se dictaron nueve penas de muerte –tres más de las que pedía el fiscal–, no se ejecutó ninguna.
Aquel fue un juicio de ruptura clásico en el que el acusado impugna el orden que lo juzga, haciendo imposible el proceso judicial ordinario. Una batalla entre dos voluntades de ganar el juicio, que diría Vergès. Poder constituido contra poder constituyente, según la expresión del abogado Benet Salellas, miembro del equipo de defensa de Jordi Cuixart y autor de “Jo acuso.
La defensa en judicis polítics”, una nueva excursión a los caminos señalados cuatro y cinco décadas atrás por Vergès y Castells.
Defensa técnica y defensa política. Claro que eran otros tiempos, como se encarga de recordarnos Salellas en su despacho de Girona.
«El juicio de ruptura puro es la expresión máxima de un juicio político, se da en un punto de conflicto máximo, y en Catalunya no estamos en ese contexto». Con todo, recuerda que el desarrollo mismo del juicio «puede permitir modificar la correlación de fuerzas» de la cual nacerá el resultado final del juicio. «La sentencia puede estar escrita, pero se puede modificar», confía Salellas.
En este sentido, el abogado catalán subraya que la oposición entre una defensa técnica –dirigida a tumbar jurídicamente las acusaciones– y una defensa política –destinada a denunciar el trasfondo político de una causa– es tramposa.
«Son perfectamente compatibles. Es más, la defensa política es también defensa técnica», añade Salellas, en línea con Marina Roig, abogada titular de Cuixart, que apunta que es necesario «desmontar jurídicamente la acusación para poder explicar que estamos ante una persecución política».
Coincide plenamente, desde Gasteiz, Txema Matanzas, que ha vivido juicios políticos como abogado y como acusado. Fue uno de los condenados en el sumario 18/98, sobre el que recuerda que también se hicieron defensas muy técnicas, sin perjuicio de evidenciar el trasfondo evidentemente político que salía por todos los poros de aquel procedimiento.
Añade, además, que las defensas exclusivamente técnicas también tienen sus problemas en procesos tan evidentemente políticos como fue el 18/98 o puede ser el catalán, y subraya: «La estrategia de defensa la tienen que marcar siempre los acusados».
De nuevo, los ecos de Zola: «Ni se le ocurra defenderme», advirtió a su abogado. No hay mínima ruptura posible si el propio acusado no esta convencido de su causa y de la estrategia para defenderla, advierte Vergès.
La coordinación de defensas separadas.
El 18/98 fue un cajón de sastre en el que se metieron con embudo carpetas tan dispares como la de Egin, la fundación Joxemi Zumalabe, Ekin y Xaki. Aunque la disparidad no sea tan grande, en el caso catalán poco tiene que ver la acusación concreta contra el que era vicepresidente, Oriol Junqueras, contra la que era presidenta del Parlament, Carme Forcadell, o contra un líder social sin cargo institucional como Jordi Cuixart.
Por ello, Matanzas encuentra normal que las defensas desarrollen estrategias jurídicas diferenciadas, y recuerda que lo importante es «establecer parámetros comunes», como se hizo, en términos generales, en el 18/98, donde se acordó defender la legitimidad de las entidades que el proceso pretendía tumbar.
De hecho, Matanzas recuerda que, en casos concretos, también es posible mantener una estrategia de defensa global completamente separada sin que ello perjudique al resto de los acusados. Hay ejemplos de ello en el propio proceso del 18/98.
Castells secunda la moción y añade: «Los abogados podemos aportar nuestra experiencia en procesos seguidos contra una pluralidad de acusados.
En estos juicios, respetando los márgenes de lo que nos permiten las distintas posiciones de nuestros defendidos, solemos, con un previo acuerdo expreso o tácito o sin acuerdo, encontrar formas de evitar que las diferentes líneas de defensa se perjudiquen unas contra otras».
Pero… ¿y si en los propios escritos de defensa algunos de los acusados se inhiben de sus responsabilidades recordando que recaían sobre otros consellers, como hace la exconsellera Meritxell Borràs? Matanzas arruga la frente, mientras desde su despacho en Donostia Iñigo Iruin, que de juicios políticos sabe otro poco, advierte: «La coordinación es clave, más ante un tribunal con muy buenos juristas; o hay un trabajo en común para conseguir que sea el Estado el juzgado, o será el Estado el que juzgue al independentismo».
Con unas elecciones en mayo, la realidad obliga a señalar que no parece que el independentismo esté en disposición de reconstruir una mínima unidad de acción. Iruin vuelve a advertir: «Si no hay una estrategia política común fuera de la sala, es muy difícil construirla dentro».
De momento, y aunque será necesario observar cómo evolucionan las defensas a lo largo del proceso, nada tiene que ver la estrategia de confrontación planteada por Cuixart con la defensa estrictamente técnica seguida por varios de los acusados.
Romper los muros de la sala.
El último de los pilares sobre los que se sustenta la arquitectura de toda estrategia de ruptura es la movilización, tanto callejera como internacional.
Djamila Bouhired nunca hubiese sobrevivido a la pena de muerte si su caso, junto a la lucha política de los argelinos por su independencia, no hubiese traspasado fronteras y roto las costuras de la sociedad francesa.
Los condenados a muerte en Burgos nunca habrían visto la caída de su verdugo si todo un país, y buena parte de Europa, no hubiese alzado la voz para denunciarlo con toda la contundencia necesaria.
«Claro que hay relación entre lo que ocurre dentro de la sala y lo que ocurre fuera, sin duda, los magistrados son permeables a lo que pasa fuera, aunque sea inconscientemente», reivindica Castells.
Txema Matanzas, desde la experiencia como acusado político en tiempos más cercanos, suena sin embargo más escéptico: «Ante la voluntad del Estado de castigar, el acompañamiento del juicio con protestas tiene todo el sentido, pero con lo que entendemos hoy en día como movilización en la calle, es muy difícil cambiar la correlación de fuerzas dentro de la sala».
Algo, quizá, todavía más difícil con la España que asoma la cabeza desde Andalucía.
Con la pugna partidista en primer plano y la masa social desorientada, el independentismo catalán no llega en su mejor momento a esta cita crucial.
Pero lo quiera o no lo quiera, la sentencia que dicte el TS y, aún más importante, la actitud que los acusados tomen ante sus acusadores constituirán el sustrato del que el independentismo podrá alimentarse, o no, en el próximo ciclo. «Siempre hay partido», reivindica Castells.
Desde su canónica obra, Vergès añade: para poder jugarlo con alguna opción es necesario que el grueso de los juzgados –y no solo unos pocos– asuman que «no hay inocentes en la lucha política».
Goebbels y Göring, juzgados
Georgi Dimitrov, comunista búlgaro refugiado en Berlín, fue uno de los acusados de provocar el incendio que en febrero de 1933 arrasó el Reichstag, el Parlamento alemán.
El régimen nazi, que todavía no controlaba todos los resortes del Estado, quiso hacer un juicio-espectáculo para arrasar con el entonces potente Partido Comunista Alemán.
Se emitió en directo por la radio y acudieron como acusadores primeras espadas del nazismo como Joseph Goebbels y Hermann Göring.
No contaban, sin embargo, con la combativa actitud de Dimitrov, que no se limitó a acreditar que no estaba en Berlín el día del incendio, sino que aprovechó para denunciar el carácter político del juicio, ridiculizando y provocando a los altos cargos nazis y reivindicando su militancia comunista. «¿Tiene miedo de mis preguntas?», espetó a un Göring histérico, antes de ser expulsado de la sala.
Él mismo, que asumió su defensa, concretó años después los tres elementos fundamentales de su proceder: en primer lugar, «tomar y conservar la iniciativa»; en segundo, «con las ventajas de la iniciativa concebir y ejecutar un plan estratégico»; y tercero y último, «demoler políticamente no solo a la acusación, sino al propio enemigo».
Fue absuelto.
Djamila Bouhired y la ruptura moderna
Quien haya visto “La batalla de Argel” de Gilles Pontecorvo recordará la escena de las bombas en las cafeterías frecuentadas por franceses.
En 1957, en la vida real, Djamila Bouhired, argelina de clase media, fue detenida, torturada y llevada a juicio por la colocación de aquellos artefactos.
Su juicio inauguró una nueva forma de entender y efectuar los juicios de ruptura.
Con Jacques Vergès como abogado, Bouhired reivindicó su pertenencia al Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino –«Si me ordenan poner una bomba, lo haré», aseguró– y negó la legitimidad del tribunal que la juzgaba.
Fue condenada a la guillotina, pero el caso ya había saltado a la arena internacional.
Todo el mundo árabe clamó por Bouhired, diputados del Parlamento británico reclamaron que no la ejecutasen y, mientras tanto, centenares de jóvenes engrosaban las filas de un FLN fortalecido.
El presidente de la República, René Coty, conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua y, finalmente, fue liberada en 1962, de la mano de la independencia de Argelia.
El abogado Benet Salellas, miembro del equipo de defensa de Jordi Cuixart, repasa las claves de aquella estrategia exitosa en aquel contexto: «Su carácter colectivo, la absoluta convicción en la causa y estar dispuesta a correr riesgos».
El «loco» del cuartel Moncada
Cuba, 1953. El asalto al cuartel Moncada con el que 165 personas intentaron anticipar seis años la revolución de 1959 fue un fracaso sin paliativos.
Un desastre absoluto en el que más de un tercio de los asaltantes murió. Pocos meses después, el líder de aquella intentona fue juzgado en Santiago.
Se llamaba Fidel Castro y, lejos de sucumbir a una contundente derrota, pronunció un discurso en el que desgranó todas las medidas que pensaba tomar si la revuelta hubiese logrado sus objetivos.
«En una situación en que la amargura y la crueldad del fracaso hubieran podido hacerle dudar de todo y de sí mismo, Fidel Castro pronunció una defensa-programa desbordante de optimismo que, de no haber sido coronada por la victoria seis años después, parecería la elucubración de un loco», escribió hace medio siglo el abogado Jacques Vergès, que observó en la actitud de Castro una de las condiciones indispensables para afrontar con alguna garantía un juicio político: la confianza en la causa a la que está entregrado el acusado, sea cual sea la circunstancia en la que se encuentre.
«Un proceso no es una trampa del destino. Su desarrollo depende de la elección del acusado.
En ningún otro momento le son dadas a un hombre tantas posibilidades de vencer a tantas fuerzas coaligadas», añadió Vergès al analizar la defensa del líder cubano ante el tribunal que le juzgó por el asalto al Moncada.
«La historia me absolverá», aseguró Castro en aquella ocasión con una convicción asombrosa, y a la historia no le ha quedado más remedio que otorgarle la razón.
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