¿Es posible que Donald Trump sea ya el peor presidente estadounidense? En menos de dos años su trayectoria en la escena mundial ha sido lo suficientemente alarmante: retirada de Estados Unidos de los Acuerdos de París, sabotaje del acuerdo nuclear con Irán, traslado a Jerusalén de la embajada estadounidense en Israel, sanciones punitivas sin justificación a Rusia, Irán y Venezuela, bombardeo terrorista de Mosul y otras ciudades iraquíes, amenazas grandilocuentes tanto a amigos como a enemigos, por no mencionar el regalo de 54.000 millones de dólares al Pentágono y la intensificación de la “modernización” nuclear. Resulta difícil imaginar algo peor.
Un artículo de fe entre los liberales y los medios corporativos es que la presidencia de Trump se alza aislada cual casa de los horrores, sin precedentes por su autoritarismo fascista, sus dementes pronunciamientos y la mezcla ideológica de xenofobia, racismo, sexismo y puro extremismo.
Quienes están en la “resistencia” saben que prácticamente cualquier alternativa (Bill Maher, LeBron James) habría sido mucho mejor, aunque raramente se especifican detalles concretos, más allá del pecado mortal de Trump de asociarse con Putin.
Pero, precisamente, ¿qué alternativas?¿Bernie Sanders? Bien, el Comité Nacional Demócrata nunca le dio muchas oportunidades. Las comparaciones obvias son con el predecesor de Trump, Barcak Obama, y su rival, Hillary Clinton. Obama estuvo al frente de la política exterior estadounidense durante los ocho años anteriores, así que quizá merezca la pena considerar su legado (con toda la ayuda de Clinton).
Resulta que Obama fue uno de los inquilinos de la Casa Blanca más militaristas de la historia de Estados Unidos, que llevó la presidencia imperial a nuevas cotas.
Se ha dicho que Obama fue el único presidente cuyo gobierno estuvo involucrado en múltiples guerras desde el principio hasta el final. Sus operaciones imperialistas abarcaron muchos países (Afganistán, Iraq, Siria, Libia, Somalia), además de sus intervenciones por medio de terceros en Yemen y Paquistán.
Ordenó el lanzamiento de casi 100.000 bombas y misiles contra objetivos indefensos, una cantidad total mayor que la del más ampliamente reconocido como belicista George W. Bush, que en total lanzó 70.000 bombas y misiles contra cinco países. Solo Iraq, donde se supone que las fuerzas estadounidenses se tenían que haber retirado, recibió 41.000 bombas y misiles además de una cantidad desconocida de artillería menor.
Al mismo tiempo, a lo largo de toda su presidencia Obama ordenó cientos de ataques con drones en Oriente Próximo, más del doble del total del Bush, todos llevados a cabo conjuntamente (y secretamente) con la CIA y las Fuerzas Aéreas.
Obama urdió dos de las operaciones de cambio de régimen más descaradas de la era de postguerra, en Libia (2011) y Ucrania (2014), que dejaron a ambas naciones reducidas al actual estado de guerra civil y ruina económica.
En los últimos siete años Libia ha estado invadida por todo tipo de milicias, grupos yihadistas y hombres fuertes locales, resultado previsible de la ofensiva de bombardeos estadounidenses y de la OTAN para destruir al régimen laico nacionalista (y modernizador) de Gadafi. Supuestamente, este fue el mayor momento de gloria de la Secretaria de Estado Clinton, que exhibió abiertamente su regocijo imperialista tras el asesinato de Gadafi.
Mientras se escriben estas líneas las condiciones de Libia empeoran día a día y salen a la luz informes acerca de cientos de personas asesinadas durante violentos enfrentamientos a las afueras de Tripoli mientras milicias rivales luchan por controlar la capital.
Las milicias controlan ahora los puertos, aeropuertos y gran parte de la infraestructura petrolera. Decenas de miles de personas libias están siendo obligadas a abandonar sus hogares, un hecho silenciado por la CNN y medios afines.
El portavoz de la ONU Stephane Dujarric condenó recientemente esta violencia y mencionó los bombardeos indiscriminados de grupos armados que matan a civiles, niños incluidos.
Para no ser menos, Estados Unidos (junto con unos pocos Estados europeos) emitió un comunicado condenando la violencia en Libia en el que entre otras cosas se afirmaba: “Urgimos a los grupos armados a que cesen inmediatamente todas las acciones militares y advertimos a quienes alteren la seguridad en Tripoli o en otras partes de Libia que tendrán que asumir sus responsabilidades por esas acciones”.
Muy considerado por parte de esos mismos actores militares que con la bendición de la ONU no trajeron sino muerte y destrucción sin fin al pueblo libio.
En Ucrania, mientras se demonizaba a Vladimir Putin calificándolo de “nuevo Hitler”, se instalaba en el poder a los verdaderos fascistas (o, al menos, neofascistas) por medio de una bien planeada y generosamente financiada conspiración de los funcionarios neocon de Obama, dirigidos por Victoria Nuland y alentada por notables invitados como John McCain, Joe Biden y John Brennan, todos los cuales conspiraban para llevar a régimen de Kiev a la órbita de la OTAN y la Unión Europea.
Desde 2004 el régimen títere de Poroshenko ha recibido la suficiente generosa ayuda económica y militar estadounidense como para financiar su guerra contra los separatistas de la región de habla rusa de Donbass, que ha provocado más de 10.000 muertos y no tiene visos de terminar.
Siguiendo el espantoso patrón de Libia, Iraq y Afganistán, la sociedad ucraniana se sume en un caos y violencia cada vez más profundos sin que se vea el final.
Es fácil olvidar que fue el gobierno Obama el que planeó y llevó a cabo las primeras fases de la Operación Mosul (iniciada en octubre de 2016) que provocó cientos de miles de víctimas (con al menos 40.000 personas muertas), dejó una ciudad de dos millones de habitantes reducida a escombros como Dresde y empujó al exilo a casi un millón de civiles.
Una suerte similar, aunque a menor escala, se llevó a otras ciudades iraquíes de mayoría sunní, incluidas Ramadi, Tikrit y Faluya (la cual ya había sido destruida por las fuerzas estadounidenses en 2004). Fueran cuales fueran los objetivos oficiales y fueran quienes fueran los muchos colaboradores secundarios implicados, se trató sin lugar a dudas de monstruosos crímenes de guerra.
Tras hacer un llamamiento a un mundo libre de armas nucleares (y recibir un Premio Nobel por esa promesa) Obama cambió de rumbo y emprendió la modernización nuclear más ambiciosa de Estados Unidos desde principios de la década de 1950, el mismo proyecto que ha heredado Trump.
En su discurso de Praga de 2009 Obama pidió la abolición total de las armas nucleares y afirmó: “La Guerra Fría ha desaparecido pero no han desaparecido miles de estas armas [nucleares]. [...]Nuestros esfuerzos para contener esos peligros [se deben] centrar en un régimen de no proliferación global”. No cabe la menor duda de que se trata de un objetivo loable. Pero con un coste de un billón de dólares (en dos décadas) Obama decidió crear nuevos sistemas de lanzamiento de misiles, aumentar el arsenal de ojivas tácticas y financiar un nuevo ciclo de bombarderos y submarinos, todo ello con poca o ninguna atención política o mediática.
Estas iniciativas violaban el Tratado de No Proliferación Nuclear que las prohíbe al tiempo que en esencia bloqueaba cualquier intento genuino de reducción y no proliferación de armas nucleares.
En los meses previos a su salida de la Casa Blanca Obama sentó las bases para una nueva y más peligrosa Guerra Fría con Rusia. Esta agenda, que negaba los planes previos de “establecer desde cero” las relaciones con el gobierno Putin, iba a tener varias facetas: expandir las fuerzas de la OTAN a lo largo de las fronteras rusas, renovar el apoyo al oligarca Poroshenko en Ucrania, nuevas sanciones económicas más duras, expulsión de diplomáticos, acelerar la guerra cibernética y acusar a Rusia de interferir en las elecciones de 2016.
Esta estrategia, fomentada con entusiasmo por los partidarios de Clinton y sus medios de comunicación aliados, no solo ha traído nuevos niveles de demencia a la política estadounidense sino que ha dejado a ambas potencias nucleares en una situación que está amenazadoramente más cerca de una confrontación armada que lo que lo estuvo en el punto más álgido de la Guerra Fría.
Las contribuciones de Obama a una presidencia imperial más robusta fueron más lejos. En colaboración con Israel y Arabia Saudí alimentó la guerra civil siria suministrando a los combatientes “rebeldes” material fundamental, ayuda logística y militar por lo que Clinton, anticipando la victoria electoral, creyó que traería otro feliz episodio de cambio de régimen que, en este caso, dejaría a Estados Unidos cara a cara con los rusos. Además, Obama iba a desplegar durante su mandato más tropas de operaciones especiales por todo el mundo (a más de 70 países) que cualquiera de sus predecesores.
A muchas personas liberales y a más de unas pocas progresistas (por no mencionar amplios sectores de la intelligentsia mediática) les costará reconciliar la imagen de un Obama agresivamente imperialista con la imagen más familiar de un político reflexivo y elocuente que salpicaba sus discursos con referencias a la paz, el control de armas y los derechos humanos.
Pero este mismo dualismo se corresponde mejor con la realidad histórica. Tariq Ali escribe en su libro The Obama Syndrome: “Desde Palestina hasta Iraq Obama ha actuado como cualquier otro administrador del Imperio estadounidense y ha perseguido los mismos objetivos que sus predecesores, con los mismos medios pero con una retórica más conciliadora”.
Y añade: “Históricamente el modelo de la variante actual de presidencia imperial es Woodrow Wilson, un cristiano no menos piadoso, que siempre tenía las palabras paz, democracia o autodeterminación en la boca mientras sus ejércitos invadían México, ocupaban Haití y atacaban Rusia [sí, ¡Rusia!] y sus tratados entregaban una colonia tras otra a sus socios de guerra. Obama es una versión manida de lo mismo, que ni siquiera tiene Catorce Puntos* que traicionar”.
A medida que se acercan las elecciones a mitad de mandato de 2018 Obama ha elegido apartarse de la norma histórica y atacar la presidencia de Trump, la cual considera que significa todo lo malo. Una victoria demócrata rechazaría “la oscura visión que tiene Trump de la nación y devolvería al gobierno estadounidense la honestidad, la decencia y la legitimidad”.
En su primer discurso Obama afirmó que el miedo organizado ha creado unas condiciones “oportunas para ser explotadas por unos políticos carentes de escrúpulos y de conciencia a la hora de sacar provecho de la historia siniestra de Estados Unidos de división racial, étnica y religiosa”.
¿Es necesario recordar a Obama que esa “historia siniestra” también incluye el militarismo y el imperialismo?
Sea cual sea la idea que se tenga del fenómeno Trump en conjunto, la cantidad de muerte y destrucción que ha provocado en el mundo no se acerca (por el momento) al historial de Obama de guerras, ataques con drones, cambios de régimen, provocaciones militares y despliegues en todo el mundo.
Si los intereses neocon han dado forma a la política exterior estadounidense, por el momento Obama y los partidarios de Clinton abrazaron mucho más esos intereses que Trump, a pesar de la aterradora presencia del círculo de lugartenientes de Trump pertenecientes a la línea dura.
Por desgracia, los ocho años de agresiones imperiales de Obama suscitaron sorprendentemente pocas voces disidentes en el terreno político y mediático. Gozó de una inmunidad casi completa ante las protestas en un momento en el que el menor vestigio del antaño vigoroso movimiento estadounidense contra la guerra había desaparecido de la escena.
* Los Catorce Puntos fue una declaración de principios que se iba a utilizar en las negociaciones de paz tras la Primera Guerra Mundial. Esos principios se esbozaron en un discurso acerca de los objetivos de la guerra y los términos de la paz pronunciado el 8 de enero de 1918 por el presidente estadounidense Woodrow Wilson ante el Congreso de Estados Unidos. En general los europeos recibieron bien los puntos de Wilson, aunque sus principales aliados (Georges Clemenceau, de Francia, David Lloyd George, del Reino Unido, y Vittorio Orlando, de Italia) se mostraron escépticos acerca de la posibilidad de aplicarlos (N. de la t.).
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