La palabra socialismo atraviesa una crisis a nivel global: se usa para fines demasiado disímiles, y sospecho que corre el riesgo de desdibujarse hasta el punto de no significar nada, o casi nada, tal como ha sucedido con la palabra democracia dentro de la izquierda estadounidense, que es más bien un sinónimo de aquella sociedad que el hablante considera mejor. Se ha abandonado la definición que con cierta arrogancia algunos teóricos soviéticos consideraron la definitiva, aquella que veía el socialismo como la abolición casi absoluta de la propiedad privada, y bajo el embrujo de la imagen de justicia e igualdad social que hoy se tiene de los capitalismos nórdicos, suele verse la llamada socialdemocracia como el único modelo posible y sustentable de socialismo, se cree en la domesticación del burgués y en la benevolencia del estado con los más desfavorecidos.
Una vez que se llega a esa idea, la de tomar lo mejor del capitalismo y lo mejor del socialismo de corte soviético y construir un híbrido que beneficie a todos, lo que queda es negociar el punto intermedio, qué se toma de cada uno, y ya el mundo estará arreglado. Es sabido, la mente humana tiende a crear oposiciones para entender mejor la realidad, y una vez que se piensa la realidad en base a una oposición simple, lo que queda es viajar a través la escala de grises.
Resulta muy fácil llegar al punto donde se cree que la naturaleza del socialismo es la eficiencia en lo social y la ineficiencia en lo económico, y luego creer que en nuestro país la solución a la crisis es una apertura discreta al capitalismo, que conservando los beneficios sociales diera como consecuencia la creación de una Noruega tropical. Lo que sucede es que hay falacias de todo tipo en esta cadena de pensamiento, y su atractiva simplicidad puede incluso ocultar datos concretos de la realidad que la desmienten.
Para empezar las únicas socialdemocracias exitosas que ha conocido el mundo se han edificado sobre la base de capitalismos altamente desarrollados, ningún socialismo tradicional que se haya abierto a la propiedad privada (ni siquiera la terriblemente desigual China) ha conseguido algo cercano al milagro noruego, por lo menos hasta hoy.
De hecho, entre más se abrió la Unión Soviética a la propiedad privada durante los años ochenta, peor le fue en sus índices macroeconómicos. Bueno, dijeron algunos, hasta que no instauremos un verdadero capitalismo no se verá el desarrollo, es el peso de la vieja economía socialista lo que lo dificulta.
Sin embargo, instauraron el verdadero capitalismo en 1991 y las cosas se pusieron peor. Solo hay que esperar, dijeron, ya mejorará. Y no mejoraron: el país literalmente tuvo que declararse en bancarrota en 1998, e incluso con las reformas de Putin, que ha aumentado la participación estatal en la economía, el producto interno bruto ruso es hoy inferior no solo al chino o al japonés, sino también al alemán y al italiano. Hace cuarenta años era el segundo más grande del mundo.
Entonces replanteemos bien lo que parecía una mera escala de grises: el avance de la propiedad privada no solo no ha garantizado la conservación de los beneficios sociales, tampoco ha significado necesariamente un progreso económico. Digo todo esto porque la crítica más común al socialismo tradicional dice que la práctica ha demostrado que no funciona.
Lo justo sería agregar que la práctica además ha demostrado que las aperturas a la propiedad privada tampoco han funcionado para esos sistemas socialistas, y que de hecho hasta ahora la socialdemocracia es una experiencia nórdica producto de condiciones tremendamente específicas: si eres un país capitalista subdesarrollado seguirás siendo un país capitalista subdesarrollado, y las mejoras sociales que un eventual gobierno de izquierda traiga consigo pueden desaparecer a la velocidad del relámpago.
Ahora bien, que una cosa no haya sucedido no es razón suficiente para creer que no pueda suceder. Que no haya existido hasta hoy un socialismo tradicional capaz de superar en desarrollo a la economía capitalista no quiere decir que no sea posible, y para ser justos, que ningún otro país haya podido reproducir el milagro nórdico no quiere decir que no pueda hacerse, al menos no necesariamente.
Mi argumento a favor de la repudiada empresa estatal se basará en un análisis rápido de las economías más prósperas del mundo contemporáneo: no se han desarrollado gracias a la pequeña y a la mediana empresa, sino gracias a los monopolios. No solo una empresa se agranda a medida que se hace eficiente, lo cual es obvio y merecerá luego algunas líneas, el gran secreto de los monopolios es que aumentar el tamaño es una forma de hacerse eficiente. El monopolio es la forma económica más desarrollada que ha dado el capitalismo, y lo paradójico es que su ley de fondo (que el tamaño pueda significar eficiencia) anuncia la posibilidad del socialismo, la posibilidad de que un país aproveche al máximo su paisaje económico.
Toda riqueza, recordemos, proviene directa o indirectamente del trabajo. Podemos por tanto mejorar nuestra vida fabricando cosas, pero es un hecho que hacerlo de manera espontánea e individual nos mantendría en un estado primitivísimo: los múltiples sistemas de relaciones económicas no han sido más que múltiples modos de organizar el trabajo. En algún momento de la humanidad la esclavitud permitió una organización más eficiente del trabajo humano.
La amenaza de muerte o tortura, nadie lo dudará, debió ser un incentivo poderoso para trabajar, pero tenía la limitante de que solo podía aplicarse a un porciento de la población (de lo contrario la amenaza de alzamiento era demasiado alta), y por tanto tendía a hacer más perezoso al otro porciento libre, que en vez de trabajar se dedicaba a preparar guerras periódicas, con el fin de una redistribución más favorable de los esclavos. Mejor era inventar un sistema en el que los señores feudales, es decir, los afortunados que por una u otra razón se habían hecho de una fuerza militar, cobraran impuestos al resto de la gente a cambio de protección.
La necesidad de pagar impuestos, y la de comer, harían trabajar a los pobres campesinos, pero aquel sistema de relaciones económicas necesitaba tanto la desprotección, la pobreza de las clases más bajas, que terminó quedando obsoleto. Incluso hasta principios del siglo xx el capitalismo conservaba rezagos de la atrasada mentalidad feudal: el burgués prefería la pobreza de su potencial mano de obra, para así permitir salarios más bajos y márgenes de ganancia más altos.
No fue hasta épocas muy recientes que la burguesía descubrió que aumentando los índices de consumo del propio proletariado terminaría vendiendo más cosas y por tanto recibiendo ganancias más altas. Notemos cómo en el fondo el progreso se basa en el perfeccionamiento de la gestión del trabajo humano.
Así como las superficies tienen un coeficiente de fricción, y entre más se alise una superficie mejor se aprovechará el trabajo de un vehículo sobre ella (con esto quiero decir su gasto de energía), la humanidad ha creado modos más eficientes de que nuestro esfuerzo traiga resultados. La competencia entre las pequeñas empresas privadas comenzó a ser disfuncional dentro del capitalismo porque implicaba constantes bancarrotas y ruinas, trabajo desperdiciado, y también porque en definitiva una gran empresa, al tener control de un mayor número de factores en el proceso de producción y distribución, al cometer menos errores, puede permitirse mejoras tecnológicas más rápidas y por tanto el abaratamiento de los costes productivos.
Los monopolios han hecho posible que las crisis del mundo desarrollado sean a causa de la excesiva y no de la insuficiente producción. Ya he dicho que dentro del capitalismo de nuestros días no solo una empresa al hacerse más eficiente tiende a agrandarse, sino que al agrandarse tiende a hacerse más eficiente: hay un punto a partir del cual el sistema que gestiona el trabajo gracias al interés inmediato de acumular capital, para impulsar entonces una empresa propia, queda obsoleto ante el nuevo, donde los individuos comprenden que es más ventajoso escalar las poderosísimas estructuras corporativas que intentar tontamente competir con ellas.
Cada vez el emprendedor capitalista es menos el fundador de un imperio que el funcionario de un imperio que ya existe. Los monopolios suelen durar mucho más que las pequeñas y medianas empresas, y de hecho cada vez es más difícil la aparición de uno nuevo.
En los últimos años los nuevos monopolios han surgido gracias a ese terreno casi virgen que es la informática, cuyo uso generalizado tiene apenas unas pocas décadas de edad. Las empresas relacionadas con la informática experimentan hoy la competencia feroz que en otros campos ya dio como resultado a vencedores prácticamente inamovibles, cuyos únicos movimientos suelen ser fusiones para construir empresas todavía más grandes.
Es lógico que de esa arena (la informática) salieran gladiadores enaltecidos por los medios de comunicación del mundo capitalista como ejemplos de emprendedores, personas cuya visión los ha llevado al éxito en un sistema que necesita todo el tiempo recordar sus ventajas, la máxima de que cada hombre puede hacerse a sí mismo. En realidad, de no ser por la informática, en el mundo ya hubiera desaparecido el mito del hombre hecho a sí mismo desde los años noventa.
El actual sistema de monopolios, además, no desaprovecha el deseo natural de emprender, por el contrario: aniquila la competencia más inútil, la burda competencia entre capitales, y se centra en la competencia entre las ideas, los proyectos.
Primitivos los tiempos del capitalismo en los que el propietario de cada pequeña fábrica trabajaba para arruinar a la pequeña fábrica vecina, aquellos emprendedores hoy nos parecen barbáricos cuando se les compara con los nuevos, con los que trabajan con un abanico impresionante de cifras y estadísticas, y planifican con precisión cada jugada. Tienen salarios colosales, quizás excesivos, pero a menos que compren acciones en la bolsa constituyen asalariados, es decir, su fuente de ingresos no es la propiedad, no constituyen ya exactamente capitalistas tradicionales.
El crecimiento desmesurado del sector financiero a partir de los años ochenta ha traído como consecuencia la separación de dos funciones que antes estaban mucho más relacionadas en el capitalismo: la propiedad y la gestión empresarial.
Antes era común que alguien poseyera una fábrica y se ocupara de gestionarla. Ese alguien era capitalista, es cierto, pero a la vez estaba siendo función de asalariado, estaba trabajando: en primer lugar porque se ahorraba dinero, en segundo porque le permitía vigilar el negocio en persona, cosa que entonces era muy recomendable, producto de la escasa sofisticación de los mecanismos de control. Sin embargo esos días ya nos parecen lejanos. El capitalista ha llegado a una explotación pura, sin necesidad de gestión siquiera. Las empresas funcionan a la perfección sin él.
En la práctica, el estado norteamericano podría ser hoy dueño de las acciones de todos los grandes monopolios bajo su jurisdicción, y eso no los afectaría en nada. De hecho el diálogo entre lo que hoy constituyen monopolios separados probablemente permitiría gestiones más cómodas y tal vez contribuiría evitaría las detestables crisis económicas.
Los adelantos técnicos, las innovaciones, se seguirían produciendo con igual o mayor rapidez que en nuestros días, porque a fin de cuentas los científicos rara vez son accionistas de la empresa para la que trabajan, y los directivos y funcionarios que hoy compiten por las acciones del lugar donde trabajan, una vez que se anule el propio mercado de acciones y desaparezca el deseo de pertenecer a él, competirán entonces por los beneficios naturales de sus puestos de trabajo, que no serán bajos en lo absoluto, y sobre todo por el reconocimiento social y la felicidad indiscutible de ascender en un sitio.
Entonces, hemos roto la disyuntiva engañosa de mayor o menor apertura a la propiedad privada, en la que tristemente se centra la mayoría de los debates en torno al desarrollo económico en los países con gobiernos de izquierda. En la búsqueda de ese punto imaginario se han derrochado ya demasiadas horas que no se recuperarán jamás. La libre competencia ya ha desaparecido en el capitalismo desarrollado, apenas se restringe al sector de la alta cocina u otros semejantes, en los que la gente odia la impersonalidad de las grandes cadenas de restaurantes.
Y la libre competencia no ha desaparecido por leyes, no está prohibido montar una nueva fábrica de enlatados, simplemente ya no es rentable hacerlo, las relaciones económicas del capitalismo se acercan a un punto de quiebre. De hecho, en el caso norteamericano, las leyes llegado un punto ponen trabas a la monopolización, y es esta una de las razones por las cuales la centralización de su economía no se ha producido a un ritmo todavía más vertiginoso.
Las leyes antimonopolio en apariencia deberían tener el apoyo de la izquierda, pero en el fondo solo están tratando de perpetuar el modo en el que tradicionalmente funcionó la economía norteamericana durante siglos, están demorando la posibilidad del socialismo. Está claro, para establecer en ese país el socialismo no basta que el estado sea dueño de las acciones de todos los monopolios norteamericanos, numerosas reformas sociales estarían por hacerse, pero intento restringirme al aspecto económico, para no agobiar al lector. Intento mostrar una tensión interna en su sistema de la que pocas veces se habla.
La gran interrogante puede parecer por qué, si la Unión Soviética y tantos otros países pusieron bajo un solo mando sus respectivas economías, quedaron tan atrasadas en el aspecto económico al compararse con el capitalismo más desarrollado.
La respuesta es simple: sus economías nunca funcionaron como monopolios, sino como una sumatoria de empresas aisladas, similares en su funcionamiento al precario capitalismo decimonónico existente antes del triunfo bolchevique. Observemos cómo el crecimiento económico de la Unión Soviética comenzó a desacelerarse en la segunda mitad del siglo xx, justo cuando terminó de consolidarse en Occidente el capitalismo monopolista, una forma económica mucho más eficiente.
Los soviéticos nunca abandonaron el siglo diecinueve en cuanto a su gestión económica, y recordemos que esa es una de las principales críticas que hizo el Che a su sistema. Los soviéticos no solo no introdujeron sus avances tecnológicos a la producción, no solo desviaron una barbaridad de recursos al sector armamentístico, no solo desatendieron la agricultura y la industria ligera en favor de la industria pesada: su problema matriz estuvo en calcar las herramientas de un capitalismo que no se había desarrollado lo suficiente, y luego tener que competir con el capitalismo ya bien desarrollado.
De haber aplicado la manera de pensar de los nuevos monopolios occidentales, hubieran introducido sus avances tecnológicos a la producción, no hubieran desviado tanto dinero al sector armamentístico y definitivamente no hubieran desatendido la agricultura y la industria ligera en favor de la industria pesada.
El monopolio piensa en un sistema de ganancias y rentabilidad que no es malo de por sí, lo que es malo es la explotación, que ya es diferente. Los socialismos tradicionales se basaban en una benevolencia insustentable, puesto que se basaba en la ayuda inmediata a la gente, y no en el crecimiento económico, no en la movilidad del dinero. Nuestro país vio estancada su economía cuando intentó construir monopolios de manera artificial, durante los años sesenta, y por el contrario se desarrolló cuando retomó el verdadero monopolio que se había creado en la isla, el azucarero.
Lo que sucede es que la experiencia ha demostrado que el mundo es demasiado cambiante como para arriesgarlo todo en la monoproducción. Sobre el caso cubano quisiera escribir un artículo aparte, donde además planteara soluciones concretas.
La palabra socialismo hoy se usa no pocas veces con miedo, superficialidad o hipocresía. He preferido mostrar mi postura de lo que significa socialismo en el aspecto moral en un artículo titulado «El mito del emprendedor».
Estas líneas están referidas al aspecto económico. No creo que el silencio de Marx acerca de la transición al comunismo, así como las críticas a los socialistas ingenuos de su época, fueran simple casualidad. Sospecho que Marx intuyó muy bien que al sistema capitalista le faltaba desarrollarse.
No era adivino, y no podía saber lo que iban a constituir los monopolios, ni la superproducción, ni el titánico sector financiero, pero quizás intuyó que el punto de quiebre del sistema no podía ser simplemente moral.
Por más que nos duela, el conocimiento de la injusticia de un sistema no basta para derrocarlo. Actualmente, a diferencia del siglo xix, el capitalismo trata de regular sus empresas para conservar el ápice de libre competencia que le dio origen y que lo justifica, tal y como los monarcas empezaron a regular a los crecientes burgueses, cuando notaron que los estaban convirtiendo en obsoletos.
Creo que desde hace décadas el socialismo constituye una opción cada vez más viable, y no solo para el mundo desarrollado.
Tal vez sea en el mundo subdesarrollado donde su victoria se vuelva más posible, dado que en él las contradicciones sociales capitalistas son más fuertes y esto permite a sus pueblos hacer saltos de fe que el miedo a perder la comodidad dificulta a los norteamericanos o a los europeos.
https://lapupilainsomne.wordpress.com/2018/03/13/socialismo-la-palabra-angustiosa-por-carlos-avila-villamar/