"Indulto es insulto", claman en estos días miles y miles de peruanos en muchas ciudades a lo largo del país. Se refieren al indulto que el presidente Pedro Pablo Kuczynski ha otorgado en la víspera de Navidad al ex dictador Alberto Fujimori, condenado a 25 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad, como matanzas, lesiones graves, torturas, secuestros, corrupción, desfalco a la nación, peculado y usurpación de funciones.
La medida, que indigna a toda la sociedad civil, es particularmente escandalosa si se considera su ilegalidad a nivel de derecho internacional –tan así que la ONU y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la han inmediatamente rechazado– y, sobre todo, el hecho de que ha sido una vil moneda de cambio entre la permanencia de Kuczynski en la presidencia y la liberación del patriarca de los Fujimori.
La cuestión del indulto no es una novedad en absoluto, sino surge luego de su condena definitiva en 2010 gracias a la intervención de su hijo Kenji, el congresista más votado de Perú, quien siempre ha puesto la liberación del padre como su único programa.
El pedido, que no encontró disponibilidad en dos sucesivos presidentes, recibe cierta atención de Kuczynski, quien, recién ingresado a la presidencia en julio 2016, se apura a declarar que si el Congreso hubiera votado una ley para enviar a Fujimori a arresto domiciliario, considerando su salud, él la aprobaría.
La arrogancia de la bancada de Fuerza Popular, el partido liderado por Keiko Fujimori, fuerte de su mayoría absoluta (73 de 130 diputados), rechaza esta posibilidad con el argumento de que el ex dictador tiene que salir por la puerta grande.
En realidad muchos especulan que la liberación del patriarca mermaría el poder omnímodo de la hija, que tiene sujetado el viejo Kuczynski, subyuga de manera dictatorial su propia bancada y conquista progresivamente nuevos espacios de poder fuera del Congreso, estableciendo una suerte de gobierno paralelo.
Kenji, quien en el año y medio de gobierno de Kuczynski no teme desafiar las posturas más reaccionarias de Keiko al punto de recibir sanciones disciplinarias, asume una actitud conciliadora con el nuevo presidente, postura que no tarda en dar frutos.
En efecto, cuando el pasado jueves 21 de diciembre Kuczynski tuvo que comparecer frente al Congreso por un pedido de vacancia presidencial, la suerte del anciano mandatario parecía echada. Presentado sorpresivamente por el partido de izquierda Frente Amplio, que fungía en este caso de pez piloto de los fujimoristas, el pedido de vacancia se basaba en algunas revelaciones de Marcelo Odebrecht, quien acababa de confesar desde Curitiba ciertas relaciones de negocio con Kuczynski antes de que fuera presidente. Aunque el antiguo lobista de Wall Street se ha esmerado en demostrar su probidad absoluta –los contratos serían por unas inocentes consultorías realmente efectuadas– a la platea de los congresistas vampiros, dispuestos a beber la sangre del chivo presidente, parece no temblarle la mano.
(El fantasma de Odebrecht recorre por estos días toda América Latina, desde México hasta Chile, a comprobar lo podrido que están las estructuras de la administración pública y sus intríngulis con el gran dinero. En Perú la corrupción no empezó con la dictadura de Alberto Fujimori (1992-2000), pero es cierto que permeó irreversiblemente la sociedad, gracias al hecho de que el autócrata japonés y su siniestro consejero, Vladimiro Montesinos, se dedicaban a comprar consciencias e incondicionalidades.
Luego del gobierno transitorio de Valentín Paniagua, muy bien recordado por su honestidad y sentido de la justicia, que duró solamente ocho meses, los tres gobiernos sucesivos –Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011), Ollanta Humala (2011-2016)–, lejos de devolver a sus electores la tan ansiada democracia, consolidaron un sistema, copia provinciana del neoliberalismo global, en el cual los grandes ricos y los políticos compravotos intercambian favores y papeles a través de la llamada puerta giratoria. Es un mundo que se despacha recursos públicos con la cuchara grande, que lava coimas y mordidas definiéndolas comisiones y volviéndolas obligatorias).
Regresando al jueves negro de Kuczynski, cuando está a punto de cumplirse el sueño máximo de Keiko Fujimori –la decapitación política del hombre que ella considera usurpador y que no ha parado de humillar y someter– es su hermano Kenji, quien impide la realización de lo que ya se está llamando golpe de Estado, sustrayendo 10 sufragios decisivos al cargamontón parlamentario.
De los 87 votos que se necesitaban para remover al presidente, los promotores del impeachment, que originariamente habían sido 93, recogieron sólo 78 sufragios, gracias a las deserciones decisivas de uno de los dos partidos de izquierda (Nuevo Perú, de Verónica Mendoza, con 10 congresistas) y una decena de secuaces de Kenji, además de varios disidentes de otros partidos.
Más que la defensa de un Kuczynski que se mostraba nebuloso y poco confiable en sus explicaciones frente al Congreso, ha sido la arenga de su abogado, Alberto Borea, la que debe haber convencido unos indecisos.
En esos momentos salvar al viejo Kuczynski de la decapitación política significaba sobre todo impedir que los fujimoristas, en su expansionismo violento, se apoderaran también del Poder Ejecutivo. Nadie imaginaba, ni su abogado, que Kuczynski hubiera canjeado secretamente la liberación de Alberto Fujimori con su propia permanencia en el cargo.
Ni que habría definido los crímenes del dictador errores y excesos, sin dedicar siquiera una sola palabra a los deudos de las víctimas. Como efecto colateral, el indulto ha provocado una ola de renuncias en el gobierno y en el partido oficialista.
Mientras los hijos y devotos del ex dictador festejan la concesión del indulto, al que se suma una gracia que anula un proceso actualmente en curso por la matanza de Pativilca (enero 1992), crecen las protestas nacionales e internacionales en contra de un acto que, más que de conciliación, parece ser de impunidad y sustracción a la justicia.
En una palabra, de complicidad. Después de esta última sumisión al clan nipón, son muchos los observadores que consideran a Kuczynski un presidente con las horas contadas, a menos que no se resigne a ser el mayordomo del fujimorismo hasta 2021.
He mencionado las movilizaciones de una sociedad civil atenta, informada y activa, pero no se puede soslayar la existencia de una sociedad incivil, por llamarla de alguna forma, que sigue víctima de una narrativa sembrada por la famosa prensa chicha al tiempo de la dictadura. Se trata de una mitología popular que pinta al ex dictador como el estadista que salvó a Perú de la inflación, se preocupó por los humildes y derrotó al sangriento Sendero Luminoso.
La persistencia de esta visión entre los estratos más lumpen de la sociedad explica la gran popularidad de los Fujimori (Keiko está a más de 30 por ciento, frente a un 18 de Kuczynski). Entre las últimas iniciativas del partido fujimorista Fuerza Popular –actualmente partido en dos por el voto rebelde de Kenji, orquestado por el patriarca– está la revisión de los textos escolares introduciendo una descripción celebrativa de la presidencia decenal de Fujimori y olvidando sus crímenes.
Kuczynski tiene el hábito chistoso de hacer un bailecito en las presentaciones oficiales. Los últimos pasitos que ha dado, en ocasión de su sobrevivencia política, parecían idénticos a los de Michael Jackson como jefe zombi en Thriller.
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