1. Contexto y evolución
La tarea de comentar con cierto rigor la aportación del pensador sardo a la búsqueda de una estrategia revolucionaria en Occidente –condensada principalmente en los Cuadernos de la cárcel, escritos durante los años de 1929 a 1935- no es nada fácil debido a las dificultades en las cuales se vio obligado a desarrollar sus reflexiones y propuestas y a la necesidad de tener en cuenta siempre el contexto –histórico, político, ideológico y cultural- en el que las fue desarrollando.
A todo esto se suma el propio carácter fragmentario, multidimensional (Anderson, 1978: 15-16; 2016) e inacabado de su pensamiento, agravado por la necesidad de obviar una terminología más clara debido a la censura carcelaria.
Reconocer esos factores condicionantes y tenerlos siempre en cuenta es importante si queremos evitar una codificación en forma de tesis o, sobre todo, extrapolaciones interesadas, como ha ocurrido posteriormente en sucesivas ocasiones hasta llegar a nuestros días.
Dada la extraordinaria relación de trabajos y publicaciones que han ido saliendo en torno a la interpretación de su pensamiento, no es propósito de este texto entrar en diálogo o controversia con todas ellas, tarea además imposible, si bien me apoyaré en las que me parecen más relevantes para mi propósito en las siguientes páginas. Me limitaré únicamente a ofrecer una selección de las categorías y conceptos que pueden ser extraídos de su lectura y que me parecen fundamentales para nuestros debates actuales.
Comenzando por el marco histórico general, conviene recordar que Gramsci se apoyó en las lecciones que dentro de la Internacional Comunista (IC) se fueron extrayendo de la experiencia de la Revolución rusa triunfante de 1917 1/, pero también de las fracasadas en Alemania, Hungría y la misma Italia, en cuyo proceso él participó activamente.
Como resultado de los debates suscitados en torno a las mismas (sobre todo, de las derrotas sufridas en Alemania en 1921 y 1923) y en el tránsito hacia el cambio de período que se abría, la tesis de la “ofensiva revolucionaria” pasó a ser muy minoritaria dentro de la IC, viéndose pronto contrarrestada -por parte de Lenin 2/ y Trotsky especialmente- por la propuesta de una nueva orientación basada en una política de Frente Único Obrero –incluyendo a la socialdemocracia-, así como por la necesidad de elaborar programas que superaran la vieja división entre programa mínimo y programa máximo mediante la inclusión de reivindicaciones de tipo transitorio que hicieran un papel de puente entre ambas. Frente Único Obrero y programas de transición aparecían, por tanto, estrechamente articulados en el nuevo período que se abría.
Así, en su IV Congreso la IC, al mismo tiempo que defiende la “unidad del frente proletario”, “se pronuncia decididamente tanto contra el intento de presentar la introducción de reivindicaciones transitorias en el programa como oportunismo, como contra toda pretensión de atenuar o sustituir los objetivos revolucionarios fundamentales por reivindicaciones parciales” 3/.
Una orientación que, sin embargo, no llegó a obtener suficiente acuerdo dentro de la mayoría de los PCs, afectados por diferencias internas y muy pronto “bolchevizados” y subordinados al estalinismo ascendente dentro de la nueva URSS.
Conviene, empero, subrayar que las reflexiones sobre la experiencia vivida directamente en la revolución italiana fracasada son “el comienzo de la madurez de Gramsci”, el cual a partir de entonces “conserva la idea motriz de los consejos: la necesidad de que la revolución política arraigue en la “productiva”, y el poder político en el de la producción (…); ésta fue la razón de ser de la política de los consejos en 1920 y será la clave de la ‘guerra de trincheras’ del proletariado en la larga noche de la estabilización relativa capitalista de los años 20 y 30” (Sacristán, 1998: 144-145).
Partiendo de la reorientación propuesta desde la dirección de la IC (si bien Gramsci se refirió únicamente a Lenin como “padre” de esa reorientación, atribuyendo erróneamente a Trotsky la simple defensa de una “guerra de maniobra” 4/), el esfuerzo por convencer a la izquierda comunista occidental de la necesidad de superar el mimetismo con el “modelo ruso” fue la principal preocupación del dirigente comunista italiano. Con mayor razón cuando constató la entrada en un período de reflujo de las expectativas revolucionarias que dio paso al ascenso del fascismo en toda Europa, primero en Italia y, más tarde, del nazismo en Alemania.
El balance desastroso de la aplicación de la política ultraizquierdista del PC alemán, a medida que se fue materializando el triunfo del nazismo, tuvo precisamente en Trotsky a uno de sus principales críticos. Tampoco debemos olvidar otras llamadas de alerta que resaltaron las debilidades de la IC en la comprensión de los factores que explicaban el ascenso del nazismo como, por ejemplo, la que partiendo ya del psicoanálisis y el papel de las emociones hiciera Wilhelm Reich 5/.
Gramsci partió de aquellos debates, como recordó hace tiempo Perry Anderson (1978), con el fin de darles continuidad y tratar de responder al impasse estratégico que se abría. A su vez, insertó esa preocupación en el marco de las influencias que en la formación de su pensamiento tuvieron sus lecturas: además de las obras de Marx y Engels publicadas hasta entonces, la de “clásicos” como Maquiavelo, Hegel, Kant o Ricardo, o, last but not least, Benedetto Croce, Giovanni Gentile, Georges Sorel, Piero Sraffa o Matteo Bartoli (Losurdo, 2015: 11-164; Liguori, 2014. 44-45; Sacristán, 1998: 105, 111; Jessop, 2014).
Así pues, concentraremos nuestra atención en los Cuadernos de la cárcel, como han hecho cantidad de lectores e intérpretes de su pensamiento, no sin dejar de reconocer los problemas de “traducción” (en un doble sentido de la palabra) que plantea debido a las condiciones de censura y autocensura en que tuvo que escribirlas, así como a los matices y distinciones no siempre claras que aparecen en sus notas sucesivas.
2. Contra el economicismo
Con todo, su preocupación por responder a la nueva etapa post-revolucionaria va unida a otra más teórica, a medida que ve cómo en la nueva dirección de la Internacional Comunista que sucede a Lenin y Trotsky se va imponiendo una concepción economicista del materialismo histórico (con Bujarin como protagonista político-intelectual) 6/ que, además, sirve de sustento ideológico a una estrategia ultraizquierdista a partir de su V Congreso. Frente a ella, para Gramsci la metáfora base-superestructura del marxismo no podía reducirse a ver la segunda como mero reflejo de la primera y, por tanto, había que investigar sobre el papel de los distintos elementos de la superestructura y su influencia o interacción con las relaciones de producción. Para ese propósito se remite directamente a las consideraciones del propio Marx:
“La pretensión (presentada como postulado esencial del materialismo histórico) de presentar y exponer toda fluctuación de la política y de la ideología como expresión inmediata de la estructura tiene que ser combatida en la teoría como un infantilismo primitivo, y en la práctica hay que combatirla con el testimonio auténtico de Marx, escritor de obras políticas e históricas concretas.
A este respecto son de especial importancia el 18 Brumario y los escritos acerca de la Cuestión oriental, pero también otros (Revolución y contrarrevolución en Alemania, La guerra civil en Francia y otros menores) (…).
Así podrá observarse cuántas cautelas reales introduce Marx en sus investigaciones concretas, cautelas que no podían formularse en las obras generales. Entre esas cautelas podrían enumerarse como ejemplo las siguientes:
1) La dificultad que tiene el identificar en cada caso, estáticamente (como imagen fotográfica instantánea), la estructura; la política es de hecho en cada caso reflejo de las tendencias de desarrollo de la estructura, pero no está dicho que esas tendencias vayan a realizarse necesariamente (…).
2) De lo anterior se deduce que un determinado acto político puede haber sido un error de cálculo de los dirigentes de las clases dominantes, error que el desarrollo histórico corrige y supera a través de las ‘crisis’ parlamentarias gubernativas de las clases dirigentes; el materialismo histórico mecánico no considera la posibilidad de error, sino que entiende todo acto político como determinado por la estructura de un modo inmediato, o sea, como reflejo de una modificación real y permanente (en el sentido de adquirida) de la estructura (…)
3) No se considera lo suficiente el hecho de que muchos actos políticos se deben a necesidades internas de carácter organizativo, o sea, que están vinculados a la necesidad de dar coherencia a un partido, a un grupo, a una sociedad” (Gramsci, 1984a): 161-162) (las cursivas son mías) 7/.
Empero, nada más lejos de la reformulación de esa metáfora que la tendencia a interpretarla en un sentido “culturalista”, sin por ello negar su influencia en el desarrollo de los “estudios culturales” 8/, subalternos 9/ o étnicos 10/; ni tampoco cabe entenderla un sentido “politicista” 11/, pese a la relevancia que dio a la política.
Su crítica del esencialismo economicista no le condujo a un relativismo reduccionista o a un “pan-politicismo”, ni tampoco la versión que del mismo difundiera el “aventurerismo parlamentario” que representó el eurocomunismo (Thomas, 2009: 264-265 y 2014: 301-302)12/.
Por eso, movido siempre por su preocupación estratégica, apuesta por un análisis comparado de las diferentes evoluciones históricas y especificidades de las formaciones sociales y de los Estados. Un primer punto a subrayar es su insistencia en destacar las diferencias en las relaciones entre el Estado y la sociedad civil que observaba entre Oriente y Occidente y, posteriormente, Estados Unidos de Norteamérica.
De forma sucinta, podría resumirse diciendo que sostenía que en Oriente la sociedad civil era más débil y pesaban más el dominio y la coerción, mientras que en Occidente aquélla era más fuerte y predominaban la hegemonía y el consenso, aunque en último término esa hegemonía estaba “acorazada de coerción”:
“En Oriente el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil había una justa relación y en el temblor del Estado se discernía de inmediato una robusta estructura de la sociedad civil.
El Estado era sólo una trinchera avanzada, tras la cual se hallaba una robusta cadena de fortalezas y de casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se comprende, pero precisamente esto exigía un cuidadoso reconocimiento de carácter nacional” (Gramsci, 1984: 157).
Dentro del continente europeo también distingue entre unos países y otros en función precisamente de qué tipo de revoluciones burguesas se habían producido: no es lo mismo Francia –en donde se había producido una revolución nacional-popular- que Alemania o Italia –resultados de “revoluciones pasivas”, como comentaremos más abajo.
Así mismo, dentro de Occidente reconocía notables diferencias entre Europa y EE UU: la especificidad de este país sin pasado feudal y, por tanto, sin clases parasitarias, y sin instituciones de mediación previas 13/, explicaba que “industrialistas como Ford fueron capaces de aplicar su programa de ´racionalización’ sobre toda la sociedad basándose en su predominio en el mundo de la producción”: en ese sentido allí, incontestablemente, “la hegemonía nace de la fábrica y no tiene necesidad de ejercerse más que por una cantidad mínima de intermediarios profesionales de la política y la ideología”; y añade que se trata de un “tipo de sociedad racionalizada, en la que la ‘estructura’ domina más inmediatamente las superestructuras y éstas son ‘racionalizadas’ (simplificadas y disminuidas en número” (Gramsci, 2000: 66) 14/.
3. “Estado integral”, bloque histórico, hegemonía y sentido común
Pero, ¿qué definición de Estado nos ofrece Gramsci? De sus escritos se puede desprender una evolución o/y una distinción entre una concepción reducida (gobierno, aparato) y otra, que es la que desarrolla, la cual le lleva a sostener que el Estado integral es “todo el conjunto de actividades prácticas y teóricas con que la clase gobernante no sólo justifica y mantiene su dominio sino que logra obtener el consenso activo de los gobernados” (Gramsci, 1999: 186).
Una propuesta que sin duda tiene que ver con los cambios que ha ido observando también en el caso italiano con la crisis del Estado liberal y el advenimiento del fascismo (Buci-Glucksmann, 1978: 137) En resumen, de ese Estado integral formarían parte todos aquellos elementos que aseguren la hegemonía de una clase o un grupo social sobre toda la sociedad: una combinación de coerción y consentimiento variable según contextos, circunstancias y relaciones de fuerzas, para cuya descripción se apoya en la referencia al Centauro de Maquiavelo:
“Otro punto que establecer y desarrollar es el de la ‘doble perspectiva’ en la acción política y en la vida estatal. Varios grados en que puede presentarse la doble perspectiva, desde los más elementales hasta los más complejos.
Pero también este elemento está vinculado a la doble naturaleza del Centauro maquiavélico, de la fuerza y del consenso, del dominio y de la hegemonía, de la violencia y de la civilización (“de la Iglesia y del Estado”, como diría Croce), de la agitación y de la propaganda, de la táctica y de la estrategia” (Gramsci, 1984, 259-260).
Una “doble naturaleza” que se complementa con la “corrupción-fraude” 15/, capaz de lograr “la despotenciación y la parálisis del antagonista o antagonistas”, y que se desarrolla, no siempre con una distinción clara, en “dos planos superestructurales, el que se puede llamar de la ‘sociedad civil’, o sea, del conjunto de organismos vulgarmente llamados ‘privados’, y el de la ‘sociedad política o Estado’ y que corresponden a la función de ‘hegemonía’ que el grupo ejerce en toda la sociedad y al de ‘dominio directo’ o de mando que se expresa en el Estado y en el gobierno ‘jurídico” (Gramsci, 1986: 357).
Para él, por tanto, el poder no se encuentra solo en lo que entiende por Estado en sentido estricto (el aparato estatal) sino que aparece reflejado en ese “conjunto de actividades prácticas y teóricas” que se desarrollan en muchos centros de la sociedad.
Se propone así como tarea investigar esas actividades de los aparatos de hegemonía, incluyendo entre ellos los medios de comunicación, la Iglesia (no olvidemos la centralidad que el catolicismo tenía y tiene en la sociedad italiana), las instituciones educativas, los centros culturales, los partidos o los sindicatos.
Sin embargo, se puede coincidir con la apreciación de que “la atención de Gramsci tendió siempre más hacia las instituciones puramente culturales para garantizar el consentimiento de las masas –iglesias, escuelas, periódicos y demás- que a las instituciones específicamente políticas que garantizan la estabilidad del capitalismo con una complejidad y ambigüedad necesariamente mayores” (Anderson, 1978). En realidad, el interés de Gramsci está más en estudiar el poder estatal en términos estratégico-relacionales y no tanto las instituciones como tales, como propone Bob Jessop (2014b)).
A propósito de esto, la concepción de Gramsci de los “aparatos de hegemonía” es distinta de la que posteriormente desarrollará Louis Althusser con su concepto de “aparatos ideológicos de Estado”, sin negar por ello, como hace Jessop (2014 c)) la validez de la crítica que el filósofo francés hiciera a la interpretación derechista por el eurocomunismo del pensamiento gramsciano (Althusser, 2003: 163-173).
En cambio, posteriormente los análisis de Foucault sobre las relaciones de poder y la “gubernamentalidad” pueden ser vistos desde algunos enfoques como una propuesta superadora de la categoría de “consentimiento” de Gramsci (Dardot y Laval, 2013).
Con todo, lo que le interesa es analizar el poder estatal en términos relacionales y no tanto estudiando cada institución como tal; un enfoque que se vería luego ampliado, con por Jessop (2008: 7), apoyado a su vez en la contribución de Nicos Poulantzas.
Dentro de ese marco general, y siempre en relación-oposición con la clase dominante, la historia de los “grupos sociales subalternos” es percibida por Gramsci como “necesariamente disgregada y episódica”:
“Es indudable que en la actividad histórica de estos grupos existe la tendencia a la unificación, si bien según planes provisionales, pero esta tendencia es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes, y por lo tanto sólo puede ser demostrada a ciclo histórico cumplido, si éste concluye con un triunfo.
Los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes, aun cuando se rebelan y sublevan: solo la victoria ‘permanente’ rompe, y no inmediatamente, la subordinación. En realidad, aun cuando parecen triunfantes, los grupos subalternos están sólo en estado de defensa activa (esta verdad se puede demostrar con la historia de la revolución francesa hasta 1830 por lo menos)” (Gramsci, 2000: 178-179).
De ahí la importancia que da a la necesidad de no “pasar por alto y, peor aún, despreciar los movimientos llamados ‘espontáneos’, o sea, renunciar a darles una dirección consciente, a elevarlos a un plano superior introduciéndolos en la política”, ya que “puede tener a menudo consecuencias muy serias y graves” (Gramsci, 1981b): 54).
Con su definición de grupos o clases subalternas Gramsci se referirá, por tanto, a “un conjunto diversificado de clases, todas caracterizadas por no ser todavía hegemónicas o dominadas pero muy diferenciadas en su interior” (Liguori, 2016). Y añade:
“Entre los grupos subalternos uno ejercerá o tenderá a ejercer una cierta hegemonía a través de un partido, y esto hay que establecerlo estudiando incluso los desarrollos de todos los demás partidos en cuanto que incluyen elementos del grupo hegemónico o de los otros grupos subalternos que sufren tal hegemonía” (Gramsci, 2000: 183).
La lucha por la hegemonía aparece así como la tarea estratégica fundamental para estar en condiciones de conquistar el poder: para ello un grupo social o una clase social determinada –que para Gramsci debería ser la clase trabajadora- ha de ser capaz de constituirse en grupo dirigente antes de llegar a ser también dominante:
“El criterio histórico-político en que debe basarse la investigación es éste: que una clase es dominante de dos maneras, esto es, es ‘dirigente’ y ‘dominante’. Es dirigente de las clases aliadas, es dominante de las clases adversarias. Por ello una clase ya antes de subir al poder puede ser ‘dirigente’ (y debe serlo): cuando está en el poder se vuelve dominante pero sigue siendo también ‘dirigente” (Gramsci, 1981 a): 107).
Es así como se ha ido conformando o se puede ir construyendo un bloque histórico nuevo (concepto tomado de Georges Sorel). Un bloque histórico que ha de ser algo más que una alianza de clases, ya que, frente a lecturas sesgadas, “implica la transformación de la estructura y las superestructuras. Existe cuando es completa la hegemonía de una clase sobre el conjunto social; dicha clase es dominante y dirigente cuando disgrega a sus adversarios, logra el consenso de las clases y grupos sociales afines, posee intelectuales orgánicos, produce una crisis orgánica en el viejo orden social, aglutina y configura una voluntad colectiva en un partido revolucionario, tiene las riendas de la economía para transformarla de raíz y consigue la primacía en las superestructuras ideológicas, convirtiendo su filosofía en cosmovisión de masas y sus intereses en universales (nacionales)” (Díaz-Salazar, 1991: 141).
Gramsci entiende, por tanto, las “clases” o “grupos” subalternos, en relación/oposición inmediata con la clase dominante, como un conjunto diversificado de clases que abarcarían desde el proletariado industrial hasta los estratos sociales más marginales, periféricos y espontáneos: padecen la iniciativa de la clase dominante, pero intentan defenderse, por lo que siempre puede haber en ellas un germen de resistencia activa (Liguori, 2016).
El “grupo social” que aspira a ser hegemónico debe ir introduciendo mecanismos de dirección de clase –no solo política sino también moral e intelectual- en la sociedad civil. Y aquí conviene resaltar este comentario del pensador sardo:
“El hecho de la hegemonía presupone indudablemente que se tomen en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales la hegemonía será ejercida, que se forme un cierto equilibrio de compromiso, esto es, que el grupo dirigente haga sacrificios de orden económico-corporativo, pero también es indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden afectar a lo esencial, porque si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica, no puede dejar de tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo decisivo de la actividad económica” (Gramsci, 1999: 42).
Apunta, por tanto, a la necesidad de un compromiso entre los distintos grupos sociales y, a la vez, a la necesidad de que la hegemonía se dé también en el plano económico, sin por ello reducir ésta a las meras relaciones de clase en la esfera de la producción (Cospito, 2007: 80).
Precisamente, ese esfuerzo dirigido a conseguir que ”la hegemonía ético-política” llegue a ser “también económica” no puede obviar los límites a los que puede llegar aquélla bajo el capitalismo debido a las diferencias que Marx establecía entre la naturaleza de las revoluciones burguesas y la de las revoluciones proletarias y que no siempre Gramsci subrayó, especialmente cuando establecía analogías con el jacobinismo.
En efecto, como recuerda Perry Anderson, “es importante recordar el conocido principio marxista de que la clase obrera bajo el capitalismo es inherentemente incapaz de ser la clase culturalmente dominante a causa de haber sido estructuralmente expropiada, por su posición de clase, de algunos de los medios esenciales de producción cultural (educación, tradición, ocio), a diferencia de la burguesía de la Ilustración que pudo generar su propia cultura superior dentro del marco del ancien regime” (Anderson, 1978).
En resumen, el concepto de hegemonía implica “la articulación de un bloque histórico en torno a una clase dirigente, y no la simple adición no diferenciada de la categoría de descontentos; la formulación de un proyecto político capaz de solucionar una crisis histórica de la nación y del conjunto de las relaciones sociales” (Bensaïd, 2013: 93). Es así como se puede llegar al “momento” de la hegemonía, o sea, “planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha, no sobre un plano corporativo sino sobre un plano ‘universal y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados” (Gramsci, 1984 b); Campione, 2014: 13).
El objetivo a alcanzar es, por tanto, romper el “cemento ideológico” que asegura el consentimiento de las masas a la hegemonía de la burguesía.
Aquél se basa en un sentido común que equivale a la concepción popular tradicional del hombre medio, pero que está siempre en transformación continua, potencialmente bajo la influencia de lo que define como el buen sentido, es decir, el elemento crítico respecto a las cristalizaciones y dogmatizaciones del sentido común: es ese “buen sentido” el que ha de servirnos para luchar por un nuevo sentido común, impulsado por el nuevo bloque intelectual y moral.
El sentido común aparece así como una variante de la ideología o concepción del mundo y, por tanto, como “un concepto equívoco, contradictorio, multiforme, y que referirse al sentido común como confirmación de la verdad es una insensatez” (Gramsci, 1986: 264) (Liguori, 2009).
En el caso italiano, para Gramsci, ya desde 1916, el sentido común aparece claramente asociado con la religión -y el papel que juega la Iglesia católica como “aparato hegemónico”-, ya que se ha establecido como la concepción del mundo y de la vida típica de las masas populares. Empero, su reconocimiento de que existe una relación entre la fe religiosa y las normas de conducta conformes a ella no le lleva a plantear la eliminación de la religión o las Iglesias sino a superarlas “crítica y progresivamente hasta sustituirlas con una concepción superior de la vida y del mundo y con una organización social y política diferente”; ésa es la función que atribuye precisamente al “movimiento-partido-Estado obrero” (La Rocca, 2009: 704), armado, eso sí, de la “filosofía de la praxis”. Esta ha de ser precisamente “la crítica y la superación de la religión y del sentido común y en ese sentido coincide con el ‘buen sentido’ que se contrapone al sentido común” (Gramsci, 1986: 327).
Fundamenta además esa apuesta partiendo de su distinción dentro del complejo cultural en el que se mueven las clases subalternas (y que denomina “folklore”) entre la religión popular y la religión oficial, viendo por tanto la Iglesia como “un campo de la lucha de clases” (Tafalla, 2014: 173), como ha ocurrido históricamente y ha de volver a ocurrir 16/.
Por eso “un movimiento cultural que tienda a sustituir el sentido común y las viejas concepciones del mundo en general” ha de asumir determinadas tareas: “1) no cansarse nunca de repetir sus propios argumentos (variando literariamente su forma): la repetición es el medio didáctico más eficaz para operar sobre la mentalidad popular; 2) trabajar sin cesar para elevarla intelectualmente a estratos populares cada vez más vastos, lo que significa trabajar para crear elites de intelectuales de un tipo nuevo que surjan directamente de la masa aunque permaneciendo en contacto con ella para convertirse en el ‘armazón’ del busto. Esta segunda necesidad, si es satisfecha, es la que realmente modifica el ‘panorama ideológico’ de la época” (Gramsci, 1984: 258).
Partiendo de todas estas consideraciones –expuestas sucintamente en este trabajo-, Gramsci reformula el ya viejo debate estratégico introducido por Kautsky en la Segunda Internacional en torno a qué tipo de “guerra” hay que desarrollar para hacer posible la revolución. Teniendo en cuenta el nuevo contexto histórico –de relativo reflujo-, distingue entre guerra de posiciones y guerra de maniobra o de movimiento, insistiendo en la necesidad de priorizar la primera, en realidad asimilable a la lucha por la hegemonía 17/: “se trata, pues, de estudiar con profundidad cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa de la guerra de posiciones” (Gramsci, 1984: 152), con el fin de ir construyendo un nuevo consenso que permita transformar los intereses corporativos en intereses solidarios para así ir articulando ese bloque histórico que aspira a crear un nuevo tipo de sociedad. Para esto último sí que será necesario pasar a la guerra de maniobra o movimiento, o sea, a la confrontación abierta. Un horizonte al que, también frente a lecturas interesadas posteriores, nunca renunció el pensador sardo, como reconoce, desde su discrepancia, Chantal Mouffe (Errejón y Mouffe, 2015: 32-33).
Un desacuerdo que sin duda tiene que ver con la sobreestimación por parte de Mouffe y Ernesto Laclau de la autonomía de la esfera política -y, con ella, de la capacidad performativa del discurso y del liderazgo carismático en la construcción de un “pueblo” en las “(post)democracias de audiencia”- y del Estado respecto a sus bases materiales y a la relación de fuerzas que en ellas se dan. Por eso se entiende que Mouffe apueste por convertir el antagonismo pueblo vs. oligarquía en una democracia agónica en la que el “enemigo” pase a ser “adversario”, sustituyendo así el horizonte rupturista por una “multiplicidad de rupturas” (ibid.), o sea, por una estrategia gradualista de conquista del Estado y desde el Estado para ir sentando las bases de una democracia radical y pluralista (Thomassen, 2016: 168-169). Tampoco sorprende que desde su tendencia a sobrevalorar el papel del liderazgo carismático desde el ejecutivo estatal Laclau defendiera un presidencialismo fuerte en casos como el de la Argentina de los Kirchner (Rivera, 2015: 48)18/.
4. “Voluntad colectiva” nacional-popular, reforma intelectual y moral y partido político. Una pasión razonada
Otra aportación fundamental en esas reflexiones es la de la necesidad de ir conformando una voluntad colectiva nacional-popular. Se trata de una propuesta que extrae Gramsci del fracaso de la “revolución de los consejos” de 1920 por considerar que el proletariado del Norte no supo forjar una alianza con el campesinado del Sur. Ya en 1924 escribía:
“La cuestión meridional no puede ser resuelta por la burguesía más que transitoriamente, episódicamente, con la corrupción a hierro y fuego. El fascismo ha exasperado la situación y la ha aclarado en gran parte. El no haber sido situado con claridad el problema, en toda su extensión y con todas sus consecuencias políticas, ha impedido la acción de la clase obrera y ha contribuido, en gran parte, al fracaso de la revolución de los años 1919-1920” (Gramsci, 1978: 46).
Para este “marxista de la subjetividad”, como le definía Manuel Sacristán, los jacobinos son una referencia a seguir para llevar a cabo esa tarea. Éstos “lucharon hasta la extenuación por asegurar un vínculo práctico entre la ciudad y el campo y, en este sentido, el espíritu del jacobinismo ha tenido una relación directa con la configuración histórica de la voluntad colectiva nacional-popular” (Fernández Buey, 2014: 33).
Por tanto, esa voluntad nacional-popular ha de ser el resultado de la construcción de un pueblo como el conjunto de clases subalternas bajo la dirección de la clase obrera, pero para esto habrá que llegar a suscitar un “espíritu de escisión” 19/ en la sociedad que permita a aquellas desligarse de los sistemas de consenso de la clase dominante; la vía para conseguirlo, subraya, sería la de poner en pie una nueva reforma intelectual y moral (términos tomados, por cierto, del título de una obra de Ernest Renan a través de Sorel), entendida como una nueva concepción del mundo, “equivalente laico” de lo que significó la reforma protestante dentro del cristianismo; o sea, una concepción radical, de cambio de sentido de época, nada menor.
Pero, ¿quién es el sujeto político principal para impulsar esa estrategia que, aunque Gramsci no la llegó a emplear, podemos calificar como “contrahegemónica”? Aquí entra, reformulando a Maquiavelo, el “Príncipe Moderno”:
“Si hubiera que traducir en lenguaje político moderno la noción de ‘Príncipe’, tal como ésta se utiliza en el libro de Maquiavelo, habría que hacer una serie de distinciones: ‘príncipe’ podría ser un jefe de Estado, un jefe de gobierno, pero también un dirigente político que quiere conquistar un Estado o fundar un nuevo tipo de Estado; en este sentido ‘príncipe’ podría traducirse en lenguaje moderno por ‘partido político” (Gramsci, 1984: 345) (Fortes, 2015).
El partido es concebido como el “intelectual colectivo” 20/ de la clase obrera, como el sujeto activo de la construcción de una nueva voluntad colectiva mediante una “pedagogía democrática” que sea portadora de un modelo de democracia sustancial alternativo. El partido sería como el aparato práctico del aparato teórico, el marxismo -o “filosofía de la praxis”-, entendido como un materialismo histórico depurado de mecanicismo y determinismo (Cospito, 2009). Sus fronteras también han de ser porosas, ya que “el partido político no es sólo la organización política del partido mismo, sino todo el bloque social activo del cual el partido es la guía porque es la expresión necesaria” (Gramsci, 1999: 228).
Con todo, no podía olvidar las enseñanzas que cabía extraer de la involución de muchos partidos en los años 20 y 30 del pasado siglo, como demuestran sus comentarios sobre la obra de Robert Michels, interesante y esquemática a la vez en su opinión, especialmente en lo relacionado con sus procesos de burocratización interna:
“La burocracia es la fuerza consuetudinaria y conservadora más peligrosa: si ésta acaba por constituir un grupo solidario, que se apoya en sí mismo y se siente independiente de la masa, el partido acaba por volverse anacrónico, y en los momentos de crisis aguda queda vacío de su contenido social y queda como apoyado en el aire” (1999: 53).
El nuevo Príncipe es, por tanto, el que ha de ser capaz de forjar un “espíritu de escisión” “en términos políticos, sin el cual las clases subalternas permanecen disgregadas en una sociedad civil meramente corporativa y no directiva de sus clases antagonistas” (Thomas, 2009: 438). Su tarea histórica es, por tanto, enorme. Con palabras, de nuevo, del pensador sardo: “El moderno Príncipe debe y no puede dejar de ser el pregonero y organizador de una reforma intelectual y moral, lo que además significa crear el terreno para un ulterior desarrollo de la voluntad colectiva nacional popular hacia el cumplimiento de una forma superior y total de civilización moderna” (Gramsci, 1999: 17) 21/.
Empero, insiste en su relación con la esfera socio-económica:
“¿Puede haber reforma cultural y, por lo tanto, elevación civil de los estratos deprimidos de la sociedad sin una previa reforma económica y un cambio en la posición social y en el mundo económico? Por eso una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a un programa de reforma económica, incluso el programa de reforma económica es precisamente el modo concreto en que se presenta toda reforma intelectual y moral” (1999: 17).
Conviene recordar que su concepción del intelectual es muy amplia: para este pensador-estratega no existen los no-intelectuales, ya que todas las personas (aunque él se refería a “los hombres”) son filósofas de algún modo, aunque no todas ejercen la función de intelectual en la sociedad. Existen los intelectuales orgánicos y los tradicionales y el proletariado necesita dotarse de los primeros para su emancipación. Para ello debería haber una interconexión entre saber-comprender-sentir; las masas, sobre todo, “sienten”, pero no siempre “comprenden” y “saben”; a la inversa, los intelectuales “saben”, pero no siempre “comprenden” y “sienten” las aspiraciones de las masas” (Voza, 2009: 72).
Partiendo de reflexiones como la anterior sobre la relación entre el “saber” y el “sentir” se entiende “la pasión (razonada) con que Gramsci defendió siempre la veracidad en política” (Fernández Buey, 2001: 118). En efecto, insiste el pensador sardo en que “no se hace política-historia sin esa pasión, o sea, sin esa conexión sentimental entre intelectuales y ‘pueblo-nación’. En ausencia de tal nexo las relaciones del intelectual con el pueblo nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio (el llamado centralismo orgánico)” (Gramsci, 1986: 347; Forenze, 2009: 628).
De lo anterior se desprende también su preocupación creciente por el uso de un lenguaje adecuado a la lucha por la hegemonía cultural:
“Cada vez que aflora, de un modo u otro, el problema de la lengua, significa que se está imponiendo una serie de otros problemas: la formación y ampliación de la clase dirigente, la necesidad de establecer vínculos más sólidos y seguros entre los grupos dirigentes y la masa popular-nacional. Es decir, la necesidad de reorganizar la hegemonía cultural” (Gramsci, 2000: 229)22 /.
5. Crisis, cesarismos y transformismo vs. hegemonía expansiva. El factor geopolítico
La crisis “de autoridad”, “de hegemonía e incluso del Estado en su conjunto” (Gramsci, 1999: 52) y el interregno que abre fue descrita por Gramsci en muchas partes de sus notas. Una de ellas ha sido quizás la más repetida en los últimos tiempos:
“Si la clase dominante ha perdido el consenso, o sea, si ya no es ‘dirigente’, sino únicamente ‘dominante’, detentadora de la pura fuerza coercitiva, esto significa precisamente que las grandes masas se han apartado de las ideologías tradicionales, no creen ya en lo que antes creían, etcétera. La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados” (1981 b): 37)
Partiendo de esa necesidad de prepararse ante la crisis de hegemonía del bloque histórico dominante, Gramsci propone una estrategia que puede llegar a ser aplicable en mayor o menor grado en función de los distintos tipos de crisis que surjan en un país. Por eso encontramos en sus apuntes la distinción entre crisis orgánica (la que llega a afectar al propio Estado), o sea, aquélla que, debido al fracaso de la política de la clase dirigente, puede conducir a la disgregación del bloque histórico dominante frente al desafío organizado de las clases subalternas, sin el cual la crisis no provocará repercusiones en el interior de aquél); crisis coyuntural, de gobierno, o de régimen, diríamos ahora, y crisis histórica, que puede estar relacionada con la primera pero como trasfondo económico e incluso sistémico.
Es la primera la que merece más atención, ya que del desarrollo de la misma pueden resultar diferentes salidas, sobre todo si se da un “equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas”: es en esas circunstancias cuando pueden surgir los “monstruos” o los “cesarismos”, que pueden ser conservadores pero también progresistas:
“Se puede decir que el cesarismo o bonapartismo expresa una situación en la que las fuerzas en lucha se equilibran de modo catastrófico, o sea que se equilibran de modo tal que la continuación de la lucha no puede concluir más que con la destrucción recíproca (…). Pero el cesarismo, si bien expresa siempre la solución ‘arbitral’, confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada de equilibrio de las fuerzas de tendencia catastrófica, no tiene siempre el mismo significado histórico. Puede haber un cesarismo progresista o un cesarismo regresivo, y el significado exacto de cada forma de cesarismo, en último análisis, puede ser reconstruido por la historia concreta y no por un esquema sociológico. Es progresista el cesarismo cuando su intervención ayuda a la fuerza progresista a triunfar aunque sea con ciertos compromisos limitativos de la victoria; es regresivo cuando su intervención ayuda a triunfar a la fuerza regresiva, también en este caso con ciertos compromisos y limitaciones, que no obstante tienen un valor, un alcance y un significado distintos que en el caso precedente. César y Napoleón I son ejemplos de cesarismo progresista. Napoleón III (y también Bismark) de cesarismo regresivo” (Gramsci, 1986: 102).
En contextos como ésos es cuando la lucha por la hegemonía y la conformación de un nuevo bloque histórico son tareas clave a través de la mediación de un partido que sepa evitar el transformismo (trasvase de una clase al grupo enemigo, bien por voluntad propia o por dejarse absorber gradualmente por los dirigentes de la clase antagónica); o, lo que es lo mismo, la revolución pasiva:
“El concepto de revolución pasiva me parece exacto no sólo para Italia sino también para los demás países que modernizaron el Estado a través de una serie de reformas o de guerras nacionales, sin pasar por la revolución política de tipo radical-jacobino” (Gramsci, 1984a): 216-217).
Ésa es la enseñanza que saca del Risorgimento italiano –en donde el Partido de Acción sufrió un proceso de transformismo y se fue configurando un nuevo bloque histórico entre la oligarquía agraria del Sur y la burguesía industrial emergente del Norte-, que aplica también a los casos del fascismo y el “americanismo”: o sea, las “revoluciones pasivas” son aquéllas en las que en el mejor de los casos se logre cambiar las formas políticas de la sociedad (el gobierno, el régimen) pero no sus contenidos económicos, ya que para lograr esto último haría falta llegar al “momento jacobino-popular”, o sea, a una revolución protagonizada por un bloque histórico alternativo.
Superado el riesgo de “transformismo” mediante ese momento de ruptura con el viejo orden, es cuando se puede ir más lejos, hacia una “hegemonía expansiva” que vaya abriendo el camino hacia una “sociedad regulada” y, por tanto, hacia una redefinición de las funciones del Estado. Será entonces cuando se podrá pasar a “una fase de Estado-vigilante nocturno, o sea de una organización coercitiva que tutelará el desarrollo de los elementos de sociedad regulada en continuo incremento, y por lo tanto reduciendo gradualmente sus intervenciones autoritarias y coactivas” (Gramsci, 1984: 76). Esa idea de “sociedad regulada” es, por tanto, la de una sociedad que podría definirse como autogestionada; en suma, una sociedad en la que se irá superando la distinción gobernantes-gobernados (Liguori, 2009: 211).
En el desarrollo de los períodos de crisis el análisis de la evolución de las relaciones de fuerzas es fundamental. Gramsci distingue diferentes “momentos o grados”: primero, el de las relaciones de fuerzas sociales objetivas, o sea, de las clases sociales, “estrictamente ligada a la estructura”; luego, el de las relaciones de fuerzas políticas, entre las que incluye la valoración del grado de homogeneidad, autoconciencia y organización de los distintos grupos sociales, pero también el factor internacional o geopolítico en un sentido o en otro: en ese marco se debería producir el paso del nivel económico-corporativo al de solidaridad de intereses y, finalmente, el de la existencia real de una conciencia ético-política de clase; es entonces cuando considera que se hace necesario tener en cuenta cuál es la relación de fuerzas entre los contendientes en el plano militar (Gramsci, 1981 b): 169-171).
El factor internacional o geopolítico fue resaltado por el pensador sardo en muchas de sus notas. Proponía analizar los elementos que se debe tener en cuenta para analizar la jerarquía de poder entre los Estados (extensión del territorio, fuerza hegemónica, fuerza militar y posibilidad de imprimir a su actividad una dirección autónoma, cuya influencia deban sufrir las otras potencias (Gramsci, 1981b): 223), distinguiendo también entre los hegemónicos y los subalternos:
“Como en cierto sentido en un Estado la historia es historia de las clases dirigentes, así en el mundo la historia es historia de los Estados hegemónicos. La historia de los Estados subalternos se explica por la historia de los Estados hegemónicos” (1999: 181).
De lo anterior deducía que “cuanto más subordinada está la vida económica inmediata de una nación a las relaciones internacionales, tanto más representa esta situación un determinado partido y la explota para impedir que ganen ventaja los partidos adversarios”. Por eso, “a menudo el llamado “partido del extranjero” no es precisamente el que como tal es vulgarmente indicado, sino precisamente el partido más nacionalista que, en realidad, más que representar las fuerzas vitales de su propio país, representa su subordinación y el sometimiento económico a las naciones o a un grupo de naciones hegemónicas” (Gramsci, 1999: 19).
Unas consideraciones que le llevaban a reafirmar los conceptos de “revolucionario” e “internacionalista”, ya que “en el sentido moderno de la palabra, son correlativos al concepto preciso de Estado y de clase: escasa comprensión del Estado significa escasa conciencia de clase (comprensión del Estado existe no sólo cuando se le defiende sino también cuando se le ataca para derrocarlo), en consecuencia, escasa eficiencia de los partidos, etcétera” (Gramsci, 1981b): 50).
Éste es el breve y sintético recorrido que me ha parecido de más interés hacer en torno a las principales categorías de análisis y de estrategia política que a lo largo de sus trabajos he podido extraer, siendo consciente de que son unas reflexiones complejas e inconclusas, en reelaboración permanente y en unas condiciones personales, físicas y psicológicas cada vez más difíciles que le conducirían finalmente a su temprana muerte (Fernández Buey, (2010).
Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED y editor de viento sur
NOTAS
1/ Una breve síntesis sobre las posiciones de Gramsci ante esta revolución y el devenir del nuevo Estado se puede encontrar en Modonesi (2017).
2/ La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo’, publicada en 1920, supone ya una primera y dura controversia con los comunistas “de izquierda” de distintos países europeos.
3/ Para un balance crítico de esta orientación: Romero (2015).
4/ Si bien no por ello deja de reconocer la distinción que hace Trotsky entre Oriente y Occidente en su discurso ante el IV Congreso de la IC en noviembre de 1922, aunque no ve en el mismo “indicaciones de carácter práctico” (Gramsci, 1999: 63 y 468-469). En cambio, el Informe (“Cinco años de la revolución rusa y perspectivas de la revolución mundial”) que presentó Lenin en ese Congreso, al que asistió Gramsci, sí influyó mucho en él (Ragionieri, 1976: 192-196).
5/ Reich escribía en junio de 1934: “Mientras nosotros exponíamos a las masas magníficos análisis históricos y disquisiciones económicas sobre las contradicciones interimperialistas, ellas se entusiasmaban por Hitler desde lo más profundo de sus sentimientos. Habíamos dejado la práctica del factor subjetivo, por decirlo con Marx, a los idealistas y nos habíamos convertido en materialistas mecanicistas y economicistas” (1974: 86). A propósito de estas reflexiones: Jakopovich (2008).
6/ Con su obra Teoría del materialismo histórico. Ensayo popular de sociología marxista, publicada en 1921; como recuerda Michael Krätke (2011), Gramsci, amigo de Piero Sraffa, no llegó a conocer otras obras relevantes, como las de Issac Rubin y Yevgueni Preobrazhenski, que le habrían permitido un conocimiento mayor del debate que se abrió en los primeros años del nuevo Estado.
7/ Así será también en las siguientes citas de este autor. Para facilitar el acceso a sus fuentes en castellano me remitiré siempre a los sucesivos Tomos de Cuadernos de la cárcel, publicados por Era.
8/ Si bien no por parte de Raymond Williams, quien, apoyándose en la referencia de Gramsci a El 18 Brumario de Luis Bonaparte (Williams,1980:94-95), resaltó su contribución a “pensar” el poder de una forma, a la vez cultural y material, que fuera más allá de la dicotomía “base-sobreestructura” (Alonso, 2014: 11).
9/ Con Ranajit Guha como pionero de esa corriente, cuya obra Dominance without Hegemony (1997) es considerada por Perry Anderson la más relevante entre las inspiradas en Gramsci (Anderson, 2016).
10/ Empero, Stuart Hall, figura destacada de esta corriente, sobresalió en dar relevancia a la aportación de Gramsci al estudio del racismo pero también para analizar el ascenso del “thatcherismo” como “revolución regresiva”; pese a las críticas que recibió por sobrevalorar el papel de la ideología, reconocía que para el pensador sardo “no puede haber hegemonía sin ‘el decisivo núcleo de lo económico” (Hall, 1988: 171; cit. por Blackburn, 2014: 93); para un balance crítico posterior del debate de Hall con Thompson y Milliband, entre otros: Falzon (2013).
11/ Ésa es la tendencia achacable principalmente a Laclau y Mouffe (Jessop, 2014 a)).
12/ Ernest Mandel desarrolló también una crítica a la interpretación oportunista de Gramsci por el eurocomunismo en el capítulo 9 de su Crítica del eurocomunismo (1977).
13/ “El americanismo (…) consiste en el hecho de que no existen clases numerosas sin una función esencial en el mundo productivo, vale decir, clases absolutamente parasitarias. La ‘tradición’, la ‘civilización’ europea, se caracteriza en cambio por la existencia de tales clases, creadas por la ‘riqueza’ y ‘complejidad’ de la historia pasada, que dejó un cúmulo de sedimentaciones pasivas” (Gramsci, 1984 b): 287).
14/ Es precisamente en torno al papel que puede jugar EE UU en el futuro de Europa que Gramsci se pregunta: “El problema es éste: si América, con el peso implacable de su producción económica, obligará y está obligando a Europa a una transformación de su base económico-social, que igualmente se hubiera producido pero con ritmo lento y que por el contrario se presenta como un contragolpe de la ‘prepotencia americana’, esto es, se está creando una transformación de las bases materiales de la civilización, lo que a largo plazo (y no muy largo, porque en el período actual todo es más rápido que en los períodos pasados) llevará a una transformación de la civilización existente y al nacimiento de una nueva” (1981 b): 23).
15/ “Entre el consenso y la fuerza está la corrupción-fraude (que es característica de ciertas situaciones de difícil ejercicio de la función hegemónica, presentando el empleo de la fuerza demasiados peligros) o sea, el debilitamiento y la parálisis infligidos al adversario o a los adversarios acaparando sus dirigentes bien sea encubiertamente o, en caso de peligro emergente, abiertamente, para provocar confusión y desorden en las filas adversarias” (Gramsci, 1984b): 126). Perry Anderson (2002) subraya este factor, generalmente poco mencionado, extendiendo su aplicación al ámbito de las relaciones entre Estados.
16/ Para un estudio sistemático, y a la vez crítico, de las reflexiones de Gramsci sobre la religión: Díaz-Salazar (1991).
17/ “La guerra de posiciones, en política, es el concepto de hegemonía, que sólo puede nacer después del advenimiento de ciertas premisas, a saber las grandes organizaciones populares de tipo moderno, que representan como las ‘trincheras’ y las fortificaciones permanentes en la guerra de posiciones” (Gramsci, 1984 a): 244).
18/ En realidad, para Laclau, como bien observa Villacañas, “el punto de palanca es el dominio del poder ejecutivo” (2015: 89). Con todo, no pretendo simplificar, ya que la funcionalidad electoral del populismo en determinados contextos y momentos críticos es innegable y en todo caso “implica un desafío para la izquierda, pues debe abandonar todo aristocratismo político basado en el concepto de ‘falsa conciencia’ y ser capaz de superar el populismo sobrepujando y articulando toda una serie de valores, demandas e identidades. Se trata de distinguir el contenido estratégicamente diferencial entre el socialismo y el populismo, así como comprender su entrecruzamiento” (Sanmartino, (2007).
19/ “¿Qué puede oponerse, por parte de una clase innovadora, a este complejo formidable de trincheras y fortificaciones de la clase dominante? El espíritu de escisión, o sea la progresiva adquisición de la conciencia de la propia personalidad histórica, espíritu de escisión que debe tender a extenderse de la clase protagonista a las clases aliadas potenciales: todo ello exige un complejo ideológico, cuya primera condición es el exacto conocimiento del campo que se ha de vaciar de su elemento de masa humana” (Gramsci, 1981 b): 55-56).
20/ “Que todos los miembros de un partido político deban ser considerados como intelectuales: he aquí una afirmación que puede prestarse a la burla; no obstante, si se reflexiona, nada es más exacto. Habrá que hacer distinciones de grado, un partido podrá tener mayor o menor composición del grado más alto o del grado más bajo; no es eso lo que importa: importa la función que es educativa y directa, o sea, intelectual” (Gramsci, 1981 b): 190).
21/ La voluntad colectiva nacional-popular podría ser, por tanto, asociada a la reivindicación de la soberanía popular “o, más precisamente, como base de la acción del legislador” (Coutinho, 2009). Para una reflexión de interés sobre el partido en Gramsci y los problemas de “anacronismo” que suscita hoy: Douet (2017).
22/ Citado por F. Fernández Buey (2000: 192).
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