El nuevo fascismo es una confluencia entre la evolución del capitalismo y la propia ideología fascista del siglo pasado, adaptándose y ajustándose al racismo inherente al actual sistema y a las crisis que han golpeado el mundo a comienzos del siglo XXI, desde el 11 de septiembre de 2001, pasando por la crisis económica y social de 2008, hasta la crisis de los refugiados de 2015.
A excepción de grupos claramente neonazis como Amanecer Dorado en Grecia, Jobbik en Hungría y Svoboda y Sector Derecho en Ucrania, por ahora los nuevos fascistas no han usado la violencia ni han apostado claramente por el totalitarismo.
Se nos han presentado disfrazados de demócratas, apelando a la libertad de expresión para legitimar su discurso, sustituyendo el antisemitismo por la islamofobia y hablando de incompatibilidad de culturas, etnias y religiones en lugar de supremacía racial biológica.
Se desmarcan del fascismo clásico de Hitler, Mussolini y Franco, que tenía debilidad por los golpes de estado como herramienta revolucionaria y salvadora para instaurar el orden totalitario, y participan del espectro político-electoral como un partido más, haciendo uso de los mismos derechos que cualquier otro a expresar sus ideales y a participar de la Democracia y del Estado de Derecho.
El fascismo clásico del siglo pasado creció en Europa, entre otras razones, por la inacción de los grupos poblacionales que en un principio no estaban siendo oprimidos.
En la Europa actual ocurre algo parecido.
Poniendo como ejemplo Francia, el Front National no se ha topado con una oposición lo suficientemente unitaria y contundente como para no continuar con su crecimiento.
Lejos de esto, los nuevos fascistas han encontrado el incondicional apoyo de los grandes partidos, que en un principio rehusaron criticarlos abierta y categóricamente con la excusa de no darles publicidad, se evitaba por todos los medios mencionar al Front National, hacían como si no existiera, y cuando se veían obligados a hablar de ellos lo describían cono partido “nacional-populista”.
Con ello propiciaron, sin quererlo, que la extrema derecha se fortaleciera en un espacio político desocupado.
Más tarde, al permitirles participar del entramado político-electoral, comprobaron que los intentos por invisibilizar al FN no dieron el resultado que pretendían.
Al contrario, fueron modificando su discurso a la medida que les convenía, diciendo de sí mismos que no eran ni de izquierdas ni de derechas -como lo hacía el fascismo clásico- y ganando simpatías entre la clase trabajadora al presentarse como oposición a la Unión Europea y a las personas migrantes -sobre todo musulmanas-, a quienes culpaban de quitarles el trabajo y las ayudas sociales a los franceses.
De esta forma el FN y otros pseudo-partidos de extrema derecha consiguieron sacar rentabilidad a la inacción de la clase política europea.
Entonces fue cuando los grandes partidos de toda Europa no dudaron en sumarse al discurso racista y xenófobo e intentaron compartir espacio con la extrema derecha, con el doble objetivo de sumar votos y restárselos al rival.
Pero las malas noticias con respecto al nuevo fascismo no terminan aquí. Ahora tenemos que tener muy en cuenta la llegada de un racista, machista, xenófobo, homófobo y demás istas y ófobos a la Casa Blanca.
Si el neofascismo europeo estaba viendo cómo se legitimaba su discurso por ser asumido en cierta medida por la derecha no tan extrema y por la no tan derecha, mucho más legitimado está ahora que el país más poderoso del mundo tiene como presidente a un multimillonario de ideas fascistoides.
Ya dijo Marine Le Pen que ella quiere una Francia como la USA de Trump.
Hay elecciones en Holanda y a finales de abril las habrá en Francia. Según las encuestas, los partidos de Wilders y Le Pen serán los más votados en sus respectivos países.
En el caso de Holanda, se pronostica que Wilders no formaría gobierno porque nadie pactaría con él.
En el caso francés, los pronósticos dicen que haría falta una segunda vuelta donde Le Pen sería derrotada por su oponente, ya sea Macron o Fillon.
Pero en ambos países gran número de partidos políticos incluyen en sus discursos referencias que se pueden tachar de xenófobas y/o islamófobas.
Esto es así hasta el punto que el Colegio de Abogados de Holanda ha emitido un informe público en el que se llama la atención a cinco de los partidos que se presentan a las elecciones por incluir en sus programas propuestas ilegales que vulneran los derechos y libertades de las y los holandeses.
Este informe dice literalmente que “si el que debe proteger nuestro Estado Democrático de Derecho está preparado para debilitarlo, constituye él mismo una amenaza para las libertades que sustentan nuestra sociedad”.
En otras palabras, lo que parece ser democracia no es para nada democrático.
Hay quien dice que Donald Trump, Marine Le Pen y Geert Wilders son ultras pero no son fascistas y hay quien dice que son postfascistas. Yo los describo como los nuevos fascistas del siglo XXI para diferenciarlos del fascismo de entre-guerras y del neofascismo.
Lo que está claro, lo que creo que no tiene discusión, es que no son demócratas, y que con ellos todas y todos corremos peligro.
Que no exista una oposición contundente y unitaria a ellos, llamarles “nacional-populistas” o adoptar parte de su discurso xenófobo es hacerles un favor, es legitimar lo ilegítimo, es democratizar lo anti democrático.
Es, en definitiva, una seria amenaza para los derechos y libertades de todas las personas, todas, incluso de aquellas que piensan que todo esto no va con ellas.
Ahora, con Trump en la cima del mundo dando apoyo a la extrema derecha europea, ¿alguien se atrevería a pronosticar cómo sería una Francia gobernada por Le Pen y una Holanda gobernada por Wilders?
Y si eso fuera así, ¿alguien se atrevería a pronosticar la reacción del electorado en Noruega, Dinamarca, Reino Unido, Alemania, Hungría…? Y finalmente ¿alguien se atrevería a pronosticar cómo sería Europa?
Yo lo he intentado y el pronóstico da mucho miedo.
Toni Ramos - Alternatiba
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