Cuando fui a Hiroshima en 1967, la huella de la sombra sobre las aceras estaba allí todavía.
Era una impresión casi perfecta de un ser humano confiado: las piernas separadas, la espalda curvada, una mano sobre su costado mientras que la otra esperaba la apertura de un banco. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, la persona y su silueta quedaron grabadas en el granito.
He contemplado la sombra durante una hora o mas, inolvidable. Cuando he regresado muchos años después, ya no estaba: trasladada, desaparecida, una molestia política.
Estuve dos años realizando un documental titulado “La próxima guerra contra China”, donde las pruebas y los testigos nos avisan sobre el hecho de que la guerra nuclear no es una sombra, sino una posibilidad.
La mayor acumulación de fuerzas armadas norteamericanas desde la Segunda Guerra mundial esta en marcha.
Están en el hemisferio norte, sobre las fronteras occidentales de Rusia, en Asia y en el Pacífico, frente a China.
El gran peligro que esto suscita no es noticia, o bien se oculta y se deforma, mediante un alboroto de burdas informaciones falsas que hace eco del miedo psicópata impuesto a la conciencia pública durante gran parte del siglo XX.
De la misma manera que el renacimiento de la Rusia post soviética, el ascenso de China como potencia económica es calificada de “amenaza existencial” al derecho divino de Estados Unidos de regular y dominar los asuntos de la humanidad.
Para luchar contra esto, en 2011 el presidente Obama anunció un “pivot hacia Asia” lo que significa que cerca de dos tercios de las fuerzas navales estadounidenses se transferirían hacia Asia y el Pacífico de aquí a 2020. Hoy, más de 400 bases militares norteamericanas rodean China con misiles, bombardeos, navíos de guerra y, especialmente, con armas nucleares.
De Australia al Japón y a Corea, a través de Pacífico y a través de Eurasia, de India a Afganistán, las bases forman, en palabras de un estratega norteamericano, “el perfecto nudo corredizo”.
Un estudio de la RAND Corporation (que desde la de Vietnam ha planificado las guerras de Estados Unidos) se titula “Guerra con China. Pensar lo impensable”. Por encargo del ejercito, los autores recuerdan la Guerra Fría, cuando RAND hizo famoso el slogan de su principal estratega, Herman Khan: “Pensar lo impensable”.
El libro de Khan, “Sobre la guerra termonuclear”, elaboraba un plan para una guerra nuclear “con posibilidades de ganar” a la Unión Soviética. Hoy su punto de vista apocalíptico se ve compartido por los que detentan un auténtico poder en Estados Unidos: los militaristas y los neoconservadores en el gobierno, en el Pentágono, en el establishment de los servicios de inteligencia de seguridad nacional y en el Congreso.
El secretario de Defensa de Obama, Ashton Carter, un fanfarrón muy hablador, afirmó que la política de Estados Unidos es hacer frente “a aquellos que comprueban la dominación de Estados Unidos y quieren eliminarla”.
Si hay un atisbo de renovación en la política exterior está precisamente en la visión de Donald Trump, cuya retórica abusiva sobre China durante la campaña electoral atribuyó a esta el calificativo de “violadora” de la economía estadounidense.
El 2 de diciembre, en una provocación directa contra China, el presidente electo Trump se dirigió al presidente de Taiwán, que China considera como una provincia renegada. Provista de misiles norteamericanos, Taiwán es un núcleo de tensión permanente entre Washington y Pekín.
“Estados Unidos”, escribe Amitai Etzioni, profesor de Asuntos exteriores en la Universidad George Washington, “se preparan para una guerra con China, si bien la decisión aún no ha sido examinada por los políticos electos, Casa Blanca y Congreso”. Esta guerra comenzaría por un “ataque ciego contra las instalaciones chinas de defensa territorial, incluyendo lanzaderas de misiles terrestres y marítimos [...] satélites y antisatélites”.
El riesgo incalculable es que “los ataques profundos en el interior del territorio podrían ser percibidos equivocadamente (?) por los chinos como intentos preventivos de destruir sus armas nucleares, haciéndoles caer en el terrible dilema de “no hay nada que perder”, que conduciría a una guerra nuclear”.
En 2015 el Pentágono publicó su manual sobre la “Ley de guerra”, en donde se indica: “Estados Unidos no han aceptado ningún tratado que prohíba el empleo de armas nucleares, por lo que las armas nucleares son armas legales para Estados Unidos”.
En China un estratega me dijo que “nosotros no somos su enemigo, pero si ustedes [en Occidente] deciden que lo somos, debemos prepararnos sin retraso”.
El ejército y el arsenal chino son pequeños con relación al de Estados Unidos. “Por primera vez”, escribe Gregory Kulacki, de la Unión de Científicos Comprometidos, “China contempla poner sus misiles nucleares en estado de alerta a fin de que puedan ser lanzados rápidamente en previsión de un ataque [...]
Esto seria un peligro importante y un peligroso cambio en la política china [...] En efecto, las políticas nucleares de Estados Unidos son el más importante factor externo que influencia las decisiones chinas de elevar el nivel de alerta de sus fuerzas nucleares”.
El profesor Ted Postol fue consejero científico del jefe de las operaciones navales norteamericanas, una autoridad en las armas nucleares. Me dijo que “todo el mundo aquí quiere ser visto como malvado. Vea cómo me he convertido en un cabecilla... No tengo miedo de hacer lo que sea militarmente, no temo amenazar, soy un gran gorila de pecho velludo. Y hemos entrado en un estado mental, Estados Unidos han entrado en una situación en la que hay mucho ruido de botas, y realmente se ha orquestado al más alto nivel”. Le respondí que era algo que parecía increíblemente peligroso.
En 2015, y en el mayor de los secretos, Estados Unidos ha organizado el más importante ejercicio militar desde la Guerra Fría. Era Talisman Sabre: un ejército de buques y de bombarderos de largo alcance simulando un “concepto de batalla aérea y naval contra China”, bloqueando las vías marítimas en el estrecho de Malaca y cortando el acceso de China al petróleo, el gas y otras material primas procedente de Oriente Medio y África.
Tamaña provocación y el temor de un bloqueo por parte de la flota americana convencieron a China para construir febrilmente pistas de aterrizaje estratégico sobre los arrecifes en disputa y los islotes de las islas Spratleys, en el Mar de la China Meridional.
El pasado julio el Tribunal Permanente de Arbitraje de Naciones Unidas ha rechazado la reivindicación de soberanía china sobre estas islas. Aunque la acción haya sido de forma oficial presentada por Filipinas, se ha defendido ante el tribunal por abogados estadounidenses y británicos de primera línea, y la pista podría llevarnos hasta la ex secretaria de Estado Hillary Clinton.
En 2010 Clinton se trasladó a Manila. Exigió que la antigua colonia norteamericana reabriera las bases militares yanquis cerradas en los años 90 como consecuencia de una campaña popular contra la violencia que generaban, en particular contra las mujeres filipinas.
Declaró que la reivindicación de China sobre las Islas Spratleys, situadas a más de 7.500 millas de Estados Unidos, constituía una amenaza para su “seguridad nacional” y para la “libertad de navegación”.
El gobierno del presidente filipino Benigno Aquino, que recibió millones de dólares en armas y equipamiento militar, interrumpió las conversaciones bilaterales con China, y firmó un acuerdo secreto de cooperación intensificada con Estados Unidos. Este acuerdo concedió cinco bases rotatorias a Estados Unidos y reinstauró una disposición colonial detestada, según la que los empresarios civiles y las fuerzas yanquis estaban fuera de la jurisdicción del derecho filipino.
La elección de Rodrigo Duterte en abril [de 2016] ha trastocado a Washington. Autocalificándose de socialista, declaró que “en sus relaciones con el mundo, Filipinas buscará una política extranjera independiente”, destacando que Estados Unidos no se habían disculpado por sus atrocidades coloniales.
“Voy a romper con Estados Unidos”, dijo, prometiendo expulsar a las tropas norteamericanas. Pero Estados Unidos continúan en Filipinas, y los ejercicios militares conjuntos continúan.
En 2014, bajo el imperio de la “dominación mediante la información”, jerga del Pentágono para denominar a la manipulación de los medios y la difusión de noticias falsas, labor a la que se destinan 4.000 millones de dólares al año, la administración Obama lanzó una campaña de propaganda contra China calificándola de amenaza para la “libertad de navegación”.
Fue la CNN la que abrió el camino, con su “periodista de seguridad nacional” embarcado en un vuelo de vigilancia de la Marina norteamericana hablando con entusiasmo de las Islas Spratleys. La BBC convenció al piloto filipino, asustado, para que dirigiera su Cessna monomotor [un avión de turismo] hacia las islas en disputa “para ver como reaccionaban los chinos”.
Ninguno de estos periodistas se preguntó por qué los chinos construían pistas de aterrizaje a lo largo de su propio litoral, ni por qué las fuerzas militares norteamericanas se agolpan a las puertas de China.
El propagandista en jefe nombrado es el almirante Harry Harris, comandante militar norteamericano en Asia y en el Pacífico. “Mis responsabilidades”, dice al New York Times, “cubren un territorio que va desde Bollywood [India] a Hollywood, de los osos polares a los pingüinos”. Nunca se ha descrito la dominación imperial de forma tan miserable.
Harris es uno de los numerosos almirantes y generales del Pentágono que ha reunido una selección de periodistas maleables para justificar una amenaza tan capciosa como aquella con la que George W. Bush y Tony Blair justificaron la destrucción de Irak y de la mayor parte de Medio Oriente. En Los Ángeles y el pasado septiembre, Harris declaró que estaba listo “para enfrentarse a una Rusia revanchista y a una China segura de si misma [...] Si tuviéramos que luchar ahora, esta tarde, no quiero que sea un combate leal. Si es una pelea a cuchillo, sacaré un revólver. Si es un tiroteo, llamaré a la artillería [...] y a todos nuestros socios con su artillería”.
Estos socios comprenden a Corea del sur, que alberga la base de lanzamiento del “Sistema de Defensa aérea de Gran Altura” del Pentágono, conocido con el nombre de THAAD, supuesto encargado de apuntar contra Corea del norte. Como indica el profesor Postol, apunta contra China.
En Sidney, Harris ha convocado a China para que “destruya su Gran Muralla en el Mar de la China Meridional”. La iconografía estaba en la portada de los medios. Australia es el socio más obsequioso de Estados Unidos. Su élite política, sus fuerzas armadas, sus agencias de investigación y sus medios de información están integrados en los que se denomina la alianza. El cierre del puerto de Sidney para el séquito de un dignatario estadounidense de visita no es raro. El criminal de guerra Dick Cheney tuvo derecho a este honor.
Aunque China sea el mayor socio comercial de Australia, sobre la que reposa una gran parte de su economía nacional, “enfrentarse a China” es la obligación marcada por Washington. Los pocos disidentes políticos de Canberra se arriesgan a las iras maccarthistas de la prensa Murdoch [magnate de la prensa de nacionalidad australo-norteamericana].
“Ustedes, los australianos, están con nosotros, pase lo que pase”, ha declarado uno de los arquitectos de la guerra de Vietnam, McGeorge Bundy. Una de las bases más importantes de Estados Unidos es Pine Gap, cerca de Alice Springs. Establecida por la CIA para espiar a China y a toda Asia, contribuye de manera esencial a la guerra mortal de Washington, efectuada mediante drones en Medio Oriente.
En octubre Richard Marles, portavoz de la defensa del principal partido de oposición australiano, el Partido Laborista, exigió que las “decisiones operativas” con ocasión de las acciones de provocación contra China sean cedidas a los mandos militares en el Mar de China Meridional. En otros términos, una decisión que podría suponer una guerra con una potencia militar no debiera ser tomada por un cargo elegido o un Parlamento, sino por un almirante o por un general.
Se trata de la línea del Pentágono, que históricamente ha sido divergente de todo Estado que se pretenda democrático. La influencia del Pentágono sobre Washington, que Daniel Ellsberg ha calificado de golpe de Estado silencioso, se refleja en la suma record de 5.000 millones de dólares que Estados Unidos dedica a sus guerras agresivas desde el 11 de Septiembre de 2001, según un estudio de la Universidad Brown. El millón de muertos de Irak y la huída de 12 millones de refugiados de al menos cuatro países son sus consecuencias.
La isla japonesa de Okinawa cuenta con 32 instalaciones militares, desde la que han partido ataques norteamericanos contra Corea, Vietnam, Camboya, Afganistán e Irak. Hoy su principal blanco es China, con la que los habitantes de Okinawa tienen estrechos lazos culturales y comerciales. Constantemente hay aviones militares en el cielo sobre Okinawa.
A veces hacen vuelos rasantes sobre viviendas y escuelas. La gente no puede dormir, los enseñantes no pueden enseñar. A cualquier parte de su propio país que vayan se ven rodeados de vallas que les aíslan del exterior. Un movimiento anti-base se fue desarrollando en Okinawa después de que una chica de 12 años fuera violada por tropas norteamericanas en 1995.
Era uno de los centenares de delitos de este tipo que nunca fue perseguido. Apenas mencionada en el mundo, la resistencia asistió a la elección del primer gobernador anti-base del Japón, Takeshi Onaga, quien representó un inesperado obstáculo para el gobierno de Tokio y para los planes del Primer Ministro ultranacionalista Shinzo Abe de abolir la Constitución pacifista.
Fumiko Shimabukuro, de 87 años de edad, formó parte de este movimiento de resistencia. Era una superviviente de la Segunda Guerra Mundial, cuando la cuarta parte de los naturales de Okinawa murieron durante la invasión norteamericana. Fumiko y centenares más se refugiaron en la bella bahía de Henoko, que intentaron salvar mediante la resistencia. Estados Unidos querían destruir la bahía a fin de prolongar las pistas para sus bombardeos.
“Teníamos que elegir, el silencio o la vida”, dice. Mientras que estamos reunidos pacíficamente en el exterior de la base norteamericana de Camp Schwab, un helicóptero gigante Sea Stallion planea sobre nosotros a fin de intimidarnos.
Al este del Mar de China está la isla coreana de Jeju, un santuario semitropical, lugar de patrimonio mundial declarado “Isla de la Paz Mundial”. Sobre esta isla ha sido construida una de las bases militares más provocadoras del mundo, a menos de 400 millas de Shangai. El pueblo de pescadores de Gangjeong se ve dominado por una base naval surcoreana concebida especialmente para los portaaviones norteamericanos, submarinos nucleares y destructores equipados con el sistema de misiles Aegis, orientados hacia China. La resistencia popular a estos preparativos de guerra existe en Jeju desde hace casi una década.
Cada día, y a menudo dos veces al día, los vecinos, los sacerdotes católicos y todos sus partidarios organizan una misa que bloquea las puertas de la base. En un país en el que las manifestaciones políticas se ven prohibidas a menudo pero no así las grandes religiones, la práctica ha producido un espectáculo maravilloso.
Un de sus dirigentes, el padre Mun Jeong-hyeon, nos dice: “Cada día canto cuatro canciones en la base, poco importa el tiempo. Canto incluso durante los tifones, sin excepción. Para construir esta base han destruido el entorno y la vida de los vecinos, y debemos dar testimonio de ello. Quieren gobernar el Pacífico, quieren hacer de China un país aislado en el mundo. Quieren ser los dueños del mundo”.
Vuelo desde Jeju a Shangai por primera vez desde hace más de una generación. La última vez que vine a China, el ruido más fuerte que recuerdo es el de los timbres de las bicicletas. Mao Tse Tung acababa de morir, y las ciudades aparentaban ser lugares sombríos, en donde convivían la anticipación y la espera.
Algunos años más tarde Ten Xiao Ping, “el hombre que cambió China”, se convirtió en el jefe supremo. Nada me había preparado a los asombrosos cambios de hoy.
China permite ver ironías exquisitas, como la casa de Shangai en donde Mao y sus camaradas fundaron clandestinamente el Partido Comunista chino en 1921. Hoy se encuentra en el centro de un barrio marítimo muy capitalista. Se sale de este santuario comunista, con un pequeño Libro Rojo y un busto en plástico de Mao para ir a meterse a los antros de Starbucks, Apple, Cartier y Prada.
¿Se sorprendería Mao? Lo dudo. Cinco años antes de su gran revolución de 1949, envió un mensaje secreto a Washington: “China debe industrializarse”, escribía, “y esto solo puede hacerse mediante la libre empresa. Los intereses chinos y americanos se integran económica y políticamente. Estados Unidos no tiene nada que temer de cooperar. No podemos arriesgarnos a entrar en conflicto”.
Mao se ofreció para un encuentro con Franklin Roosvelt en la Casa Blanca, y su sucesor, Harry Truman, y el siguiente, Dwight Eisenhower. Se le rechazó, o se le ignoró deliberadamente.
La ocasión que hubiera podido cambiar la historia contemporánea, impidiendo las guerras en Asia y salvar innumerables vidas se perdió, porque la sinceridad de estos intentos fue negada en el Washington de los años 50, “cuando la fase catatónica de la Guerra Fría apretaba al país con su puño de hierro”, escribía entonces el crítico James Naremore. Las falsas noticias impuestas al gran público presentaba una vez más a China como una amenaza, encontrando el origen de esto en la misma mentalidad.
El mundo se desplaza inexorablemente hacia el este. Pero la visión asombrosa de Eurasia por parte de China apenas es comprendida en Occidente. La Nueva Ruta de la Seda es un corredor destinado al comercio: puertos, gaseoductos y trenes de alta velocidad hasta Europa.
Como dirigente mundial de la tecnología ferroviaria, China negocia con 28 países itinerarios sobre los cuales los trenes alcanzarán los 400 kilómetros por hora. Esta apertura al mundo goza del la aprobación de una gran parte de la humanidad y, al mismo tiempo, une China y Rusia.
“Creo en la ‘excepción estadounidense’ con cada fibra de mi ser”, declara Barack Obama, recordando el fetichismo de los años 30. Este culto moderno a la superioridad lleva por nombre “americanismo”, el depredador dominante del mundo. Bajo el gobierno liberal de Obama, galardonado con el Premio Nobel de la Paz, los gastos para modernizar las ojivas nucleares han aumentado más que bajo cualquier otro presidente desde el fin de la Guera Fría.
Una mini-arma nuclear está en preparación. Conocida con el nombre de B61 Modelo 12, significa según James Cartwright, antiguo vicepresidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, que “una bombas más pequeña [hace su empleo] más aceptable”.
El septiembre, el Consejo Atlántico, grupo de reflexión geopolítico estadounidense, ha publicado un informe que predecía un mundo hobbesiano “marcado por la ruptura del orden, el extremismo violento y una era de perpetua guerra”.
Los nuevos enemigos serían una Rusia “que resurge” y una China “cada vez más agresiva”. Solo los heroicos Estados Unidos nos pueden salvar.
Esta propaganda de guerra tiene una cualidad paradójicamente demencial. Es como si el “siglo americano” proclamado en 1941 por el imperialista estadounidense Henry Luce, dueño de la publicación “Time”, acabara sin preaviso, y nadie tuviera el valor de decir al emperador que recoja sus armas y se vuelva a casa.
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