El informe de Sir John Chilcot sobre la guerra en Iraq contiene 1,6 millones de palabras y ha necesitado siete años para poder completarse, aunque hay una historia que no aparece en el dosier.
Es la historia de cómo dos heroicas integrantes del GCHQ británico (siglas en inglés de la entidad del gobierno que recoge datos a través de escuchas telefónicas) sacrificaron sus carreras y ambiciones intentando parar la invasión de Iraq por parte del país más poderoso del mundo e impedir así la matanza de inocentes.
Una de las mujeres, a la que llamaba “Isabel”, vino a verme después de una concentración contra la guerra en la que intervine celebrada en la Universidad de Bristol.
Fue hacia finales de 2002 y había regresado recientemente de una misión de investigación en Iraq, convencida más que nunca de que Sadam no tenía armas de destrucción masiva (WMD, por sus siglas en inglés).
Sin embargo, al ser una periodista que se posicionaba contra la guerra, muy pocos de mis colegas de los medios dominantes en Fleet Street querían publicar una historia que decía que no había WMD en Iraq, aunque esta fuera también la conclusión del inspector-jefe de armamento de la ONU, Hans Blix, y de su equipo de expertos.
“Isabel” me entregó un documento muy secreto que resultó ser la mayor y más concluyente filtración de inteligencia desde la II Guerra Mundial.
Me preguntaba cómo podría conseguir que llegara a conocimiento de todo el mundo que EEUU estaba tan desesperado presionando a favor de la guerra en Iraq, que estaba dispuesto a utilizar el chantaje para que las personas que se sentaban en el Consejo de Seguridad de la ONU se plegaran a sus deseos.
El documento dejaba muy claro que las agencias de espionaje británicas harían la labor de zapa buscando y desenterrando los trapos sucios de los miembros del Consejo que pudieran utilizarse después contra ellos para asegurar sus votos a favor de la guerra.
Era algo tremendo.
Toda esa información estaba contenida en un correo que la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU (NSA, por sus siglas en inglés) dirigía a la sede del GCHQ.
Las agencias de espionaje británicas recibían la orden de sus colegas estadounidenses de que espiaran a todos los miembros del Consejo de Seguridad para intentar averiguar cuál iba a ser su voto para el caso de que Bush y Blair buscaran la aprobación de las Naciones Unidas para su guerra en Iraq.
Cuando “Isabel” me entregó el documento yo estaba trabajando como periodista independiente y automáticamente pensé que el mejor lugar para colocarlo sería en el Daily Mirror, que era uno de los pocos rotativos de Fleet Street, bajo su editor Piers Morgan, que había adoptado una posición en contra de la guerra.
Las historias de inteligencia son siempre difíciles de probar y, sin comprometer a mis contactos en el GCHQ, no podía aportar al Mirror nada más que el correo original, aunque había utilizado un contacto en la inteligencia para verificar su autenticidad.
Los tambores de guerra estaban sonando cada vez más fuerte cuando me lo devolvieron con una decisión decepcionante: el Mirror no iba a sacarlo.
Vista a posteriori, la historia era tan enorme que debía haber ido directamente a Morgan para intentar persuadirlo de que la publicara.
Para entonces estábamos ya a principios de febrero, y comprendiendo que tenía una vida útil limitada, contacté con un antiguo colega del Observer y le expliqué lo que había.
Me reuní con Martin Bright en un pequeño café del West End londinense y supe de inmediato que él iba a hacer cuanto pudiera cuando captara la importancia del documento.
Bright necesitó de tres semanas enteras, con la ayuda del entonces corresponsal para temas de defensa del Observer, Peter Beaumont, y del editor de la sección de EEUU, Ed Vulliamy, para defender la historia y persuadir al editor, Roger Alton, de que la publicara.
No fue sino hasta años después cuando descubrí que el editor político, Kamal Ahmed, hizo cuanto pudo para persuadir a Alton de que rechazara la exclusiva.
Hubo incluso intentos de destruir mi reputación personal como periodista y recordatorios que bordeaban la histeria sobre el bochornoso paso en falso dado por el Sunday Times en la década de 1980 con el fraude de los “Diarios de Hitler”, pergeñándose un plan desesperado para disuadir a Alton de que no utilizara la historia, pero él siguió adelante y la primicia viajó pronto por todo el mundo.
Lamentablemente, días después, Iraq era invadido y los titulares de la operación de “Conmoción y Terror” anegaron la historia.
Ahora está prácticamente olvidada pero a menudo me pregunto si no habría podido alterar el curso de los acontecimientos si hubiéramos conseguido que apareciera a primeros de febrero de 2003.
La mujer que me entregó el documento –“Isabel”- y su colega, Katharine Gun, una traductora de mandarín de 29 años que también trabajaba en el GCHG en Cheltenham, fueron arrestadas.
Cuando la policía asaltó y registró sus hogares, “Isabel” me envió un mensaje; me encontraba en aquel momento en Bahréin y envié a Bright un sms que simplemente decía: “Ya se armó la gorda”.
Recordando los acontecimientos de cinco años antes, Martin Bright escribió en el New Statesman:
“El correo lo enviaba un individuo con un nombre directamente sacado de un thriller de Hollywood, Frank Koza, que dirigía la sección de “objetivos regionales” de la Agencia de Seguridad Nacional, el equivalente estadounidense del GCHQ.
Nombraba seis naciones que debían ser objeto de la operación:
Chile, Pakistán, Guinea, Angola, Camerún y Bulgaria.
Estas seis supuestas “naciones impresionables” eran miembros no permanentes del Consejo de Seguridad cuyos votos eran vitales para conseguir que la resolución se aprobara”.
Según Bright: “Más tarde se supo que también se había presionado a México debido a su influencia sobre Chile y otros países de Latinoamérica, aunque no se mencionaba en la comunicación. Pero la operación fue mucho más amplia; de hecho, sólo se aludía específicamente a Gran Bretaña como país exento de la ‘oleada’”.
Demostrar que el documento era auténtico resultó ser la tarea más difícil, y los periodistas blairistas incrustados en la redacción del Observer continuaron susurrando en el oído del editor teorías de la conspiración, falsificaciones rusas e incluso un escenario de doble farol de los jefes de espionaje del GCHQ para purgar a los traidores.
Al final, Vulliamy telefoneó simplemente a la sede de la Agencia Nacional de Seguridad en Maryland y pidió hablar con el autor del correo.
En cuestión de segundos le pasaron con la oficina de Frank Koza y él mismo se puso al teléfono. Aunque se negó a comentar la historia, la llamada demostró que Koza existía y que no era fruto de una invención de los espías del Kremlin.
La historia se publicó el 2 de marzo de 2003, pero ya había quedado claro que el presidente de EEUU iba a ir a la guerra pasara lo que pasara, y que estaba dispuesto a pasar del apoyo de la ONU. Gracias a Chilcot, ahora sabemos que Blair le había dado ya su apoyo incondicional a Bush en septiembre de 2002.
Gun e “Isabel” fueron arrestadas por presuntos delitos en virtud del Acta de Secretos Oficiales, pero el fiscal general de aquella época, Lord Goldsmith, desistió de la demanda en la onceava hora del 26 de febrero de 2004.
De haber seguido el caso adelante, habría sido una historia sensacional a la vez que embarazosa para EEUU y Gran Bretaña.
Ahora me pregunto si esa es la razón de que Chilcot decidiera ignorar la historia, que en parte ha vuelto a contar Bright.
Los intríngulis de lo que pasó en la redacción del Observer los aportó con más detalle el galardonado periodista Nick Davies.
Decidió romper con la norma tácita de Fleet Street investigando a sus propios colegas para exponer cómo los medios dominantes subvierten la verdad.
En su libro “Flat Earth News”, Davies nos ofreció una crítica mordaz de los medios de comunicación; no sólo de algunos, sino de todos ellos.
Lo más duro lo reservó para Kamal Ahmed, el hombre que –sin ninguna experiencia anterior- fue nombrado editor político del Observer una vez que Patrick Wintour se trasladó al Guardian.
El más obviamente cualificado, Andy McSmith, fue ignorado por el nuevo editor, Roger Alton, cuyas simpatías estaban por lo general con la derecha.
Según Davies, tanto Alton como Ahmed eran receptivos a las manipulaciones sin fin de Downing Street, lo que dio lugar a historias carentes de sentido crítico sobre los “hallazgos” del ya tristemente célebre “sórdido dosier”.
Hubo otras mentiras escandalosas que se publicaron sobre las supuestas conexiones de Sadam con Al-Qaida y su arsenal de WMD. Periodistas como yo misma, que apoyábamos el movimiento contra la guerra, y personas como Blix y el republicano estadounidense Scott Ritter, fuimos demonizados y ridiculizados por defender una narrativa que difería de la del lobby proguerra.
Los medios de comunicación británicos y estadounidenses fueron manipulados por tipos que estaban dentro de las redacciones y bajo los campos de influencia de Bush y Blair, manipulaciones como las que podemos ver que prosiguen hoy en los ataques contra el líder antibelicista del Partido Laborista Jeremy Corbyn.
El lobby proguerra parece estar infectando todos los ámbitos de la vida, incluidos los medios de comunicación y el gobierno.
No sé si a Chilcot le han persuadido de que ignore la historia de la filtración del GCHQ o simplemente la ha pasado por alto, pero como la denunciante Kathryn Gun escribe aquí, fue una oportunidad perdida.
Al menos, es una advertencia que nos previene sobre la clase de medidas desesperadas que los gobiernos estadounidense y británico están dispuestos a emprender con tal de conseguir lo que quieren, especialmente en los asuntos relativos a Oriente Medio.
Si eso implica chantajear, espiar e interceptar las comunicaciones privadas de los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, hay un montón de tipos tanto en Washington como en Londres realmente dispuestos a hacerlo.
Por Yvonne Ridley *
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
* Yvonne Ridley es una periodista británica y activista del Respect Party.
PUBLICADO POR NO NOS OLVIDAMOS