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70 años de la Conferencia de Yalta



En febrero se cumplieron 70 años de la celebración de la Conferencia de Yalta, casi al final de la II Guerra Mundial, que dio lugar a la famosa foto en la que aparecen juntos Churchill, Roosvelt y Stalin. Yalta era una pequeña localidad soviética a orillas del Mar Negro, en Crimea, recién liberada por el Ejército Rojo.

La imagen transmitida por los propagandistas del imperialismo acerca de los acuerdos firmados en Yalta es la misma que la del Pacto Molotov-Von Ribbentrop. Se trataría de un nuevo reparto del mundo entre potencias, esta vez con las potencias occidentales, marginando a la mayor parte de los países y, por supuesto, de las colonias. 

Esta leyenda incluye coeficientes y porcentajes de influencia sobre cada país concreto; como ejemplos evidentes de tal proceder soviético mencionan la división de Alemania y la imposición por el Ejército Rojo de las democracias populares en el este de Europa a punta de bayoneta.

No obstante, la tesis del reparto del mundo carece totalmente de base histórica; su único punto de apoyo son las Memorias de Winston Churchill, destacado político ultrareaccionario que fue de los primeros en promover la intervención del imperialismo contra la naciente Revolución soviética. 

Semejante infundio no tiene otro objeto que el de desacreditar la política exterior de los soviets, política que se ha caracterizado siempre por el respeto al principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, tratando de identificar dicha política con la que practican los países imperialistas, con la política de dominación y hegemonía mundiales. 

Como se hizo en 1939, también el Tratado de Yalta igualaría a la Unión Soviética con Estados Unidos o con Gran Bretaña: todos actúan de la misma manera prepotente, quiere ser la moraleja de dicha exposición. Si antes se decía que Stalin y Hitler eran lo mismo, ahora también puede equipararse a Stalin con Roosvelt o Churchill. La Unión Soviética también sería un país imperialista.

Al menos esta tesis elevaba el rango ínfimo hasta entonces otorgado a la Unión Soviética; los publicistas occidentales se rendían ante la evidencia de que no se trataba de un país débil y a punto de desmoronarse, como lo habían presentado hasta entonces.

También aquí las cosas sucedieron de forma bien distinta. Indudablemente la Unión Soviética defendió sus intereses como país, pero esos intereses no estaban en contradicción, sino más bien al contrario, plenamente conformes con los de la inmensa mayoría de países y pueblos del mundo, muchos de los cuales aún no habían logrado desligarse del colonialismo. 

La prueba evidente de ello es la Carta de las Naciones Unidas, donde la Unión Soviética logró plasmar los principios que hasta entonces habían guiado su política internacional, especialmente, el derecho a la autodeterminación y a la igualdad de todos los Estados.

Toda una nueva era de relaciones internacionales comenzó entonces, abriendo el camino a la descolonización.

Durante la guerra la Unión Soviética logró romper el aislamiento diplomático que había imperado durante la preguerra, derivado de la hostilidad y el intervencionismo que practicaron los Estados imperialistas contra la revolución.

 No por ello desaparecieron las discordias, pero, a pesar de los altibajos, se puso de manifiesto la existencia de un mecanismo regular de comunicaciones y consultas acerca de proyectos, planes operativos, etc.

 Esto se convirtió en una costumbre, en un trato normal entre potencias que tenía como misión discutir los problemas más acuciantes derivados de la guerra, negociar las diferencias entre ambas partes aliadas -la Unión Soviética de un lado y el bloque capitalista de otro- de manera que la diplomacia ocupara el lugar de la fuerza y de las injerencias en los asuntos internos de los demás. 

Por supuesto, esto no era una prueba de buena voluntad de las potencias imperialistas occidentales sino que derivaba del papel fundamental desempeñado por la Unión Soviética en la derrota del fascismo, frente a una participación sensiblemente más reducida que tuvieron Estados Unidos, Gran Bretaña, y naturalmente Francia, cuyo gobierno capituló y colaboró con el fascismo.

 En la guerra, el socialismo había demostrado su fortaleza, mientras que los expertos de los países occidentales habían previsto una rápida y catastrófica derrota del poder soviético. 

Tras la batalla de Stalingrado, el bloque occidental cayó en la cuenta de que ya no había lugar en el mundo para que ellos pudieran dictar sus condiciones unilateralmente como sucedió tras la I Guerra Mundial.

 La Unión Soviética había hecho buena demostración de su fortaleza y de que podía codearse en plano de igualdad con cualquier potencia imperialista.

 Su presencia y su prestigio en la arena internacional eran evidentes y sólo se podía tratar con ella en plano de igualdad. Ya no sólo no eran posibles intervenciones ni injerencias en su territorio, sino que en todos los asuntos mundiales se debía contar con el socialismo: el capitalismo ya no tenía las manos libres para manejar el mundo a sus anchas.

En verdad este mecanismo de comunicaciones y consultas mutuas entre la Unión Soviética y las potencias capitalistas duró bien poco, y numerosos problemas quedaron sin una solución negociada. Algunas instituciones como el Comité de Ministros de Asuntos Exteriores de las tres potencias, pronto quedaron estancadas: su funcionamiento se redujo a una serie de reuniones interminables que nunca llegaban a acuerdos concretos que satisfacieran a las dos partes implicadas. 

Es más, cuando tales acuerdos se lograron, incluido el Tratado de Yalta, los compromisos raras veces fueron más allá de la letra escrita. Surgió el problema de la interpretación de las cláusulas de los acuerdos, del cumplimiento de las obligaciones de cada uno que cada parte interpretaba de manera diferente; en otras ocasiones esas obligaciones firmadas eran olvidadas con enorme facilidad.

La fórmula más elevada en que cristalizó este sistema de mutuas consultas fueron las Conferencias-cumbre de Jefes de Estado, y otras de menor rango diplomático. Una de estas Conferencias se celebró en Moscú en octubre de 1943. 

Ya en aquel año surgieron importantes fricciones sobre los dos más importantes problemas del orden del día: los de Alemania y Polonia, dos cuestiones de las que llevaron al enfrentamiento de la guerra fría y que cristalizaron en la ruptura casi total de relaciones entre los Estados vencedores. En esta Conferencia Roosvelt propuso la división de Alemania en cinco Estados separados más dos zonas internacionales. 

Churchill, por su parte, planteó aislar y castigar a Prusia, por un lado, y fragmentar el resto del país, integrándolo en una Federación del Danubio con objeto de abarcar bajo el mismo techo a todos los países centroeuropeos en los que la lucha contra el fascismo hacia presagiar la revolución; sobra decir que tal Federación quedaría bajo la tutela del Imperio Británico. 

Por su parte, Stalin no expuso ningún plan para desmembrar Alemania, con excepción de Austria; su interés primordial versaba sobre el control tripartito de las potencias vencedoras durante la posguerra con objeto de garantizar su desmilitarización y su pacifismo. Era ésta la única fórmula que podía poner freno al revanchismo, al irredentismo y al nacionalismo que había supuesto para Hitler la plataforma desde la que alzarse al poder e iniciar su escalada de conquistas y agresiones.

En cuanto a Polonia, las potencias occidentales exigían a la Unión Soviética el reconocimiento del gobierno polaco en el exilio, formado por los viejos aristócratas reaccionarios que habían traicionado a su pueblo, practicando una activa política antisoviética.

En la Conferencia de Quebec, celebrada en setiembre de 1944, comenzaron a aparecer divergencias entre los propios estadounidenses sobre el trato a Alemania en la posguerra, indicativas de una rápida evolución de criterio. Inicialmente Morgenthau, secretario del Tesoro, expuso un plan de una dureza extrema que conducía a reducir su industria pesada, transformando a Alemania en un país agrícola, subordinado y colonizado por las economías de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. En lo que a la división de Alemania concierne, era partidario de preservar una estricta separación entre todos los fragmentos resultantes de la partición del país.

 Este criterio de Morgenthau era compartido por el presidente Roosvelt. Mientras tanto Winant, embajador norteamercano en Londres, comenzó a defender que Alemania no podía ser tratada con una dureza excesiva y, además, atenuaba la división con una posterior confederación de los Estados resultantes. Esta era la tesis -que se impondrá inmediatamente después de la Conferencia- de Cordel Hull y del Departamento de Estado, compartida también por Stimson.

Lo que quedó claramente establecido ya entonces fue que, incluso en el caso de Alemania, no hubo más propuestas de división que las que pusieron sobre la mesa negociadora Roosvelt y Churchill.

La creación de la ONU

Cinco meses después, en Yalta, se repiten las mismas tesis con los mismos protagonistas. Aquella conferencia celebrada en Crimea en febrero de 1945, fue la más importante de las cumbres de Jefes de Estado de la guerra mundial. En ella se plantearon no ya únicamente cuestiones relativas a las operaciones finales de la guerra, sino primordialmente las que hacían referencia a los problemas previsibles de la posguerra. 

Y eran éstas precisamente los que dividían más profundamente a la coalición antihitleriana. Con el Ejército Rojo a 50 kilómetros de Berlín y los aliados a 500 se discutieron infinidad de temas. 

Se trató de la creación de la ONU, tema ya discutido en la Conferencia de Dumbarton Oaks en agosto de 1944, y consolidado definitivamente en San Francisco en abril de 1945. Sobre el tema de la ONU hubo una cuestión -el derecho de veto de las grandes potencias- que se discutió ya entonces como hoy día, y que reflejaba bastante acertadamente lo que antes hemos expuesto sobre el papel que la Unión Soviética había alcanzado en todos los asuntos internacionales. 

El derecho de veto fue una conquista tanto de la Unión Soviética como de todos los pueblos del mundo, especialmente los que tras la guerra iniciaban la construcción del socialismo y aquellos otros que se estaban emancipando de las ataduras coloniales.

 Transigir en el principio de un país, un voto hubiera transformado a la ONU en un apéndice de la política imperialista occidental, como lo fue en su tiempo la Sociedad de Naciones, lo que en definitiva condujo a su bancarrota. Si pensamos por un momento que ni siquiera el dicho de veto que se reservó la Unión Soviética impidió que en sus primeros años la ONU adoptara toda una serie de acuerdos y decisiones enfilados contra el socialismo y los pueblos coloniales, si recordamos que la agresión imperialista contra la República Democrática y Popular de Corea se llevó a cabo bajo la bandera de las Naciones Unidas, entonces caeremos en la cuenta de la importancia que el derecho de veto tuvo para la defensa de la paz mundial y de las conquistas revolucionarias de todos los pueblos del mundo, que tuvieron en la Unión Soviética un tribuno y un defensor consecuente de sus derechos. 

Esto es lo que reconoce Rostow cuando sostiene que “en un mundo estructurado como el de finales la Segunda Guerra Mundial, el fortalecimiento de la Asamblea, aumentaba en cierto grado la influencia americana en las Naciones Unidas y disminuía la de la Unión Soviética...

 En 1945, sobre la base de un país un voto, ambos quedaban en minoría y mayoría respecto al poder político mundial” (1). Dejar las cuestiones capitales del mundo al voto mayoritario de la Asamblea hubiera supuesto legalizar la política belicista y rapaz del imperialismo, y revestirla de un ropaje seudodemocrático.

Otro de los temas tratados fue el del futuro de los países liberados de la ocupación fascista, problema arduo a causa de la bancarrota de los gobiernos respectivos y de la efervescencia política en la que se encontraban. Se arbitró un sistema bastante ambiguo de control e inspección conjuntos de las tres potencias que tendría por misión supervisar la celebración de elecciones libres, la firma de los armisticios y la formación de los gobiernos subsiguientes.

Es evidente que la tesis del reparto del mundo es incongruente con este acuerdo de celebrar elecciones libres bajo control de las tres potencias: cualquier reparto de las esferas de influencia en los países liberados de Europa central hubiera hecho innecesarias la celebración de elecciones.

 Por lo demás, hay que tener en cuenta que los Estados Unidos se oponían a este viejo sistema de dominación imperialista y, dada la subordinación de la política exterior británica de finales de la guerra a la norteamericana, es muy dudoso que Churchill se aventurara a tomar tal iniciativa, o bien, que una vez adoptado dicho acuerdo con la Unión Soviética, lo mantuviera contra la opinión de Roosvelt.

 El gobierno estadounidense era contrario a una política colonial a la antigua usanza y, por tanto, a un reparto de las esferas de influencia y de los territorios. Siguiendo a Wilson, pretendía superar el rancio colonialismo británico y enunciar una serie de principios abstractos que no le sometieran a ninguna responsabilidad concreta en el futuro. 

En suma, todo conduce a pensar que la mención de Churchill en sus Memorias no es más que una de sus características diatribas contra el socialismo, un intento de confundir -y en buena parte lo ha logrado- y de hacer pasar como política exterior soviética lo que no es sino un fiel reflejo de las prácticas colonialistas del decadente Imperio Británico.

La liberación de Polonia

La celebración de elecciones libres era particularmente difícil en Polonia, donde coexistían el gobierno de Londres junto al gobierno del interior, formado en base a los representantes de las fuerzas patrióticas que, junto al Ejército Rojo, habían liberado al país del ocupante nazi. 

Este segundo gobierno era el que verdaderamente contaba con el apoyo popular, como lo demostró en las elecciones que se celebraron en enero de 1947 en las que obtuvo un rotundo éxito.

 A pesar de que Polonia debía su independencia a la Revolución rusa, sus gobernantes habían practicado una política muy hostil a la Unión Soviética, y su pueblo se hallaba sujeto a una brutal dictadura fascista, sostenida por los altos jerarcas militares. 

Polonia había invadido la Unión Soviética tras la Revolución de Octubre y fomentado a la aristocracia zarista y a los guardias blancos con el fin de prolongar la guerra civil, el caos y el derrocamiento del poder soviético.

 Polonia ambicionaba extensos territorios de la Ucrania soviética y de Bielorrusia, así como de Rutenia, Lituania, Eslovaquia (la zona de Teschin} y otras regiones a repartir con Hungría formando una Federación bajo la tutela de Polonia. 

Según relata Ciano, ministro fascista italiano de Asuntos Exteriores, en su Diario, “los polacos no se resignaban a considerar como definitiva la frontera con Checoslovaquia y confían aún en alcanzar una frontera común con Hungría.

 La preocupación por el problema ucraniano domina silenciosamente el corazón polaco, aunque Beck subraya a menudo, con complacencia y sin convicción, las seguridades recibidas por Hitler a este respecto [...] Resumiendo las impresiones y trasladándolas al plano de nuestros intereses, me parece justo llegar a la conclusión de que seria ligero afirmar que Polonia es un país conquistado para el sistema del Eje o del Triángulo, pero que sería demasiado pesimista calificarlo como francamente hostil” (2).

Tal era el panorama que presentaba el gobierno polaco antes de la invasión de su país por la Alemania hitleriana, y que en su exilio londinense perseguía con mayor tenacidad, si cabe, a pesar de que el Ejército Rojo había liberado a su país de la dominación fascista. Esto es tan más grave cuanto que entre la Unión Soviética y Polonia existían una serie de acuerdos de amistad y cooperación que el gobierno exiliado se negaba obstinadamente en cumplir. 

La lucha del gobierno exiliado se enfilaba más hacia el socialismo que hacia el ocupante nazi. Ellos tomaban como excusa el litigio existente en la frontera polaco-soviética, haciendo de ésto el centro de su política exterior con el fin de entorpecer las relaciones entre la Unión Soviética y las potencias occidentales. 

Para la etapa de posguerra, el gobierno exiliado mantenía sus aspiraciones de grandeza, de hegemonía centroeuropea a costa de sus vecinos. Según relato del artífice de la política exterior de Roosvelt, Harry Hopkins, la tesis de A. Eden (Ministro de Asuntos Exteriores británico) era que Sikorski (Presidente del gobierno polaco en el exilio) está haciendo a los polacos más mal que bien.

 Polonia tiene -decía Eden- grandes ambiciones para después de la guerra y piensan que con Rusia debilitada por la contienda y Alemania aplastada, Polonia se convertirá en el Estado más poderoso de esos parajes del mundo.

 Eso a Eden se le figura completamente ajeno a la realidad. Polonia desea poseer la Prusia oriental, y tanto Eden como el Presidente [se refiere a Roosvelt] entienden que debe atendérsele en ésto (3). Eran éstas las perspectivas que ofrecía el gobierno polaco en el exilio; su asentamiento en la posguerra hubiera llevado a una serie interminable de conflictos fronterizos y de todo tipo que hubieran desestabilizado toda la situación creada en la posguerra en Europa central, todos los avances logrados por los pueblos en la lucha contra la invasión de la Wehrmacht. 

En síntesis, la política chovinista, hegemonista y agresiva de los exiliados hubiera dado carta de naturaleza en la Europa de la posguerra a los conflictos fronterizos, a las reivindicaciones territoriales y a los permanentes conflictos y guerras nacionales.

Tras una feroz campaña antisoviética lanzada desde Londres por el gobierno polaco en el exilio y la retirada hacia el norte de África de las tropas polacas dislocadas en el frente este, cuando más necesarias eran a causa de la batalla de Stalingrado, a pesar de ser tropas adiestradas y equipadas por el Ejército Rojo, la Unión Soviética rompió sus relaciones diplomáticas con el gobierno en el exilio el 23 de abril de 1943. 

Entonces, bajo la dirección del Partido Obrero Polaco y con el apoyo de la Unión Soviética, se formó la Unión de Patriotas Polacos y la División Kosciuszko, al mando del coronel polaco Berlinger, quienes comenzaron la verdadera lucha contra la Wehrmacht y contra el traidor gobierno en el exilio. 

En diciembre de 1943 se formó la Krajowa Rada Narodowa (o Consejo Nacional polaco, máximo organismo decisorio, quien hacía las veces de Parlamento nacional) el cual, a su vez, eligió un Comité Polaco de Liberación Nacional, que comenzó a ejercer las funciones administrativas conforme el país iba siendo liberado de la ocupación, y que en un principio tenía su sede en Lublin, donde hacía las veces de Gobierno provisional. Igualmente, la División Kosciuszko fue incrementando sus efectivos y su prestigio en la lucha de liberación nacional, tanto en el frente, junto al Ejército Rojo, como en la retaguardia, formando parte de la lucha guerrillera en territorio polaco. 

De aquí surgió el Armjia Ludowa (Ejército Popular) que contaba con 286.000 combatientes, frente a los 125.000 de que disponía el Armjia Krajowa (Ejército Nacional) dependiente del gobierno en el exilio.

Cuando el Ejército Rojo cruzó la frontera soviético-polaca en persecución de la Wehrmacht, Stalin envió un comunicado oficial a Churchill en el que decía: “El problema de la administración del territorio polaco se nos ha planteado en la práctica. 

No queremos establecer ni estableceremos nuestra administración en el territorio de Polonia, porque no queremos inmiscuirnos en sus asuntos internos. 

Esto concierne a los propios polacos. Hemos juzgado necesario, pues, establecer contactos con el Comité Polaco de Liberación Nacional recientemente constituido por el Consejo Nacional de Polonia que fue formado en Varsovia a fines del año pasado y está integrado por representantes de los Partidos y agrupaciones democráticos, de lo cual Vd. ya estará informado por su embajador en Moscú. 

El Comité Polaco de Liberación Nacional se propone instituir su administración en territorio polaco, cosa que esperamos pueda realizarse. 

No hemos encontrado en Polonia otras fuerzas capaces de formar una administración polaca. 

Las tituladas organizaciones clandestinas, dirigidas por el gobierno polaco en Londres han demostrado ser efímeras y carecer de influencia. No puedo considerar al Comité Polaco como el gobierno de Polonia, pero puede ser que sirva en el futuro como núcleo para formar un gobierno polaco provisional compuesto de elementos democráticos”.

A pesar de esta clara postura, Stalin se declaró dispuesto a entrevistarse con el Presidente del gobierno polaco en el exilio, Mikolaczyk que había sustituido a Sikorski en el cargo, así como a mantener conversaciones entre ambas partes con el fin de colaborar para la más rápida liberación de Polonia. Mikolaczyk viajó a Moscú el 3 de agosto, pero se negó a cualquier forma de colaboración con el Comité Polaco de Liberación Nacional. Sus exigencias se basaban en el reconocimiento del gobierno exiliado como el único y legítimo del país, por lo que las demás fuerzas políticas y militares que actuaban en Polonia debían supeditarse a las directrices de los exiliados.

 Igualmente se opuso a la petición del CPLN de que fuese restaurada la Constitución de 1921, punto de partida para la democratización futura del país. Únicamente reconoció la torpe campaña de desprestigio que se estaba llevando desde Londres por parte de los exiliados polacos contra la Unión Soviética y el Ejército Rojo.

En consecuencia, los esfuerzos del gobierno exiliado de Londres y de sus fuerzas en el interior continuaban, lo mismo que en la preguerra, enfilados hacia un Ejército y un país que lo estaba dando todo por la liberación de sus vecinos. 

De esta manera la oligarquía polaca continuaba favoreciendo, aún desde el exilio, los planes del nazismo y socavaba la necesaria unidad para sacudirse el yugo del ocupante. Esta política les condujo a una absurda pugna competitiva con el CPLN con el fin de demostrar a los ojos del mundo que contaba con el respaldo de la gran mayoría del pueblo polaco. 

El último y más trágico episodio de estas ansias aventureras de los exiliados fue el alzamiento de Varsovia, que acabó en una gigantesca masacre popular a manos del Ejército y la policía hitlerianas.

En el fondo lo que se cuestionaba era si Polonia continuaría siendo en la posguerra un puente para las provocaciones y las agresiones contra la Unión Soviética y sus otros vecinos, o si por el contrario la reaccionaria camarilla aristocrática refugiada en Londres iba a ser apartada dejando paso a un gobierno de las fuerzas patrióticas y populares interesadas en democratizar el país, mantener relaciones pacíficas y cordiales con todos los países adyacentes. 

Era evidente que la Unión Soviética no podía tolerar ya más focos conflictivos en sus fronteras que desembocaran en excusas para desencadenar agresiones e invasiones de su territorio; la Unión Soviética exigía a sus vecinos, y ahora se encontraba en condiciones de llevarlo a cabo, el respeto a los principios de la coexistencia pacífica, a la inviolabilidad de fronteras y a la no injerencia en los asuntos internos. 

El centro de Europa y los Balcanes no podían ser, una vez más, esa hoguera interminable de conflictos, bajo la excusa de reivindicaciones territoriales seculares ni bajo cualquier otra.

La división de Alemania

Más trascendental, si cabe, era el problema de Alemania. En Yalta las potencias occidentales continuaron con su propuesta de desmembración. A pesar de que Truman contó diez años después en sus Memorias que “mi idea era una Alemania unificada con un gobierno centralizado en Berlín”, todos sus esfuerzos y los de su predecesor, F.D.Roosvelt, así como los de Churchill coincidían en tratar de lograr que las zonas de ocupación militar se transformaran en fronteras políticas definitivas. No menos radical era la postura francesa que, aunque no participó en Yalta, también mantenía posiciones similares, pues, según cuenta R. Aron, en el Consejo de Control el representante francés vetó toda creación de cualquier presunta administración central para toda Alemania. 

Es que el general De Gaulle se mantenía fiel a su fórmula: nada de Reich, sino varias Alemanias; “quería facilitar no la restauración de Alemania, sino el nacimiento de dos Estados alemanes” (4).

Estos planes se lograron frustrar en un principio gracias a la insistencia soviética en establecer cuatro áreas de control bajo el mando conjunto de las cuatro potencias que, según se especificaba en las resoluciones, sólo tendrían un carácter provisional. 

Para llevar a cabo esos planes se constituyó la Comisión Aliada para el Control de Alemania a la que se refiere Aron, que tuvo una vida muy breve y no logró poner de acuerdo a las cuatro potencias en su propósito de alcanzar una Alemania unificada, pacífica y desmilitarizada, a causa de la labor obstruccionista de las potencias occidentales, empeñadas en enredar las conversaciones, prolongarlas interminablemente con objeto de no obtener ningún acuerdo conjunto, ningún compromiso concreto y mantener permanentemente la situación de una Alemania dividida y enfrentada. 

Las consecuencias de esta postura occidental se dejó sentir fuertemente en la posguerra. Esto no era ninguna casualidad sino una política premeditada, perfectamente planificada por los Estados Mayores del imperialismo: se trataba de reproducir la situación creada en la posguerra anterior, de atomizar Europa central, balcanizarla, eternizar las rivalidades nacionales. Esto daría la posibilidad de que Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos quedaran como árbitros de la situación, de las rivalidades entre los pequeños Estados, y en definitiva el que pudieran actuar en las fronteras de la Unión Soviética a sus anchas. 

El mantener una hoguera permanente a las puertas de la Unión Soviética y en una zona donde el movimiento revolucionario iba en ascenso proporcionaría al imperialismo la coartada necesaria para nuevas injerencias e invasiones contra el socialismo. Tampoco iban a ser despreciables las consecuencias para la propia Alemania: dividida y enfrentada, se le abría el camino para un nuevo rearme, se le daban nuevas energías al revanchismo, al irredentismo y a un nacionalismo hitleriano de nuevo cuño que perseguiría la reunificación alemana a costa del aplastamiento de la República Democrática Alemana y, en definitiva, de la comunidad de países socialistas a la que se había integrado una parte del pueblo alemán.

Además de la oposición a la política del gobierno polaco en el exilio y al desmembramiento de Alemania, las propuestas de Stalin en Yalta contenían otros aspectos constructivos para la rápida derrota del fascismo y la configuración de las relaciones internacionales en la posguerra. 

Proponía el juicio público y el castigo de los criminales de guerra; la supresión del nazismo y la creación de una Alemania unificada, pacífica, democrática e independiente; la liquidación de la industria de guerra, y finalmente, el resarcimiento, aunque fuera parcial y simbólico, de los daños ocasionados a los países ocupados, si bien habría de tenerse en cuenta la situación económica de Alemania y las necesidades del pueblo alemán. 

En concreto, una declaración oficial del gobierno soviético decía: “Nuestro fin inquebrantable es destruir el militarismo y el nazismo alemán y crear la garantía de que Alemania jamás volverá a estar en condiciones de perturbar la paz en todo el mundo [...] En nuestro propósito no cabe el exterminio del pueblo alemán”.

Muy distintos eran los propósitos de las potencias imperialistas, crudamente expuestos por Morgenthau que, en definitiva, consistían en vengarse y humillar al pueblo alemán, que no de los auténticos responsables de la masacre con quienes el imperialismo tenía buenas relaciones que no tardarían en estrecharse todavía más al final de la guerra.

Esta línea política no duró mucho a causa del auge revolucionario en Europa central. De un extremo las potencias occidentales se pasaron rápidamente al otro, y comenzaron a fomentar la industrialización, el rearme y el revanchismo germano-occidental. Fue así como en la posguerra fueron instalados en los cargos dirigentes de la República Federal Alemana gran parte de los viejos dirigentes hitlerianos, ahora transformados en demócrata-cristianos o socialdemócratas.

Las indemnizaciones de guerra

La Unión Soviética fijó el monto de las indemnizaciones que se le debían en 20.000 millones de dólares, muy por debajo de los daños materiales ocasionados, y que aún posteriormente rebajaría a la mitad. Sobre la cuestión de las reparaciones se discutió en Yalta acerca de la experiencia que se guardaba de la Primera Guerra Mundial, en la que estas indemnizaciones supusieron una carga sobre las espaldas de la clase obrera alemana mientras que para el nazismo constituyeron un argumento para desatar la demagogia revanchista. Esto agudizó sensiblemente la lucha de clases en Alemania en el periodo de entreguerras, y así, mientras la oligarquía reaccionaria apretaba filas en torno a Hitler, las masas populares no se dejaban someter pacíficamente.

So pena de colapsar toda la economía alemana no se podía repetir el error de exigir nuevamente reparaciones en moneda. Por esto, en Yalta y luego en Postdam el acuerdo adoptó la forma siguiente: cada uno de los aliados tomaría las reparaciones, desmontando de ella el aparato industrial excedentario, de acuerdo con los niveles autorizados de producción. Fue la Unión Soviética quien insistió precisamente en que las reparaciones se hiciesen efectivas en especie, ante todo a costa de industria de fabricación de material bélico, con lo que de esta manera se garantizaba, al mismo tiempo, el desarme de Alemania para el futuro.

 El deseo de las potencias occidentales era, naturalmente, que las indemnizaciones se pagaran en dinero, lo que ya tras la Primera Guerra Mundial había supuesto un gran negocio para la gran banca internacional y las finanzas que se hicieron los dueños de la economía alemana durante los años veinte. 

Aparte de esto, la experiencia había demostrado que Alemania fue desposeída de todos los capitales que tenía en el exterior a finales de la guerra anterior.

 De país acreedor se transformó en un país deudor, presa de los créditos abusivos y de la inflación que ello ocasionaba automáticamente. 

Las reparaciones monetarias, por consiguiente, amén de ser inviables, no conducirían sino a nuevas tensiones para Alemania, a situaciones que recrudecerían la política reaccionaria de la camarilla neohitleriana que se iba a instalar en la República Federal Alemana en la posguerra.

 Era, pues, uno de los aspectos fundamentales de las reparaciones el que se hicieran efectivas en especie, sobre los bienes existentes en Alemania en el momento de la derrota y nunca sobre la base de obligaciones futuras o aplazadas que hipotecaran el futuro de la economía germana.

Sin embargo, cuando la Unión Soviética comenzó a desmantelar las industrias de guerra alemanas en la zona que ocupaba, se lanzó contra ella la acusación de saqueo y de perseguir el botín de guerra. Aparte de lo ya dicho acerca de los acuerdos de Yalta en los que se basaba la actuación soviética, hay que hacer constar que el asunto tiene un trasfondo importante que es lo que forzaba a la propaganda imperialista contra el poder soviético: se trataba del descubrimiento de que buena parte de la industria de guerra que estaban desmantelando los soviéticos era copropiedad de los monopolistas anglo-norteamericanos, los cuales, como era lógico exigían una compensación económica de la Unión Soviética. 

Se puso entonces al descubierto la escandalosa doble política del imperialismo internacional y toda la propaganda que se difundió (y que se continúa difundiendo) contra la Unión Soviética por este asunto no pudo ocultar la complicidad de los trusts occidentales con el nazismo por mucho que intentaran desligar sus intereses privados de la gran matanza a la que contribuyeron.

 Lo que tantas veces se había desmentido presentándolo, a su vez, como falsa propaganda bolchevique se aclaró ahora definitivamente, cuando los grandes capitalistas occidentales veían expropiadas sus posesiones en los países del Eje y exigían que no se les asimilara con el fascismo cuando en realidad le habían sostenido y apoyado hasta el punto de instalarle sus fábricas de destrucción y de muerte. Naturalmente ni la Unión Soviética ni nadie podía separar las responsabilidades de unos y otros.

Pese a ello, algunos monopolistas occidentales organizaron un fantástico negocio con la derrota de Alemania y fueron quienes verdaderamente se lanzaron al saqueo de los países derrotados, especialmente de su oro. Algunos monopolistas yanquis supieron convertir en negocio las atrocidades cometidas por los nazis. Las instalaciones para las cámaras de gas de las fábricas de la muerte fascistas fueron vendidas por firmas alemanas estrechamente ligadas a monopolistas yanquis.

 Los carros de la muerte se fabricaron en las fábricas alemanas pertenecientes a Ford y a la General Motors. El Bank of International Settlements de Basilea, cuyo director era el banquero neoyorquino Thomas Mackintrik, compraba al Reich Bank alemán el oro robado por los hitlerianos, así como los dientes de oro de las personas asesinadas en los campos de concentración.

Por el contrario, la política soviética de cobrarse las indemnizaciones sobre la industria de guerra alemana estaba de acuerdo con el Tratado de Yalta. El propio Truman en sus Memorias manifiesta que las reparaciones debían provenir de la riqueza nacional de Alemania existente en el momento de su colapso, concediendo atención preferente a la remoción de la maquinaria industrial, instalaciones y fábricas. 

Y una declaración oficial del gobierno norteamericano, firmada por Truman ratificaba: Ahora y siempre la política fundamental de los Estados Unidos ha consistido en que el potencial bélico de Alemania sea destruido y se impida su resurgimiento dentro de lo posible, mediante el traslado o destrucción de fábricas, material u otros bienes. 

La actuación de la Unión Soviética se ajustó en todo momento a estas directrices tanto en lo relativo a las reparaciones como en lo referente a la desmilitarización de Alemania; sería el imperialismo occidental quien pronto olvidaría sus compromisos fomentando, una vez más, el revanchismo y el rearme de Alemania occidental.

A la Conferencia de Yalta siguió la de Postdam (Berlín) cinco meses más tarde. El cambio de clima en las relaciones entre los vencedores se hizo entonces mucho más patente, desde los deseos de amistad y cooperación hacia el enfrentamiento abierto y la política de guerra fría. 

Acontecimientos muy importantes se sucedieron entre ambas Conferencias. El Comité Polaco de Liberación Nacional o gobierno de Lublin accedió a ser ampliado integrando a algunos elementos del gobierno en el exilio; entre otros pasó a formar parte del gobierno como Vicepresidente Mikolaczyk el 21 de junio de 1945; el 5 de julio este gobierno era reconocido por Gran Bretaña y Estados Unidos como el único legitimo de Polonia. 

No por ello menguó la propaganda imperialista acerca del expansionismo soviético y de la imposición de gobiernos títeres en centro-europa y los Balcanes. Gestos como el del CPLN no eran la prueba de buena voluntad y de distensión que exigían las potencias occidentales, sino que por el contrario era tomadas como signos de debilidad que, según los estrategas del imperialismo, había que aprovechar para imponer su dictado en la zona. 

De ahí que esta actuación del CPLN, como otras de los demás gobiernos legítimos de Europa oriental, lejos de obligar al imperialismo a guardar silencio no hacía más que avivar la propaganda de los monopolios contra la Unión Soviética y por la reconquista de Europa central y los Balcanes.

La primera bomba atómica

En este sentido actuó también la explosión de la primera bomba atómica en plan experimental en Alamogordo (Estados Unidos) que se realizó precisamente el día anterior de abrirse la Conferencia de Postdam. El imperialismo norteamericano se vio enormemente fortalecido en sus posiciones con esta nueva baza entre sus manos. Esto arreció la demagogia antisoviética e hizo más intransigentes -si cabe- a los norteamericanos en sus propuestas y negociaciones. 

Pensaron que podían apostar fuerte y lograr que sus compañeros de viaje en la Conferencia se atasen al carro que ellos iban a guiar. No tuvieron contratiempos con Gran Bretaña, pero no tardaron en caer en la cuenta que la Unión Soviética no cedería ante el chantaje nuclear. 

Tampoco es casualidad que dos semanas después de finalizar la Conferencia, el mando norteamericano se decidiera llevar a la práctica su experimento nuclear, esta vez en vivo, haciendo explotar dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Y todo esto se llevó a cabo por el conocido método del imperialismo, es decir, sin contar con los aliados de guerra, precipitadamente y con inconfesables objetivos colaterales.

Por lo que se refiere a las conversaciones de Postdam, la mayor parte de las cuestiones giraron en torno a los países liberados. Truman y, con mayor virulencia aún, Churchill, comenzaron acusando a Stalin de no respetar los acuerdos de Yalta, de tratar de imponer en Europa oriental y los Balcanes regímenes comunistas y satélites de Moscú a causa de la presencia en la zona del Ejército Rojo.

 Los norteamericanos exigían una acción conjunta para reorganizar los gobiernos de Bulgaria y Rumanía de manera que todos los grupos democráticos participasen en ellos. Ni siquiera el CPLN se libraba de las críticas, a pesar de haber ampliado su composición con miembros del gobierno exiliado. Era objeto especial de crítica la demarcación fronteriza que se delimitó de mutuo acuerdo con la Unión Soviética.

En suma, el imperialismo acusaba a la Unión Soviética de no respetar los acuerdos de Yalta en lo referente al control tripartito de los países liberados y a la celebración de elecciones libres. Pero de lo que las potencias occidentales no querían ni hablar era de las manipulaciones que había llevado a cabo, las que estaban efectuando y las que harían en un futuro bien próximo.

 Allá donde las intromisiones soviéticas no les paraban los pies, los gobiernos occidentales hacían y deshacían a su antojo sin contar con tan incómodo compañero de viaje, tratando de aupar en los más altos sillones ministeriales, incluso por la fuerza de las armas, a los más sanguinarios tiranos, aunque se tratara de viejos colaboradores de Hitler. El único requisito para tal ascenso es que fuesen buenos amigos de occidente, del mundo libre, lo que siempre ha sido sinónimo de títeres del amo que todo lo dirige desde la metrópoli.

En el caso de Italia, los británicos y estadounidenses negociaron por sí solos la capitulación y no concedieron al representante soviético un puesto en la Comisión de control del armisticio, sino sólo en el Consejo consultivo interaliado, organismo que nunca tuvo funciones efectivas. Pero se pueden citar muchos más casos similares demostrativos de que quienes estaban violando los acuerdos de Yalta eran precisamente las potencias imperialistas.

Algunos de ellos son bastante conocidos, como los de Grecia o Japón, y otros no tanto, como los de Siria o Líbano. Aquí, por ejemplo, fue Francia quien, tras su inicial derrota a manos del III Reich, trató de recuperar el terreno perdido con respecto a las demás potencias capitalistas y volver a conquistar las colonias perdidas. Siria y Líbano habían sido mandatos franceses de la Sociedad de Naciones, lo que era una fórmula legal para continuar con el régimen colonial bajo una apariencia de legitimación. 

Pero en el curso de la guerra el imperialismo anglo-norteamericano se vio obligado a reconocer su independencia con el fin de utilizar a estos países en la lucha contra el fascismo. Tras la guerra habían ingresado en la ONU como miembros soberanos de pleno derecho, a pesar de lo cual tropas expedicionarias francesas desembarcaron en ambos países con objeto de volver al estado de cosas anterior. Incluso llegaron a bombardear algunas ciudades sirias, entre ellas Damasco, la capital.

Los Balcanes

Pero esto, naturalmente, no constituía para el imperialismo ninguna forma de manejo, sino el ejercicio legitimo de sus derechos. Por el contrario, el ascenso revolucionario en Europa central y los Balcanes no podía ser sino fruto de las bayonetas del Ejército Rojo. Por ello, poco después de la Conferencia de Postdam, el 18 de agosto de 1946, el Secretario de Estado norteamericano, J.F. Byrnes, emitía una declaración oficial de su gobierno en contra de las elecciones en Bulgaria, clamorosamente ganadas por el Frente de la Patria (integrado por comunistas, la Unión Agraria, los socialdemócratas, el circulo Zvenó, los radicales y otros) que era la organización que representaba la unidad de todas las fuerzas populares que habían combatido contra el fascismo, contra el gobierno reaccionario que había permitido la ocupación alemana contribuyendo activamente a la agresión contra la Unión Soviética y a la represión del movimiento revolucionario en los Balcanes.

El establecimiento del régimen democrático-popular en Bulgaria fue consecuencia directa de la lucha armada contra el ocupante fascista. En una serie de lugares los grupos numéricamente débiles de guerrilleros se transformaron en destacamentos organizados que contaban con el amplio apoyo del pueblo. A fines de 1943 y principios de 1944 un Ejército de cien mil soldados y gendarmes bajo mando fascista participó en la lucha contra el movimiento de los guerrilleros.

 El 26 de agosto de 1944 el Comité Central del Partido planteó la tarea del derrocamiento inmediato, por un levantamiento armado, del Consejo de Regencia fascista y del gobierno de Bagrianov, así como de la formación de un gobierno del Frente de la Patria. Cuando el 7 de setiembre el Ejército soviético penetró en territorio de Bulgaria, el levantamiento armado estaba ya en su apogeo. 

La huelga general de los mineros de Pernik, la huelga de los tranviarios y las manifestaciones de los trabajadores de Sofía, la huelga general de Plovdiv y Gabrovo, la toma por asalto de las cárceles de Pleven, Varna y Sliven fueron acompañadas de la ocupación de una serie de ciudades y aldeas por los destacamentos guerrilleros. Bajo la presión del Ejército soviético, las hordas alemanas abandonaron rápidamente el país. Los soldados búlgaros se negaban a cumplir las órdenes de los oficiales reaccionarios y se pasaban a los guerrilleros. 

El 9 de setiembre bajo el poderoso golpe de las masas populares unidas, ayudadas por los destacamentos guerrilleros y por los soldados y oficiales revolucionarios, fue derribada la dictadura monarco-fascista y se formó el primer gobierno del Frente de la Patria.

Esto es lo que el imperialismo llamaba expansionismo soviético. Frenar ese expansionismo soviético era sinónimo de frenar el movimiento revolucionario que, al igual que en Bulgaria, se estaba desarrollando en toda la Europa central y en los Balcanes.

 Con la excusa de supervisar el proceso de elecciones libres en esta zona, las potencias capitalistas trataban de torcer el curso natural de los acontecimientos, ejercer todo tipo de presiones, injerirse en los asuntos internos de otros países y hacer valer el peso de la presencia militar que deseaban tener aquí como en otras áreas que manejaban a sus anchas. 

En la misma Bulgaria para impedir el levantamiento popular en maduración, la camarilla monarco-fascista se dirigió, por medio del gobierno de Bagrianov y después del gobierno de Muraviev-Guichev, al Estado Mayor anglo-americano con una proposición de capitulación incondicional, esperando que una ocupación anglo-americana dejaría impunes sus crímenes y con los quebrantados cimientos del régimen monarco-capitalista en Bulgaria.

En realidad no había nada que supervisar: se celebraron elecciones por el conocido y democrático sistema del sufragio libre y secreto y el Frente de la Patria obtuvo el 70 por ciento de los votos para la Gran Asamblea Nacional, de los cuales más de 50 por ciento fueron obtenidos por los diputados comunistas. Esto dejaba patente que las fuerzas antifascistas, democráticas y revolucionarias habían vencido tanto por la vía de las armas como por la de los votos. Demostraba que el Frente de la Patria, que agrupaba a todas esas fuerzas gozaba del amplio apoyo del pueblo búlgaro.

Checoslovaquia

Y lo mismo podemos decir de los demás países de la zona que se libraron de la esclavitud capitalista en la posguerra. Por ejemplo, en Checoslovaquia en las primeras elecciones parlamentarias tras la derrota de los invasores, las de mayo de 1946, solamente el Partido Comunista obtiene el 38 por ciento de los votos, constituyéndose en el mayor Partido del país por lo que se le encarga la formación de gobierno a su Secretario General, K.Gottwald, quien incluyó entre sus ministros a algunos socialdemócratas, por lo que entre ambos Partidos agrupaban el 51 por ciento de los escrutinios, formando de esta manera un gobierno con mayoría de votos. Con el transcurso del tiempo esta mayoría no haría sino consolidarse y ampliarse gracias a una extraordinaria gestión económica y social de los comunistas y sus aliados desde el gobierno. 

En lo que podemos considerar un auténtico y real milagro económico Checoslovaquia recupera en menos de un año la producción industrial de la preguerra. Por ello en las elecciones del 30 de mayo de 1948 el Frente Nacional amplia su base electoral hasta obtener el 90 por ciento de los votos; todo esto a pesar de que en el intermedio entre ambas consultas electorales numerosos reaccionarios habían desertado del Frente Nacional y se habían pasado abiertamente a las filas de los enemigos del gobierno dirigido por los comunistas hasta el punto de urdir una serie de complots armados para hacerse con el poder con la ayuda de los Ejércitos aliados que esperaban en la frontera occidental el momento de intervenir.

En consecuencia, es evidente que si bien el Ejército soviético contribuyó decisivamente al desarrollo de la revolución en esta zona al derrotar al grueso de las fuerzas de la Wehrmacht y al impedir la intervención de los Ejércitos aliados, no es menos cierto que en estos países, como en otros que no gozaban de tan favorables condiciones, la bancarrota y la descomposición total de las viejas camarillas gobernantes que, o bien se hallaban en el exilio o se sostenían gracias a los ocupantes hitlerianos, abría el terreno para que las masas populares y los combatientes antifascistas se hicieran con el poder. 

Las elecciones que se celebraron corroboraron ampliamente esta tendencia. Cuando los imperialistas hablaban de supervisar estas elecciones lo que en realidad pretendían era, por una parte, frenar el proceso revolucionario, y por el otro, mantener permanente en la zona un foco de conflictos internacionales y agresiones enfilado contra la Unión Soviética. 

Para el imperialismo era necesario evitar que la Unión Soviética tuviese siquiera un momento de tregua tras la enorme sangría humana y material que le había supuesto la guerra. 

El socialismo, presa de la enorme devastación ocasionada por la guerra y con continuos enfrentamientos con sus vecinos, caería exhausta a los pies del capitalismo. Para ello era vital, dentro de los planes anglo-norteamericanos, evitar que la revolución se consolidara en el este de Europa y los Balcanes, que el socialismo no pudiera garantizar su seguridad y sus fronteras, que Europa no fuese, ahora menos que nunca, un área de paz.

Soldados y economistas

Tampoco hay que perder de vista que, junto con sus Ejércitos, el imperialismo llevaba sus equipos de economistas. Directamente del mando supremo del Ejército estadounidense en Europa surgieron el grupo de organizaciones económicas europeas que más tarde desembocarían en el Plan Marshall y en el Mercado Común.

Los planes del imperialismo al pretender supervisar e inmiscuirse en el proceso revolucionario que experimentaban los países de la zona eran esos justamente: llevar sus ejércitos para aplastar el movimiento de masas y las organizaciones guerrilleras; instalar a sus expertos económicos para reconstruir el capitalismo, y finalmente, hacer los preparativos para una nueva agresión a la Unión Soviética. 

La consigna que encubría estas intenciones era la de que el este de Europa y los Balcanes no debían ser zona de influencia de nadie, lo que equivalía a decir que estaban a merced de cualquiera, sobre todo de los Estados Unidos, la única potencia beneficiada por la guerra. Estados Unidos no había padecido la guerra en su territorio, por lo que sus bajas humanas eran bastante más reducidas que las de otros países beligerantes. 

Por contra, los monopolios dedicados al armamento y gran cantidad de industrias obtuvieron gigantescos beneficios con los suministros al gobierno y la exportación al exterior. 

Mientras tanto, la Unión Soviética y los países de Europa oriental y los Balcanes habían sufrido cuantiosas pérdidas, siendo bastantes los que se hallaban en una completa ruina, padeciendo en extensas regiones la población hambre, enfermedades y toda suerte de calamidades. En estas condiciones la pretendida no influencia de nadie era la cortina que encubría la necesidad de esos pueblos de subordinarse al imperialismo norteamericano, si la revolución no se consolidaba.

Pero mientras el imperialismo establecía este estatuto para los pueblos de la zona, extensas áreas repartidas por todo el planeta eran tomadas como plazas de armas de Estados Unidos y Gran Bretaña, como zonas para su seguridad estratégica. 

Estas zonas de seguridad no eran contiguas, ni mucho menos, a las fronteras de sus países, sino que se repartían por todo el mundo y alcanzaban territorios contiguos a la Unión Soviética. 

A la inversa, el imperialismo se negaba a que la Unión Soviética estimase como zona para su seguridad a los países vecinos de Europa oriental y los Balcanes.

La Unión Soviética no podía tener una zona de seguridad ni en sus propias fronteras; Estados Unidos y Gran Bretaña las podían extender, por el contrario, a miles de kilómetros de las suyas, sobre todo si se trataba de la periferia de la Unión Soviética en la que instalaron tras la guerra un cordón de bases militares y de espionaje. Es más, las pretensiones del imperialismo llegaban al extremo de pretender obtener bases áreas de aviones e hidroaviones en el interior del territorio soviético. 

Es el caso de sus reclamaciones sobre las islas Kuriles que, según el Tratado de Yalta, correspondían a la Unión Soviética. Stalin contestaba así a las exigencias de Truman: 

“Las peticiones de esta naturaleza se dirigen generalmente a un Estado conquistado o bien a un Estado aliado que no se encuentra en situación de defender con sus propios medios ciertas partes de sus territorios y, en vista de ello, se muestra dispuesto a conceder a sus aliados una base adecuada. No creo que la Unión Soviética pueda ser incluida entre tales Estados”.

Las zonas de seguridad estadounidenses eran de goma, alcanzaban a todo el mundo y se prolongaban por todos los rincones. Pero a la Unión Soviética se le negaba su seguridad al borde mismo de su frontera. También Gran Bretaña podía mantener sus propias áreas de seguridad, y así, según Truman, Churchill estaba decidido a conseguir que Inglaterra mantuviese o incluso aumentase su control sobre el Mediterráneo. En suma, que para el imperialismo era indescifrable dónde terminaba su seguridad y dónde comenzaba su área de expansión y de dominación colonial, pues -como continúa Truman- el Mediterráneo era de importancia vital para Inglaterra, porque constituía la ruta principal hacia la India y Australia.

Eran, pues, estos des países quienes en realidad hacían lo que estaban achacando a la Unión Soviética. El socialismo, protegiendo la revolución en el este de Europa y en los Balcanes, garantizaba al mismo tiempo la seguridad de sus fronteras en una zona tradicionalmente conflictiva. Por contra, era el imperialismo quien, bajo la excusa de su seguridad, instalaba bases militares y se inmiscuía en los asuntos internos de todos los países, por lejanos que estuviesen de sus fronteras.

El Pacífico, por ejemplo, estaba destinado por Truman a ser un lago interior de los Estados Unidos. Ésta era, según ellos, la única manera de garantizar la seguridad de su país, aunque fuese a costa de liquidar la independencia de otros países como Filipinas o Japón, donde el imperialismo norteamericano se preocupaba muy poco del control tripartito, las elecciones libres o la soberanía nacional. 

Truman recordaba que el Pacífico había servido poco antes de la guerra como base de agresión contra ellos: “Eran las islas Marshall, Marianas y Carolinas, incluidas además centenares de islas y pequeños archipiélagos, con unos 50.000 nativos.

 El área total era pequeña -escasamente ochocientas millas cuadradas- pero comprendía una gran región del Pacífico occidental. En manos de una potencia enemiga, podían nuevamente usarse para desplazarnos de aquella área y bloquearnos de las Filipinas y Guam, así como de las posiciones británicas y holandesas en aquella parte del mundo. Podían también emplearse para combatir nuestras líneas de comunicación con Nueva Zelanda y Australia. 

Estas líneas se habían puesto bajo el control japonés al final de la Primera Guerra Mundial e inmediatamente después de esto se habían fortificado y cerrado a los que no eran japoneses. Como bases de operaciones para los japoneses nos estorbaron mucho durante la guerra, y era comprensible que nos interesasen no sólo como fideicomisos, sino también en el caso de algunas, como áreas estratégicas especiales dentro de un sistema de fideicomiso [...] 

Con la victoria en el Pacífico ahora asegurada, ya que las fuerzas norteamericanas expulsaban a los japoneses de sus islas fortificadas una después de otra, el control de estas islas durante el tiempo de paz suponía una importancia creciente en el desarrollo de la política norteamericana de posguerra”.

La política norteamericana era clara: donde el Ejército Rojo tenía una presencia efectiva eran necesarias elecciones y un control de las tres potencias, o sea, había que dejar paso a la intervención anglo-norteamericana; pero donde ellos estaban presentes nadie se podía inmiscuir. Las hipócritas palabras de Truman en sus Memorias lo dejan bien claro: “A pesar de nuestro vivo deseo de que Rusia entrara en guerra contra el Japón, la experiencia de Postdam hacía que yo estuviese decidido a evitar que los rusos participaran en absoluto en el control del Japón [...] Adopté la determinación de conceder al general MacArthur el mando y control absolutos del Japón después de la victoria. La táctica rusa no podría perturbar de esta manera nuestra acción en el Pacífico. La fuerza es la única cosa que entienden los rusos. 

Y si bien confiaba que algún día sería posible convencer a Rusia de que colaborase en pro de la paz, yo sabía que no debía permitírseles ninguna clase de control sobre el Japón” (5).

Notas:

(1) W.W.Rostow: Los Estados Unidos en la palestra mundial, Tecnos, Madrid, 1962, pg.167.
(2) Ciano: Diario, pg.86
(3) R.E. Sherwood: Roosvelt y Hopkins; una historia íntima, Ed. Janés, Barcelona, 1950, pg.242.
(4) La República imperial, Alianza Editorial, Madrid, 1976, pg.67.
(5) H.S.Truman: Memorias: 1945, año de decisiones, Ed.Vergara, Barcelona, 1956, tomo II, pgs.10 y 171.

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