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España: la ciénaga del bipartidismo


En una encuesta reciente del diario El País, el PSOE supera al PP en intención de voto. Se aventura que los socialistas ganarán por un estrecho margen en las europeas y tal vez en las generales. 


La experiencia nos ha enseñado a relativizar las encuestas, pues algunos ciudadanos cambian de opinión a última hora. Sin embargo, no es improbable que estas estimaciones nos adelanten un futuro posible, con IU y UPyD escalando posiciones.

 De todas formas, La Razón y ABC ofrecen otros datos, que atribuyen cierta ventaja al PP. Si el PP logra recortar las cifras de paro –con trabajo precario y mal pagado-, podría recuperar los votos perdidos de cara a la cita de 2015.

 Circula el rumor de que los 13 partidos políticos españoles con representación en Estrasburgo no sumarán entre todos ni siquiera 10 millones de votos, pues 24 millones se decantarán por nuevas formaciones políticas, el voto en blanco, el voto nulo o la abstención activa, inspirada por el rechazo al sistema. 

Sin embargo, es fácil pronosticar que el PP y el PSOE seguirán acumulando millones de votos en los próximos años. El núcleo de los votantes del PP está constituido por un amplio segmento de la población que aún se identifica con la dictadura franquista, pues entiende que los 38 años del régimen militar representaron un período de paz y prosperidad. En cuanto al PSOE, nunca ha representado una opción revolucionaria o rupturista, sino un tibio reformismo dirigido por políticos con afinidades franquistas. Algunos lo habrán olvidado, pero en 2008 José Bono recriminó a un ex preso franquista que portara una bandera republicana en la Sala de Columnas del Congreso, mientras se homenajeaba a un grupo de 300 víctimas de la represión de la dictadura.

Un año antes, Jaime Mayor Oreja se negó a condenar el franquismo, alegando que “hubo muchas familias que lo vivieron con naturalidad y normalidad”. Casi “todos los guardias civiles gallegos pedían ir al País Vasco. Era una situación de extraordinaria placidez”. 

Lo cierto es que el general Franco y sus conmilitones cometieron un genocidio, liquidaron las libertades y los derechos políticos e institucionalizaron la tortura. Hablar de “extraordinaria placidez” constituye un acto de cinismo, cuando no una abierta complicidad con los crímenes. Desgraciadamente, esa complicidad no es un fenómeno aislado, sino una mala hierba profundamente arraigada en la sociedad española. 

No voy a salir con la monserga de que en Europa estas cosas no pasan, pues entre 1966 y 1969 ejerció la cancillería alemana Kurt Georg Kiesinger, pese a su pasado como afiliado al partido nazi y alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. En esa época, aún había muchos pueblos donde los vecinos se saludaban intercambiando un cordial “Heil Hitler”.

 No es un ejemplo aislado y poco significativo, pues los austriacos votaron a favor de Kurt Waldheim, sin mostrar mucha preocupación por su pasado como oficial nazi durante la ocupación de Grecia. Aunque no se pudo probar su implicación en crímenes contra la humanidad, no es posible absolver al mando de un ejército guiado por una política de extermino en todos sus frentes.

En Francia, el caso de Maurice Papon pone de relieve la miseria moral de una Europa que presume de convicciones democráticas, mientras se lanza a guerras neocoloniales (Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia), invocando el derecho de injerencia por razones humanitarias. Maurice Papon ejerció altos cargos en la policía francesa y fue Ministro de Presupuesto en el gobierno de Raymond Barre entre 1978 y 1981. 

Al final de su mandato, la prensa sacó a relucir que había participado en la deportación de 1.645 judíos franceses.

 Como miembro del gobierno de Vichy, quiso demostrar su sincero espíritu de colaboración con los nazis, enviando a centenares de niños judíos a los campos de exterminio, superando las exigencias de los alemanes. Al finalizar la guerra, nadie mostró interés en juzgarle por sus crímenes.

 Entre 1949 y 1954, trabajó en Argelia como prefecto, involucrándose en las torturas y las ejecuciones extrajudiciales de centenares de independentistas argelinos. Volvió a Francia y se le nombró máximo responsable de la policía de París. 

El 17 de noviembre de 1981 ordenó la feroz represión de una manifestación de argelinos, que vivían en la capital y protestaban contra las leyes discriminatorias.

 No hay una cifra definitiva sobre el alcance de los asesinatos cometidos por la gendarmería francesa, pero algunos historiadores hablan de 3.000 víctimas. 

Otros, rebajan el número a varios centenares. Muchos de los cadáveres fueron arrojados al Sena y aparecieron semanas más tarde a kilómetros de distancia.

 El general De Gaulle ocultó la matanza, calificando los hechos de “asunto secundario”. Maurice Papon acabó en la cárcel en 1998, condenado a diez años por crímenes contra la humanidad, pero solo cumplió tres. 

Si cambiamos nombres, podremos obtener una descorazonadora radiografía de nuestro país. Los tecnócratas del Opus Dei y los espadones que se hallaban en la cúpula del poder en los años 60, se ocuparían de organizar una Transición que les exculpó de todos sus crímenes. 

Suárez, Fraga o Areilza presumirían de demócratas y aperturistas, pese a que habían prosperado a la sombra del general Franco y habían justificado, promovido o silenciado el régimen de terror de una dictadura que torturó, encarceló y exterminó a sus opositores. Rodolfo Martín Villa no es menos indigno y repugnante que Maurice Papon, pero solo la justicia argentina se ha planteado juzgarle por crímenes contra la humanidad. 

De momento, vive tranquilamente y no lamenta su pasado, que incluye la masacre de Vitoria-Gasteiz (3 de marzo de 1976), el atentado contra la sala Scala (15 de enero de 1978) y el intento de asesinato del líder independentista canario Antonio Cubillo (5 abril de 1978). 

En el caso de Cubillo, la Audiencia Nacional reconoció en 2003 la implicación de Martín Villa y ordenó una indemnización de 150.203 euros. Por supuesto, Martín Villa no ingresó en prisión.

El núcleo de los votantes del PP añora el franquismo, pero sería un trágico error considerar que los votantes del PSOE son grandes demócratas, amantes de la libertad y los derechos humanos. 

Durante sus doce años en el poder, Felipe González aplicaría un durísimo ajuste económico, que incluiría una feroz reconversión industrial, la creación de los contratos basura, el recorte de las prestaciones de desempleo, la legalización de las empresas de trabajo temporal y el fin de las subvenciones de ciertos medicamentos prescritos por la Seguridad Social (el famoso “medicamentazo”).

 Incumpliendo sus promesas electorales, Felipe González consiguió la plena integración de España en la OTAN y envió tropas a la Primera Guerra del Golfo en 1991, prestando bases y aeropuertos para los bombardeos de Irak, donde murieron al menos 5.000 civiles y unos 30.000 combatientes iraquíes, casi siempre aniquilados por la maquinaria bélica norteamericana sin ofrecerles la oportunidad de rendirse.

 Los escándalos de corrupción, el encarcelamiento de los insumisos al Servicio Militar y a la Prestación Social Sustitutoria (casi siempre en régimen FIES, creado en 1989 por Antoni Asunción, Ministro de Interior), la dispersión penitenciaria y el terrorismo de Estado completan un cuadro desolador que malogró los sueños de un socialismo democrático. 

No está de más recordar los casos de Lasa y Zabala, ambos de veinte años, secuestrados en Francia, torturados en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo y asesinados a sangre fría por los agentes Enrique Dorado y Felipe Bayo, cumpliendo órdenes directas del general Galindo y el socialista Julen Elgorriaga, Gobernador Civil de Guipúzcoa.

 También hay que incluir en el catálogo de infamias del gobierno de Felipe González la muerte de José Manuel Sevillano Martín, militante del GRAPO que mantuvo una huelga de hambre de 175 días, pidiendo el fin de la dispersión penitenciaria.

 Enrique Múgica, Ministro de Justicia, declaró que “la huelga de hambre era ficticia” y que se mantendría la dispersión “por justa y necesaria”. Cuando falleció Sevillano, extenuado tras dos infartos y horribles sufrimientos físicos y psíquicos, se prohibió a su mujer y a su hija Aida que se despidieran de sus restos mortales. Nos escandalizamos con la frialdad de Margaret Thatcher en el caso de Bobby Sands, pero casi nadie recuerda la muerte de José Manuel Sevillano. 

Hace unos días, murió Isabel Aparicio Sánchez, presa política del ilegalizado PCE (r). Su fallecimiento se ha producido a los 60 años en la cárcel de Zuera. Sufría diferentes patologías: artrosis degenerativa general, osteoporosis, hernia de disco, desplazamiento de las vértebras lumbares, problemas respiratorios y sinusitis crónica. 

Las autoridades penitenciarias solo le proporcionaron analgésicos, jamás un tratamiento médico digno e integral.

 En una de sus últimas cartas, Isabel escribió: “Sí, la sanidad en las cárceles, sobre todo para las y los presos políticos, forma parte del plan de exterminio contra la disidencia política, en un Estado, el español, que se dedica a dar lecciones de “derechos humanos” y de “humanitarismo” a medio planeta”.

José Luis Rodríguez Zapatero tampoco se caracterizó por su talante ético y humanitario. Cuando en el 2009 el Tribunal Supremo declara de “nulo derecho” el régimen FIES, ordenó modificar el Reglamento Penitenciario, ampliando las competencias de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias para imponer a los internos las restricciones que estime oportunas. 

Se habla del cruel confinamiento de Ortega Lara, pero los presos en régimen FIES soportan situaciones similares durante décadas, sufriendo malos tratos y toda clase de vejaciones. Por supuesto, Rodríguez Zapatero ni siquiera se planteó abolir el régimen de incomunicación de la ley antiterrorista, un período concebido exclusivamente para torturar con vergonzosa impunidad. 

En 2011, se embarcó en la intervención contra Libia, ofreciendo seis cazas F-18, buques y bases militares. Ese mismo año, reformó el artículo 135 de la Constitución para convertir el pago de la deuda en prioridad absoluta, gozando del apoyo del PP. Cuando el 2 de mayo de 2011 Estados Unidos cometió un nuevo asesinato extrajudicial, matando (presuntamente) a Osama Bin Laden, Rodríguez Zapatero aplaudió en el Congreso, asegurando en un tono histérico que se lo había buscado por su “sanguinaria trayectoria”, pues el líder de Al Qaeda era “uno de los criminales más sádicos de la historia”.

 Gaspar Llamazares, diputado de IU, le espetó: “No le reconozco”. Me permito compartir el criterio de la periodista iraní Nazanín Armanian, que cuestionó la veracidad de la “Operación Gerónimo”. Paradójicamente, “matar al fantasma” era una forma de mantener con vida la lucha global contra el terror, justificando los gastos militares y las restricciones de derechos y libertades. Armanian ha citado varias veces las palabras del presidente afgano Hamid Karzai, según el cual “Al Qaeda es un mito”. 

El corrupto e incondicional aliado de Estados Unidos no ha revelado nada verdaderamente novedoso. Se ha limitado a decir en voz alta un secreto a voces.

 No creo que Rodríguez Zapatero ignore estas cosas, pero sí la opinión pública, pues la política es un gigantesco teatro de ópera, con unas bambalinas tan profundas como inescrutables. España está atrapada en la ciénaga del bipartidismo y nada indica que las cosas puedan cambiar, mientras sigamos en la UE y el euro.

 El Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza aprobado el 2 marzo de 2012 ha fijado unos objetivos (reducir el déficit al 3%, rebajar la deuda hasta el 60% del PIB) que nos condenan a brutales recortes en sanidad, educación y pensiones. De aquí a 2020 hay que realizar un ajuste de 400.000 millones de euros.

 Las consecuencias de medidas similares ya forman parte de nuestro paisaje diario: paro masivo, familias desahuciadas, caída del consumo interno, deflación, incremento de la deuda. Cambiar esta tendencia exigiría salir del euro, no pagar la deuda y abandonar la OTAN y la UE.

 Son medidas radicales, pero no adoptarlas profundizará el actual escenario de pobreza, desesperanza y pérdida de derechos laborales, políticos y sociales.

Se acusa a los gobiernos del PP y el PSOE del presente cuadro de opresión y precariedad, pero yo creo que el problema más grave se halla en la sociedad española, que –al margen de nuestra perversa ley electoral- sigue mirando hacia otro lado cuando se violan derechos humanos, cultiva un patriotismo de cartón piedra y no ha resucitado de su letargo político hasta que la crisis comenzó a destruir el bienestar de infinidad de familias, acomodadas hasta entonces a un estilo de vida frívolo, consumista y banal (me incluyo en ese grupo, con sincera pesadumbre). 

Es cierto que la sociedad norteamericana y el resto de las sociedades europeas nadan en el mismo lodazal de inconsciencia e insolidaridad, pero en el caso español hay que sumar la herencia del franquismo, cuya inmundicia sigue goteando en todos los aspectos de nuestra existencia cotidiana e institucional. 

El símbolo más representativo de la “marca España” es el Valle de los Caídos. El día que sufra el mismo destino que la mansión de Hitler en Berchtesgaden recobraré la esperanza. Hasta entonces, habrá que aguantar a los mentecatos que identifican la esencia de lo español con los huevos de la tortilla de patatas, la cabra de la Legión y el toro de Osborne sobre la bandera rojigualda. 

Al igual que Shrek, continuaremos viviendo en una ciénaga, pero sin una brizna de humor, magia o simpatía.

 Sólo nos quedará el consuelo de observar los chapoteos de una condesa con truenos en la cabeza y ojos de pirada.

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