Pablo Gonzalez

Pobreza y violencia, las dos caras extremas de la falsa moneda capitalista


Las personas cuyo techo son las estrellas viven 20 años menos que los que tienen una vivienda digna, según la Federación de Entidades de Apoyo a las Personas sin Hogar con sede en España. 
 
El dato pone la carne de gallina, pero pasará sin pena ni gloria por la actualidad compleja y cambiante ávida de hechos nuevos incesantes: será una imagen más, volátil y de consumo inmediato, que no dejará huella apenas en nuestras cuitas existenciales más urgentes.

Así en crudo, la noticia dice poco, impacta un momento intrascendente pero pasamos la página de puntillas, raudos y veloces. La imagen de la pobreza satura, igual que la violencia sin causas aparentes repetida machaconamente. 
 
No da tiempo a analizar ningún suceso con detenimiento ni establecer conexiones con otros aspectos estructurales de la sociedad que habitamos. Todo acontecimiento debe dar la sensación de ser natural, como caído del cielo, fruto del devenir misterioso y proceso excitante de la vida.

Detrás de la noticia, dormir al raso noche tras noche y comer inmundicias a salto de mata, hay una violencia extrema que se oculta en el relato informativo, agresiones sutiles no imputables a nadie directamente, una categoría inefable que sirve de guarida para esconder las causas ideológicas, políticas y sociales que provocan las situaciones de miseria absoluta en los arrabales del régimen capitalista.

No se alcanza la pobreza por vocación ni por deseo íntimo. 
 
A la pobreza te empuja el sistema, las decisiones políticas concretas y la ideología que teje una tela de araña para interpretar el mundo en el cual vivimos con los ojos e intereses egoístas de la clase hegemónica. 
 
La democracia capitalista es un mecanismo de dominación y de expresión de ese universo inmóvil en su funcionamiento interno, con llamaradas superficiales de novedades diarias para dar una idea mistificadora de movimiento falso e ininterrumpido.

Miramos la pobreza con desgana y miedo desde nuestra precariedad vital.
 
 Nos parece lejana aunque la veamos cotidianamente en nuestro trasiego ciudadano: tumbada en un banco urbano, cobijándose en un cubículo comercial, caminando hacia ninguna parte entre silencios de suciedad y derrota total. Las imágenes y las cifras nos abruman y huimos a la carrera. 
 
Debemos escapar de los fantasmas éticos que pueden quebrar nuestra difusa culpabilidad.Yo no soy responsable, musitamos para los adentros, bastante tengo con salir a flote en esta sociedad de la injusticia institucionalizada y del consumismo compulsivo.

En efecto, la clase trabajadora no es responsable de la indigencia.
 
 Nadie lo es o todos los somos, dice la elite. Sí es, por el contrario, responsable subsidiaria de avalar con su mutismo, su dejarse llevar por la costumbre, su pasividad y su voto a la derecha, al adversario que la oprime y se enriquece a costa de ella.
 
 Sin embargo, resulta difícil y complicado elevarse a una conciencia de clase solidaria y políticamente activa. 
 
El sistema se emplea a fondo para que el pensamiento crítico no germine con libertad a través de herramientas culturales y mitos de muy diverso signo: la religión, los medios de comunicación de masas, la industria del entretenimiento, la publicidad y la educación, principalmente.

Ese nadie abstracto, autor colectivo y anónimo de que se vale el capitalismo para seguir siendo el hogar ideal de todos, en realidad tiene nombres y apellidos, sujetos individuales y plurales que manejan los hilos secretos de la fábrica de explotación neoliberal de la denominada globalización económica. 
 
Ideológicamente, la democracia nos hace creer que nadie somos todos, solapando la división en clases como una antigualla prehistórica. 
 
El eufemismo nadie no es más que una añagaza retórica para prorratear las responsabilidades entre la ciudadanía al completo.

La falacia, no obstante, se hace añicos en cuanto hurgamos más allá de la epidermis mítica. De ese nadie técnico forman parte los mercados, el entramado financiero, las multinacionales, el FMI, la OTAN y las cúspides militares, el beneficio empresarial, los paraísos fiscales, las patrias ultranacionalistas, Davos, la socialdemocracia, los credos irracionales fundamentalistas y los políticos testaferros profesionales. 
 
Todo ello no es clase trabajadora ni pueblo llano; ello es lo que mueve el mundo, una mafia cerrada de intereses al servicio de la elite, o sea, de sí misma.

Hace falta una visión amplia para desentrañar un imperio tan extenso, tan difícil de identificar y tan voluble en su constitución genética o sustancia flexible. Los gurús académicos del capitalismo dividen la sociedad en un maniqueísmo instrumental reduccionista: los buenos y los malos (los blancos y los negros, las mujeres y los hombres, los autóctonos y los inmigrantes…), dos recursos conceptuales de índole moral para librar y mantener las guerras con sangre o en el terreno social dentro de unos límites perfectamente aceptables y asumibles por las elites dominantes, los caudillos máximos de ese nadie inexistente como grupo o asociación multitudinaria fantasmal de que nos quieren hacer miembros numerarios a todos de por vida.

Volvamos al inicio del artículo. 
 
Los pobres pertenecen o se incluyen en el grupo de los malos o inadaptados, pero son clase trabajadora a todos los efectos. La jugada maestra del régimen capitalista es obligarnos a pensar que si escapamos de la pobreza, somos genuinamente buenos, y si caemos en ella o mostramos solidaridad política con los menos afortunados, estamos adoptando posturas malvadas, desviadas o incorrectas.
 
 Bien está la caridad, la compasión y unas monedas insignificantes, pero tomar la senda de la acción radical no está bien visto, actitud o compromiso que es punible al completo.

La violencia capitalista es de guante blanco: mata a pequeñas dosis, casi poéticamente, de manera estética. Morir bajo las estrellas se ha convertido para las vanguardias artísticas posmodernas más comerciales en una imagen kitsch de la libertad absoluta, sin ataduras morales, ni obligaciones contractuales ni patrones de conducta opresivos. 
 
La pobreza servida en un solo acto: un mientras tanto sublime de estertor infinito colgado de nuestra indiferencia ególatra hecha de pánico irracional y emociones de fácil digestión. 
 
Vargas Llosa y su liberalismo cainita podrían sacar excelente jugo de este drama tan suculento y rico en ingredientes-mercancía desechables al instante, moldeables literariamente para transformarlos en un best seller de impacto universal. 
 
Los pobres no son violentos, es la violencia capitalista la que crea la pobreza. 
 
El neoliberalismo lo ve al revés, desde la mirada de los que viven del trabajo ajeno.

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