Pablo Gonzalez

Capitalismo medieval o nuevo internacionalismo



Los que usan la violencia institucional de modo cotidiano (lucha de clases solapada mediante mensajes nacionalistas) son los mismos que abanderan la ideología de criminalizar toda contestación social de las minorías étnicas o culturales, los marginados en general, los pobres y los parados, esto es, de la inmensa mayoría que conforman el común, pueblo llano o clase trabajadora. 
 
En esa batalla tienen de su parte a la izquierda asimilada de corte capitalista conservador.

El debate es antiguo y está teñido de moralina religiosa abundante. 
 
Se da la paradoja de que precisamente son las grandes religiones monoteístas las causantes de los mayores genocidios históricos, aquellas que siempre prometen el más allá para que aquí todo siga igual sin cambios de fondo en la estructura política del mundo. 
 
Desde la pasividad oriental individualista a la sumisión solicitada por el cristianismo, el islamismo y el judaísmo, las religiones punteras de masas sirven a la reacción que pone diques para alcanzar sociedades más justas, racionales, fraternales y solidarias.

En los principales países occidentales se considera que la democracia liberal de mercado, sin atributos sociales profundos, es la panacea fin de la historia para contrarrestar todos los males que los aquejan. 
 
Lo cierto es que el sistema solo funciona si se llevan a cabo políticas que no ponen en entredicho los valores tradicionales de las clases hegemónicas o pudientes.
 
 Si alguien se atreve u osa tocar las prebendas de los ricos existen mecanismos apropiados para frenar las medidas contrarias a los intereses de las castas dominantes, las multinacionales y los empresarios en general.
 
 La propiedad y el beneficio capitalista son intocables. 
 
Pueden defenderse desde golpes internos no sangrientos a acciones manu militari llamadas guerras humanitarias por la libertad pasando por movimientos financieros opacos que aprieten las tuercas y cierren el paso a políticas progresistas de mayor equidad en el reparto de la riqueza.

En la actualidad vivimos inmersos en una profunda crisis que se está llevando los ahorros, los empleos y los sistemas públicos de sanidad y educación que daban cobertura a una vida más o menos digna de la clase trabajadora, la única responsable de las riquezas en el mundo.
 
 La ideología capitalista oficial (derechas más advocaciones socialdemócratas de diverso signo) con el concurso de las religiones se está empleando con todos sus medios para justificar la realidad mediante un relato plagado de palabras huecas: sacrificio, libertad, democracia y futuro. 
 
La violencia capitalista no deja manchas en los autores que gestionan el día a día.
 
 Sus manos no disparan directamente a nadie, sus golpes demoledores se esconden en leyes y normativas formales que conducen a la miseria generalizada sin provocar derramamientos de sangre evidentes. 
 
Su violencia no deja huellas apreciables de sangre fresca en Occidente, pero en otros lares estratégicos del extrarradio de la globalidad producen centenares de miles de cadáveres mediante conflictos locales alentados por los principales agentes del capital internacional, USA, Unión Europea, OTAN y FMI principalmente.

Esa violencia estructural y sistemática se lleva por delante a miles, millones de seres humanos, y nunca hay responsables ni cómplices que paguen por ello. 
 
La izquierda estética o nominal instalada en el juego democrático pide paciencia, esperanza y no violencia. 
 
Dicen que a través de la razón todo volverá a su cauce, que la luz mítica que siempre se avecina al final del túnel volverá a iluminar tiempos de bonanza económica transitoria y alegría colectiva que se esfumará con el próximo ajuste de cuentas de la clase hegemónica una vez retirados los beneficios de rigor.

Mientras ese amanecer llega, hay que aguantar, ir muriendo poco a poco hasta que el truco irracional del más allá terrenal antes del celestial definitivo tome cuerpo y todo permanezca (o vuelva al edén profético) tal y como dios manda. 
 
Las evidencias palpables del desfalco son numerosas e incontestables: los gestores del atropello social se reparten el botín delante de los ojos de los propios damnificados. 
 
No digamos ya los banqueros y la jet set financiera. 
 
Y aquí no pasa nada.
 
Hay que mantenerse en la no violencia espiritual y ética, llenarse de bagatelas y añagazas morales para convencer a una mayoría electoral domeñada por los poderosos medios de comunicación de que otra sociedad es posible, la misma de siempre con retoques ikea, mediante el diálogo sano y pacífico.

Nadie quiere la guerra pero la habitamos día a día sin apercibirnos de ella. Solo con mucha policía y dosis increíbles de ideología puede mantenerse esta situación de precariedad absoluta en aumento.
 
 El miedo a la quiebra total guarda la viña capitalista. 
 
Se puede gritar de mil maneras diferentes, clamar al cielo si se quiere, pero jamás proponer una desobediencia civil, cuando menos, sostenida en el tiempo con propuestas radicales hacia una sociedad con unos mínimos recursos éticos, políticos y económicos que permitan sobrevivir a todos con una dignidad básica.

Todas las voces que anuncian el estallido social inminente o proponen giros radicales de salón enmoquetado para reverdecer ideas de izquierda genuinas son las mismas que a la vez solicitan pactos quiméricos con los verdugos que dictan la austeridad que mina las condiciones de vida del pueblo empobrecido. 
 
Ninguna voz ambiciosa y consecuente pone el dedo en la llaga de las contradicciones capitalistas, nadie se atreve a llamar a las cosas por su verdadero nombre. 
 
Hemos sindicalizado en exceso la vida política: hay que tramar negociaciones a la baja y defensivamente a toda costa, llegar a acuerdos ya, aunque en la mesa de discusión la debilidad institucional de los representantes de la izquierda sea más que palpable. 
 
No se dan soluciones de largo alcance, la emergencia se mueve entre bandazos efectistas que eluden asuntos también prioritarios: ¿hacia dónde queremos ir?

En realidad, el pensamiento único capitalista solo ofrece un viaje al pasado con maneras futuristas inconsistentes. Más movilidad laboral y vital a cambio de menos derechos y estabilidad. 
 
Otra vez se pretende regresar al crecimiento sin más.
 
 Pero, ¿de qué crecimiento económico hablamos? Los contenidos políticos e ideológicos de la izquierda adosada al régimen del capitalismo neoliberal son ya viejos: recetas socialdemócratas y liberales para sortear la coyuntura a velocidad de vértigo al servicio exclusivo de la inmutabilidad social.

El pasado del bienestar se ha agotado por sus propias contradicciones. 
 
La globalidad nos ha mostrado que los salarios de los trabajadores occidentales estaban subvencionados por las condiciones miserables de millones de seres humanos sojuzgados en el Tercer Mundo y la especulación de ingentes riadas de capital en negro que se movían sin control con un simple clic electrónico. 
 
Las multinacionales lo sabían a la perfección y ahora con las deslocalizaciones masivas pretenden crear un tercer mundo laboral de ámbito mundial mientras sus beneficios siguen incrementándose exponencialmente. 
 
El nuevo mundo que saldrá de la crisis será un territorio feudal o internacionalista, más severo con los trabajadores o más solidario a escala universal.
 
 Los planteamientos a mitad de camino están condenados al fracaso. La izquierda institucionalizada o es verdaderamente izquierda o quedará arrinconada en las esquinas polvorientas del pudo ser permanente. 
 
Hay que echarle mucha imaginación a la crisis actual: o salimos de ella con energía colectiva renovada o como vasallos del nuevo orden mundial. La encrucijada es apasionante, pero asimismo muy peligrosa.

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