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Impunidad absoluta, nacida de la ignorancia del pueblo


Santo Tomás, hacia 1250 escribía lo siguiente: “Parece mejor que contra la maldad de los tiranos se ha de proceder no con la presunción particular de algunos, sino con la autoridad pública. 
 
Primero, si compitiera al derecho de alguna multitud proveerse de un rey, el rey instituido pude ser destituido de manera no injusta por la misma multitud, o bien refrenado en su poder si abusa tiránicamente del poder regio. 
 
Y no puede juzgarse que tal multitud actúa infielmente al destituir al tirano, aun si le hubiera estado sujeta desde tiempo atrás, porque él mismo lo mereció al no comportarse fielmente en su régimen para con la multitud, según lo exige el deber del rey, por lo cual la palabra dada no le debe ser guardada por parte de los súbditos”

En palabras más actuales lo que dice Santo Tomás es: si un pueblo decide darse un gobierno legítimo, pero el gobierno abusa del poder a él delegado, puede el pueblo –sin caer en la ilegalidad- refrenar el poder de ese gobierno o destituirlo. 
 
Y esta destitución del gobernante tiránico (o corrupto, agrego yo) no es la ruptura de un pacto preexistente, sino que quien rompió el pacto de gobernabilidad fue el gobierno tiránico. 
 
Fue elegido, pero excedió sus atribuciones, “no se comportó fielmente con la multitud”. 
 
Por lo tanto está legalmente permitida al pueblo la destitución de tal gobierno. 
 
No es una “revuelta” sino el ejercicio de un derecho constituyente.

Lo anteriormente expuesto resulta sumamente importante en un momento como el actual, cuando la mafiocracia costarricense se ha separado definitivamente de la legalidad, en cuanto la Procuraduría de la Ética (quizá la más desprestigiada de todas) se agarra de una leguleyada para eximir a la señora Presidente de la República de sus responsabilidades por haber utilizado, no en una, sino en dos ocasiones, el avión de un “empresario” que está sospechosamente vinculado –según las autoridades colombianas- con cárteles de la droga.

La impunidad de funcionarios delincuentes es el factor común del relajamiento institucional del Estado.
 
 Los funcionarios entran y salen de sus cargos sin rendir cuentas ni razón de sus actos y omisiones, y sin posibilidad de fincarles responsabilidades por las vías del juicio político o penal. 
 
Los presidentes de la república son intocables, sean del Partido que sean. 
 
Algunos ministros, excepcionalmente, han sido destituidos, pero jamás llevados a los tribunales. Arrasan con bienes gubernamentales, hacen negocios al amparo del poder y se sabe que intercambian favores de protección por dinero con toda clase de delincuentes, en lo que se denomina narcopolítica o también mafiocracia, según las circunstancias.

Los funcionarios de estos niveles han sido rebasados por la criminalidad de cuello blanco, debido a su negligencia, aunque más por sus complicidades. 
 
El binomio de funcionarios –que incumplen con sus obligaciones, preventiva y represiva para garantizar, no la mínima, sino la máxima seguridad para la paz social, además de la responsabilidad de custodiar y preservar los bienes que pertenecen a todos los ciudadanos, y delincuentes que merodean alrededor de contratos, concesiones, consultorías y demás –que han impuesto la ley de la selva en la administración pública– tienen en muy seria crisis de gobernabilidad y estabilidad política y económica al país, al grado de que impera prácticamente la anarquía. 
 
Pero una anarquía solapada, que guarda las formas, el comportamiento discreto, no la de otros países en donde la corrupción es aún mayor que la nuestra.

En Costa Rica, señala José Luis Rivera S., el constituyente de 1949 escogió como modelo de organización política un sistema de gobierno democrático, que se fundamenta o gira en torno a la soberanía del pueblo, al establecer en el artículo 9 de la Constitución Política que: “El Gobierno de la República es popular, representativo, participativo, alternativo y responsable”, y lo ejerce el pueblo y tres Poderes distintos e independientes, termina señalando el citado mandato constitucional. 
 
De manera que la Carta Fundamental reconoce, en forma clara y precisa, en favor del ciudadano, el derecho a participar activamente en la formación del Gobierno de la República. 
 
La Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en su jurisprudencia ha reconocido ese derecho indicando que: “El artículo primero de la Constitución Política establece que Costa Rica es una República Democrática, libre e independiente. 
 
La utilización del término “democrático” en nuestra Carta Fundamental establece una exigencia en el origen de la ley ordinaria y es que ésta debe ser el producto de la voluntad popular representada en la Asamblea Legislativa.”

En efecto, en razón de ese reconocimiento constitucional que busca fomentar la participación política de los ciudadanos en la conformación del Gobierno, es que el ordenamiento jurídico costarricense desarrolla varios mecanismos de participación política, que le permiten al ciudadano, no solo elegirá sus gobernantes, sino participar activamente en aquellas decisiones que se sometan a su conocimiento.

El tocar este tema ha dado lugar, una vez más, a que escuchemos el discurso de quienes esgrimen la democracia como un concepto opuesto al Estado de derecho. 
 
Esta noción de que la ley no es más que una fuerza coactiva que restringe la libertad de las personas y, por lo tanto, cuyo desacato se puede reivindicar como camino para ser más democráticos, es una de las razones fundamentales por las que América Latina sigue formando parte del mundo subdesarrollado.

Aquí radica la diferencia política más profunda entre anglosajones y latinoamericanos, pues para aquellos esta dicotomía es inconcebible, ya que entienden como una verdad indiscutida e indiscutible que la democracia es un fruto del Estado de derecho y ambas instituciones son eficaces sistemas de control del poder, buenos antídotos contra el imperio de la fuerza y especialmente de los abusos del gobernante. 
 
En efecto, ante el absolutismo de monarcas jurídicamente irresponsables, Occidente avanzó primero hacia un orden jurídico de control del soberano, al que se llamó el “gobierno de la ley”, y luego evolucionó hasta una forma de control político que permitió la destitución y reemplazo ordenado y pacífico del gobernante, a la que llamamos democracia.

Sin ese gobierno de la ley, es inviable la existencia misma de la democracia, porque si no somos todos iguales ante la ley, responsables de nuestros actos y el Estado no es capaz de resguardar la libertad individual, no existen las condiciones esenciales para que se pueda dar el debate democrático. 
 
Por todo esto es que ninguna sociedad en que no han imperado el gobierno de la ley y el respeto universal a los derechos fundamentales ha podido desarrollar un sistema democrático de gobierno. 
 
Al contrario, aquellos que sí han logrado que esos enormes mínimos jurídicos se afiancen sólidamente han avanzado hasta construir las democracias más desarrolladas y prósperas del planeta.

Los procesos internos de control en el Estado deberían operar evaluando y generando acciones correctivas que se ponen en marcha a partir de las diferencias que aparecen la procesar los resultados de los comportamientos y las perturbaciones del medio social.
 
 Así debería funcional la democracia.
 
 Esto jamás se ha aplicado en nuestro país, porque las organizaciones políticas monolíticas que llegan a dominar tanto el Ejecutivo como el Legislativo, se convierten en cómplices, se protegen los unos a los otros, realizan todas las acciones que garanticen la impunidad en ambos campos del Estado, y extienden los tentáculos e la perversidad más aberrante hacia los otros poderes y hacia abajo dentro de la organización pública, en general.

Al hablar del análisis dialéctico de la realidad de la organización pública, vemos cómo los grupos internos defienden sus propios intereses y niegan los objetivos del sistema público, en connivencia de los grupos externos que quieren ver sometido a éste a los intereses económicos y financieros que están detrás de todas las “bellezas” que hemos visto últimamente. 
 
Y no hablo de las torpezas del gobierno actual, sino de los escándalos que conocemos: el negociado chino de RECOPE, la ampliación de la interamericana hasta San Ramón (OAS), la trocha fronteriza que resultó en una orgía de latrocinio, las barbaridades de la autopista (¿?) a Caldera, los contratos multimillonarios otorgados para poner “un pelito de gato” a ciertas carreteras, que no durarán ni dos años, pues la calidad de los materiales no cumplen con los requisitos mínimos, las consultorías que conocemos (y las que no conocemos), el financiamiento de la ministra de comercio en sus viajes alrededor del mundo para conseguirle chamba, porque al acabar este gobierno tendrá que irse del país, por lo que sabemos todos, y así podríamos continuar con una lista de nunca acabar.

En otros países más maduros políticamente que nosotros, los gobernantes y funcionarios hace ya mucho tiempo hubieran sido removidos de sus cargos, o como decía Santo Tomás, destituido de manera no injusta por la misma multitud… 
 
Pero acá, nada de nada, seguimos en el limbo, como mencioné en un artículo anterior. 
 
La ignorancia “de la multitud” es tal, que en ella confían los políticos criollos para proteger sus andanzas.

Alfonso J. Palacios Echeverría
Rebelión

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