Pablo Gonzalez

La madre


Marina sintió el golpe en su estómago. 
No pudo ver cuál de los carros que pasaban raudos por la Autopista Sur la había atropellado. 
Advirtió, eso sí, que algo se había roto en el bebé de cinco meses que llevaba adentro.

En la sala de emergencias Marina no podía asimilar lo que el médico le decía. 
Que no había nada que hacer por su hijo.
 Que se fuera para su casa a esperar que el cuerpo lo expulsara. 
Marina no tuvo alternativa. Durante un mes estuvo en la cama, esperando. 
Hasta que nació el niño, prematuro sí, pero con un corazón palpitante.

A los tres meses, el hijo de Marina convulsionaba. 
En la clínica de nuevo, se enteró de que el niño tenía un trauma cerebral desde el accidente. 
Y ahora, meningitis. 
La cabeza del bebé se llenaba de un extraño líquido que los médicos sacaban con enormes jeringas. 
Cada vez que le succionaban aquella sustancia viscosa al bebé, la madre se estremecía.

Durante varios meses Marina vio a su hijo conectado a sondas, en estado vegetal.
 La muerte es cuestión de tiempo, le insinuaban las enfermeras. 
Marina estaba en el cuarto del hospital de las seis de la mañana a las diez de la noche, día tras día. 
De vez en cuando, un médico la llamaba a sugerirle una cirugía, que no garantizaría su supervivencia.
 Marina se negó a cualquier solución que no fuera segura.

Una tarde Marina tuvo una aparición mística. 
Una voz le ordenaba que le encomendara la vida de su hijo al Señor de Monserrate. 
Así lo hizo. 
Subió a pie por la empinada cuesta, con un par de muñecos de plástico en las manos, a manera de amuletos.
 Oró sin descanso durante varias noches, mientras los doctores la instaban a desconectar al niño.
 No había esperanza.

Marina dijo que sí.
 Que lo desconectaran. 
No podían, sin embargo, quitarle los aparatos hasta que no pagara la cuenta. 
Pero no tenía dinero. 
Tuvo que viajar a Villavicencio a recoger el préstamo que le hizo un hermano.
 Salió del hospital con el bebé en brazos, en medio de un aguacero con granizo de aquellos que saben caer en Bogotá.

De inmediato tomó dos maletas, y a sus dos hijos, el mayor, que estaba sano, y al pequeño Leonardo, el desahuciado. 
Viajó a los Llanos, y allí depositó su fe en una médica local, mitad botánica, mitad sanadora.

Marina le oyó decir a la curandera que a su hijo le quedaban minutos de vida.
 Aun así autorizó a que le inyectaran no se sabe qué remedios. 
Pasaron veinte minutos. 
De pronto, escuchó que se colaba por el pasillo un llanto que no había oído en meses.
 Era su hijo, que con los ojos abiertos, se aferraba a la vida.

Marina dice que aquella médica le advirtió esa tarde que Leonardo necesitaría mucho de ella. Siempre. 
Le recetó una colada de cebada perlada, guayaba, zanahoria y habichuelas.

Marina se entregó a su hijo con toda el alma. 
Le enseñó a hablar, a sentarse, a comer. 
Todo lo aprendió con un poco de retraso, a destiempo. 
A veces se le olvidaban las cosas.
 Su lenguaje no era perfecto. 
Nunca tuvo un colegio que se adaptara a sus problemas.
 La madre fue su maestra.

Marina disfrutaba ver cómo su hijo, sin embargo, se había convertido en un muchacho querido en su barrio, en Soacha. 
Cortaba la maleza de las acequias, hacía mandados.
 Muchos vecinos, conociendo sus limitaciones, lo explotaban, le tumbaban hasta la propina que le habían prometido o le pagaban con billetes falsos. 
Marina tiene varios de ellos guardados. 
Él no se daba por enterado. 
Cuando regresa a la casa, besaba a Marina, la mecía en sus brazos y le susurraba con su lenguaje enrevesado: “Marrecita, te quiero mucho”.

Marina recuerda que un día de enero del 2008 Leonardo se fue a ayudar en una construcción. 
A trabajar en la rusa, como se dice. 
Se bañó y se perfumó y salió para nunca volver.
 Tenía veintisiete años.

Marina denunció su desaparición. 
La búsqueda se prolongó meses, hasta que lo encontraron en Norte de Santander.
 Asesinado. 
Reportado como baja de guerra.

Marina sintió de nuevo un golpe en el vientre cuando escuchó, en un juicio, que su hijo fue vendido por doscientos mil pesos a un grupo del Ejército que se inventaba las bajas para ganarse unos pírricos privilegios. 
El reclutador fue condenado. 
Pero Marina Bernal no cree que se haya hecho justicia. 
http://www.revistaarcadia.com/opinion/columnas/articulo/la-madre/31973

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