Pablo Gonzalez

¿Por qué la tragedia de Boston nos conmueve y los niños y mujeres muertos en Afganistán e Irak no?


Las reacciones en torno a la sucedido en el Maratón de Boston revelan algunos aspectos de nuestra formación psicológica y social que van más allá de nuestra propia subjetividad, convirtiéndonos en vehículos de fuerzas que nos sobrepasan y posiblemente nos dominan.


El pasado lunes 15 de abril el tradicional Maratón de Boston se vio sorprendido por una explosión que, hasta ahora, ha dejado un saldo de 3 personas fallecidas, entre ellas un niño de 8 años, y poco más de 100 heridos. 
La bomba, según se empezó a denominar a las pocas horas de lo sucedido, estalló pocos metros antes de la línea de meta, afectando tanto al público que se encontraba en las inmediaciones como a algunos participantes de la carrera.

Las reacciones a lo sucedido han sido variopintas, pero sin duda las dominantes son el lamento, la condena y el asombro temeroso. 
A este respecto una de las respuestas más elocuentes —en varios sentidos— ha sido la de una serie de mensajes luminosos desplegados en el edificio de la Academia de Música de Brooklyn, creados por NYC Light Brigade y The Illuminator, los cuales expresaban la solidaridad de Nueva York hacia Boston (sin duda una elaboración un tanto abstracta que hace ver algunas de las aristas relacionadas con este asunto).

Sin embargo, como es obvio, este sentimiento no es unánime, y entre las opiniones adversas en torno al hecho hay un conjunto en especial que se distingue por comparar esta tragedia con otras que se viven en otros países, en muchos de ellos cotidianamente y, lo que es un tanto peor, provocadas por acciones del gobierno estadounidense. 
Concretamente se citan, por ejemplo, las muertes de niños que a cada tanto suceden por causa de los drones del ejército de Estados Unidos o, en general, de personas inocentes cuyos fallecimientos se cuentan por decenas, en ataques o atentados que lamentablemente son periódicos y que de alguna manera se encuentra relacionados con la política exterior estadounidense.

En Irak, por ejemplo, apenas el día anterior al Maratón de Boston varios coches bomba explotaron en distintas provincias del país, dejando como saldo 42 personas muertas y 250 heridos. 
Igualmente a inicios de abril un ataque aéreo de la OTAN en Kunar, al este de Afganistán, provocó el derrumbe del techo de una casa con el consecuente deceso de 10 niños y 2 mujeres.

Si se hace torpemente, esta comparación responsabiliza a Estados Unidos de su propia tragedia, en una suerte de versión simplista de una malentendida ley de la causalidad. 
Si el asunto se toma con un poco más de calma, se observa que comparar el dolor de una persona o de una sociedad con otra es, por decir lo menos, imposible, incluso en términos filosóficos (esa sería, tal vez, la opinión de Wittgenstein).

En cualquier caso, parece claro que existe un desequilibrio entre las tragedias que se despliegan en la opinión pública y, con mayor profundidad, en las reacciones que suscitan estas: por un lado, de manera un tanto confusa, tenemos muertes que se repiten frecuentemente y, por otro, otras que ocurren esporádicamente, ambas de personas inocentes en situaciones injustas, pero una no genera la misma respuesta pública que la otra. 
En términos generales, las sociedades occidentales desdeñan lo que pasa a miles y miles de kilómetros, tanto en un sentido literal, geográfico, como en uno metafórico, cultural; y, por otro, lamentan hondamente lo que de inicio parece más cercano. 
Algo que sucede en Medio Oriente no parece tener el mismo peso específico emocional que un hecho trágico en Estados Unidos. “Equivocado o no, probablemente sea la naturaleza humana, o al menos de instinto humano”, escribe Glenn Greenwald en The Guardian.

Ahora bien, en esta oposición no debe descartarse cierto proceso de colonialización ideológica.
 “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época”, escribió Marx, en alusión al hecho de que el sistema está diseñado para generar un suelo ideológico afín que, en el efecto más útil, reduce la probabilidad de cuestionamiento. 
Si tendemos a considerar más lamentable un hecho con otro, ¿no es porque somos parte más o menos inevitable de esta programación hecha de ideas preconcebidas que son potencialmente afines a un sistema que lleva en su esencia el afán de hegemonía y dominación? 
¿Nos lamentamos sobre lo sucedido en Boston porque algo en nosotros está socialmente programado para hacer nuestras las tragedias de esa “clase dominante” (en un sentido amplio)?
 ¿Se trata de una expresión de la dialéctica del amo y el esclavo hecha para asegurarnos la cómoda posición del esclavo?

Por otro lado, como si se tratase de una fotografía —¿y qué es si no la toma aislada de un hecho?— igualmente vale la pena considerar el contexto, ampliar el horizonte y preguntarnos si en el fondo la disparidad de las reacción también está animada por cierto marco en el que una acción parece más tolerable o justificable que otra. 
Las muertes en Irak o Afganistán, provocadas por “terroristas” o por ejércitos establecidos, nos parecen menos graves porque como bien lo hicieron ver Hannah Arendt, Theodor Adorno y más recientemente Zygmunt Bauman, el mal tiene en la época moderna y dentro de la racionalidad cartesiana un cariz totalmente normal, banal incluso, burocrático e inercial: el mal como un procedimiento y un trámite, como algo de las tantas cosas que tienen que hacerse.
 Este es el sentido de un bombardeo en Afganistán: uno de los tantos trámites que se cumplen en la vida cotidiana del hombre moderno occidental.
 La guerra como una suma de utilería y bambalinas, pero también de papeleos y reglamentos, que resta importancia a los hechos: shit happens.

En cambio, un suceso como el de Boston, ocurrido en circunstancias diametralmente opuestas —pacíficas, festivas, armónicas y, en general, propias del “hombre común”— parece descubrir la faceta menos domesticada de esta potencia, aquella relacionada con lo imprevisto y lo fatídico, contra lo cual el ser humano, en un impulso casi metafísico, de ordinario busca rebelarse. 
Sin embargo, al mismo tiempo, paradójicamente, es inevitable pensar que el hecho obedeció a un plan, a un cálculo, pero uno que sale de los procedimientos establecidos y aceptados. 
No se trata de una acción de guerra, regulada, sino del mal en sí, uno que quizá queremos creer irracional pero también es, a su modo, profundamente racional —solo que nacida en el terreno de los anormales. 
Y tal vez esta contradicción del pensamiento también influye en las reacciones suscitadas.

Otro factor que seguramente intensifica la reacción de la sociedad, al menos en Estados Unidos, es la propaganda de la llamada “Guerra contra el Terror”, donde una amenaza por momentos real pero generalmente ilusoria pulula sobre los ciudadanos, haciendo indispensable contar con un estado de vigilancia interno y un masivo aparato bélico repartido por todos los rincones del mundo.
 De nuevo Greenwald: “La historia de este tipo de ataques en la última década ha sido clara y consistente: son explotados para obtener nuevos poderes gubernamentales, incrementar la vigilancia, y despojar las libertades individuales”. En NBC con Brian Williams ,anoche, Tom Brokaw, periodista, declaró que esto volvería a suceder y que la sociedad estadounidense debería someterse aquiescentemente: 
“Todos deben entender hoy que empezando mañana habrán medidas de seguridad mucho más duras en todo el país”.

Este estado que podríamos describir como de paranoia estratégica, hace que inmediatamente broten culpables en la mente de los ciudadanos y los medios: terroristas árabes.
 Fox News, por ejemplo, se vio escandalizado ante la omisión de la palabra “terrorismo” en el mensaje que Barack Obama dio a propósito, e incluso se tomó la molestia de obtener la definición de terrorismo de un “oficial del gobierno”, diciendo: “cuando múltiples explosivos detonan eso hace que sea un acto de terrorismo”. 
La cadena de Murdoch poco repara en que hablar de terrorismo hace que automáticamente se imagine a un grupo de fundamentalistas árabes.
 El terrorismo más peligroso probablemente sea el ambiente mediático y lingüístico en el que viven muchos ciudadanos en Estados Unidos

Por último, tampoco podemos soslayar otro tipo de colonización: aquella que genera el imperio de la imagen. 
La inundación de fotografías, videos y demás relatos gráficos sobre los hechos de Boston, tan característica de nuestra época, es apabullante en comparación con el laconismo de los recursos que se tienen disponibles para lo que sucede en los países árabes. 
En Boston hay cámaras de vigilancia y smartphones dispuestos en todo momento a capturar lo ocurrido. 
No pasa lo mismo, digamos, en una zona montañosa de Afganistán, de donde no se tienen imágenes de las tragedias cotidianas que puedan repetirse hasta el cansancio y la náusea (pero si se tuvieran, ¿cambiaría en algo la opinión dominante que se tiene al respecto?). 
Una de las imágenes más difundidas  sobre el hechoMartin Richard, el niño de 8 años fallecido en Boston, fotografiado algunos días antes mientras sostenía este cartel con la leyenda “No más personas heridas. Paz”


Como se ve, el asunto no es fácil de dilucidar. 
En estas acciones influyen circunstancias evolutivas, psicológicas y sociales, cada una con sus propios matices. 
Si acaso, más allá de las emociones que cada persona pueda sentir por lo sucedido, nos ayuda a pensar por qué pensamos lo que pensamos y qué efecto tiene, para nosotros mismos y la pequeña porción de mundo que ocupamos, pensar de la manera en que pensamos. 
http://pijamasurf.com/2013/04/por-que-la-tragedia-de-boston-nos-conmueve-y-los-ninos-y-mujeres-muertos-en-afganistan-e-irak-no/

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