Pablo Gonzalez

Robert Bales: La sonrisa de un asesino

Un nombre: sargento Robert Bales. 
 
Un lugar: Irak. La batalla de Najaf, de 2007. 
 
Sus palabras, tras librarla: 
 
“Cuando comenzamos a limpiar la ciudad, empezamos también a sacar a la gente… 
 
Buscábamos a gente a la que pudiéramos ayudar, porque había mucha gente muerta a la que no podíamos ya ayudar, a éstos los dejábamos en un punto de recuento de cadáveres”. 
 
Vivió la guerra en su crudeza.

Su opinión de la batalla librada contra un grupo insurgente: 
 
“Nunca he estado tan orgulloso de ser parte de una unidad como aquel día, por el simple hecho de que discriminamos entre los tipos malos y los que no eran combatientes, y posteriormente acabamos ayudando a la gente que sólo tres o cuatro horas antes había tratado de matarnos. 
 
Creo que esa es la diferencia real entre ser americano y ser uno de los malos”.

Bales, de 38 años, es el sargento que abandonó su base en Afganistán el domingo pasado y mató a sangre fría a nueve niños y siete adultos, todos civiles, en dos pequeñas villas.
 
 Luego amontonó los cuerpos y trató de quemarlos. 
 
Finalmente se entregó a sus mandos, fue detenido y ayer llegó al centro de detención de la base militar de Fuerte Leavenworth.

Otro escenario. Agosto del año pasado. 
 
Desierto del Mojave, en California. Bales se entrena para ser destinado a Afganistán. 
 
Sería su primera misión allí, después de tres servicios en Irak.
 
 Bales era sargento primero de la compañía Blackhorse, del tercer equipo de combate de brigada Stryker, segunda división de infantería del Ejército de Tierra.

En la base de Irwin, como en la de Quantico, aquí en la zona de Washington, hay pequeñas reconstrucciones de villas afganas, pobladas con actores a los que se les paga por hablar en su idioma y vestirse con las prendas que lucirían en su país de origen.
 
 A los soldados se les enseña allí a relacionarse con los civiles: sus ritos, costumbres, protocolos.

Bales llegó a la pequeña ciudad ficticia, bautizada como Jahel Dar Lab-e. Se acercó a un líder tribal, que estaba a la puerta de su casa.
 
 “¿Cómo le afecta la seguridad a su familia?”, le preguntó.
 
 “Mucho mejor que ayer”, le respondió el líder. Ese sería su trabajo, bajo los nuevos designios de la cúpula militar: ayudar a los civiles, velar por su seguridad, para poder dejarles en control de su país cuando acabe la guerra, en 2014.

Siete meses después, Bales masacraría a casi toda una familia mientras dormía. 
 
Con sus actos, que ahora investiga el Pentágono, prendió de nuevo el antiamericanismo en Afganistán, y puso la misión bélica allí al borde del colapso. 
 
Fue la brutalidad añadida a un rosario de ofensas ya enquistadas: los escuadrones de la muerte, los marines orinando sobre cadáveres y los coranes incendiados.

Ahora que Bales está en Leavenworth, a la espera de consejo de guerra, el Ejército ha decidido revelar su nombre. 
 
En sus archivos hay dos artículos en los que se le menciona, y de los que he extraído la información en este post. 
 
En las fotos adjuntas a esos textos se muestra al sargento, sonriente, en consonancia con ese carácter “afable” que describía su abogado en conferencia de prensa el viernes. 
 
Al ver cómo esas imágenes se multiplicaban en la Red, el Pentágono ha censurado los textos.
 
 He podido recuperar uno, que se puede descargar aquí, y he encontrado una copia de otro, en este enlace.

David Alandete

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